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– ¿Y cómo creéis que Leonardo puede dar vida a algo que no la tiene? -pregunté.

– Mediante magia astral. Creo que ya sabéis que ese hereje de Leonardo estudió los textos de Ficino, ¿verdad?

La pregunta de fray Benedetto sonó a trampa. El tuerto debía conocer mis sospechas gracias al padre Bandello, así que, prudente, incliné la cabeza en señal de aprobación.

– Pues bien -continuó-, Ficino tradujo del griego antiguo el Asclepios, una obra atribuida a Hermes Trismegisto, en el que se enseñaba cómo los sacerdotes de los faraones daban vida a las estatuas de sus templos.

– ¿De veras?

– Dominaban el spiritus, una ciencia oscura mediante la cual dibujaban sobre las imágenes signos cósmicos que las conectaban con las estrellas. Signos astrológicos, para entendernos. Y el maestro ha aplicado esas técnicas al Cenacolo. [18]

El prior y yo nos miramos desconcertados.

– ¿Es que no lo veis, hermanos? Doce apóstoles, doce signos del zodiaco. Cada discípulo se corresponde con una constelación, y Jesús, en el centro, encarna el ideal de sol. ¡Es una obra talismánica!

– Calmaos, padre Benedetto. Eso no son más que suposiciones…

– ¡Nada de eso! Fijaos bien en el Cenacolo, porque que sea un mural vivo no es lo peor que tiene. Visto desde nuestro conocimiento de las ideas cátaras, esa obra recoge a la perfección la más profunda de las tesis de los herejes. Es una especie de «Biblia negra». ¡Y en nuestro refectorio!

– ¿A qué idea os referís, Benedetto? -lo interpelé.

– Al dualismo, padre. Si no os entendí mal esta mañana, todo el sistema de creencias de los bonhommes se basa en la existencia de un enfrentamiento permanente entre un Dios bueno y uno malo.

– Así es.

– Entonces, cuando regreséis al refectorio, fijaos si la lucha entre el bien y el mal está o no recogida en el Cenacolo. Cristo está en el centro, como el fiel de una balanza a medio camino entre el mundo del espíritu y el de la carne. A su derecha -que es nuestra izquierda-, está la zona de sombras, del mal. Id y mirad la pared de vuestra izquierda: está ensombrecida, sin luz. No es casualidad que en ese lado se encuentre Judas Iscariote, pero también Pedro con la daga. Con el arma que, según vos, le confiere un carácter satánico.

El anciano cascarrabias tomó aire antes de rematar su discurso:

– Por el contrario -añadió-, en el lado opuesto están aquellos a los que Leonardo considera la luz. Es la zona iluminada de la mesa, y en ella no sólo se ha retratado a sí mismo sino también a Platón, al antiguo inspirador de muchas de las doctrinas heréticas de los cátaros.

De repente recordé algo:

– Y también los hermanos Guillermo y Giberto, los dos cátaros confesos -añadí-. ¿O no fuisteis vos quien me dijisteis que Giberto posó para el perfil del apóstol Felipe?

El tuerto asintió.

– Por cierto -argumenté recordando la disposición geométrica de los apóstoles-, también vos estáis ahí. Dando vida a santo Tomás. ¿Verdad?

Benedetto rezongó algo, incómodo, y protestó con energía después.

– Dejémonos de historias. Está bien que nos esforcemos por interpretar el mural de Leonardo, pero lo que verdaderamente debería importarnos es decidir qué vamos a hacer con esa obra. Os lo diré una sola vez, hermanos: o atajamos de raíz este asunto y emparedamos esa pintura, o el contenido de ese mural va a ser un faro para los herejes que sólo nos traerá problemas.

41.

– No lo entiendo. ¿Vais a quedaros ahí parado, esperando a que lo condenen?

El asombro de Bernardino Luini no conmovió en absoluto al maestro Leonardo. Llevaba un buen rato a la intemperie, en su huerta, concentrado en el desarrollo de su próxima máquina, y apenas había prestado atención al regreso de sus discípulos. ¿Para qué? En el fondo albergaba pocas esperanzas de que Elena, Marco y Luini regresaran del Cenacolo iluminados por la sabiduría que tan cuidadosamente había impreso en el lugar. El maestro estaba cansado de esperar. Le aburría contemplar aquel ir y venir de seguidores suyos incapaces de entender su particular modo de escribir en el arte.

Además, como de costumbre, sus pupilos sólo traían noticias desoladoras del convento. Decían que Santa Maria estaba en pie de guerra. Que el padre Bandello había decidido interrogar a sus frailes en busca de herejes, y que había ordenado aislar a su querido fray Guglielmo, el cocinero, acusándolo de conspiración contra la Iglesia.

El maestro escuchó aquellas explicaciones a su pesar, sin saber qué decir.

– Tampoco yo os entiendo, maestro -terció d'Oggiono-. ¿Acaso os complace lo sucedido? ¿Es que no teméis por la suerte de vuestro amigo? ¿Tan insensible os estáis volviendo, meser?

Leonardo alzó su mirada azul de la caja de herramientas, clavándose en su querido Marco:

– Fray Guglielmo aguantará -dijo al fin-. Nadie podrá romper el círculo que representa.

– ¡Dejaos de alegorías! ¿Es que no veis el peligro? ¿No os dais cuenta de que no tardarán en venir a por vos?

– De lo único que me doy cuenta, Marco, es de que no me escucháis… -replicó con sequedad-. Nadie lo hace.

– ¡Un momento! -La joven Elena, que hasta entonces había permanecido callada tras Luini y d'Oggiono, dio un paso al frente interponiéndose entre los tres varones- ¡Ya sé lo que queréis enseñarnos, maestro! ¡Ahora lo entiendo! ¡Todo está en el Cenacolo!

Las pobladas cejas de Leonardo se arquearon ante aquella inesperada reacción. La condesita prosiguió:

– Utilizasteis a fray Guglielmo para representar a Santiago el Mayor. De eso no hay duda. Y en el Cenacolo él encarna la letra «O». La omega. Igual que vos.

Luini se encogió de hombros, mirando al maestro con sonrojo. A fin de cuentas, había sido él quien había enseñado aquello a la jovencita de los Crivelli.

– Eso sólo puede querer decir una cosa -añadió-: que fray Guglielmo y vos sois los únicos que os halláis en posesión del secreto que queréis que encontremos. Y también que estáis tan seguro de su discreción como él de la vuestra. A fin de cuentas, representáis el mismo plan.

– Admirable -aplaudió Leonardo-. Veo que sois tan sagaz como vuestra madre. ¿Y sabéis también por qué elegí la letra «O»?

– Sí… Eso creo -titubeó.

El toscano la miró intrigado. Sus compañeros, aún más.

– Porque la omega es el fin, lo opuesto al alfa, que es el principio -dijo-. De ese modo os situáis en el extremo final de un proyecto que empezó con Cristo, que es la única «A» del mural.

– Admirable -repitió el maestro-. Admirable.

– ¡Claro! ¡Fray Guglielmo y vos sois quienes habéis de traernos la Iglesia de Juan! -saltó Luini-. ¡Ése es el secreto!

El sabio se inclinó de nuevo sobre la extraña máquina que acababa de diseñar para su parcela, negando con la cabeza.

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[18] El estudio más reciente y profundo sobre la correspondencia entre los signos del zodiaco y las figuras de los doce apóstoles es obra de Nicola Sementovsky-Kurilo. Él asegura que los discípulos del Cenacolo están distribuidos en cuatro grupos de a tres, para representar los cuatro elementos de la Naturaleza, e incluso asigna a cada uno de ellos un signo zodiacal específico. Así, a Simón -que está en el extremo derecho de la mesa- le corresponde el primer signo zodiacal, Aries. A Tadeo, Tauro. A Mateo, Géminis. El signo de Cáncer es para Felipe. Leo para Santiago el Mayor. Virgo para Tomás. Y la balanza de Libra para Juan, lo que según Sementovsky tiene una lectura simbólica importante, al considerar al joven Juan como el elemento equilibrador de la futura Iglesia. El resto de signos son Escorpio para Judas, Sagitario para Pedro, Capricornio para Andrés, Acuario para Santiago el Menor y Piscis para Bartolomé.