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-Ven por aqu -dijo ella cuando termin de regaarle.

Pero l no fue. No poda consentirse el placer que ella era capaz de proporcionarle.

Asustado de s mismo, fue a toda prisa a un club nocturno griego que estaba de moda y del que tena noticias, regentado por una mujer de experiencia cosmopolita y, habiendo finalmente logrado embriagarse, observ a los clientes romper platos con demasiada impaciencia, en la mejor tradicin greco-berlinesa. Al da siguiente, sin gran planificacin previa, comenz una novela sobre una familia juda de Berln que ha huido a Israel y luego ha vuelto a desarraigarse, incapaz de ponerse de acuerdo con lo que se estaba haciendo en nombre de Sin. Pero cuando mir lo que haba estado pergeando, confi sus notas a la papelera primero, y luego, por razones de seguridad, al fuego del hogar. Un nuevo hombre de la embajada en Bonn fue a visitarle, y le dijo que era el remplazante del ltimo hombre: si necesita comunicar con Jerusaln o cualquier otra cosa, pregunte por m. Sin poder contenerse, aparentemente, Becker se embarc en una provocativa discusin con l acerca del Estado de Israel. Y termin con una pregunta sumamente ofensiva, algo que haba entresacado de los escritos de Arthur Koestler y adaptado a su propia preocupacin:

-En qu nos vamos a convertir? -dijo-. En una patria juda o en un pequeo y horrible Estado espartano?

El nuevo hombre era de mirada dura y careca de imaginacin, y la pregunta, evidentemente, le enfad sin que hubiese comprendido su significado. Dej algo de dinero y su tarjeta: segundo secretario, comercial. Pero, lo que era ms importante, dej una nube de incertidumbre tras de s, nube que la llamada telefnica de Kurtz, en la maana siguiente, pretenda disipar.

-Qu diablos ests tratando de decirme? -pregunt brutalmente, en ingls, tan pronto como Becker hubo levantado el auricular-. Vas a empezar a enlodar el nido; entonces ven a nuestro pas, donde nadie te presta la menor atencin.

-Cmo est ella? -dijo Becker.

Quiz la respuesta de Kurtz fuera deliberadamente cruel, porque la conversacin tuvo lugar cuando se hallaba en su peor momento.

-Frankie est muy bien. Bien psquicamente, bien de aspecto, y, por alguna razn que se me escapa, te sigue amando. Elli le habl hace unos das y tiene la clara impresin de que ella no considera obligatorio el divorcio.

-No se supone que los divorcios sean obligatorios.

Pero, como de costumbre, Kurtz tena una respuesta: -Los divorcios no se suponen; punto y aparte.

-Entonces, cmo est ella? -repiti Becker, enrgicamente.

Kurtz tuvo que refrenar su temperamento antes de replicar.

-Si estamos hablando de una amiga comn, se encuentra bien de salud, se est curando, y no quiere volver a verte nunca y que te conserves joven para siempre! -Kurtz termin con un grito desaforado y colg.

Esa misma noche llam Frankie -Kurtz debe de haberle dado el nmero por despecho-. El telfono era el instrumento de Frankie. Otros pueden tocar el violn, el arpa, o el shofar, pero para Frankie siempre era el telfono.

Becker la escuch durante bastante rato. La escuch sollozar, en lo cual era incomparable; escuch sus halagos y sus promesas.

-Ser lo que t quieras que sea -dijo-. Dmelo, y lo ser.

Pero la ltima cosa que hubiese deseado Becker era inventar a nadie.

No mucho despus, Kurtz y el psiquiatra decidieron que haba llegado la hora de devolver a Charlie al agua.

El espectculo se llamaba Un ramillete de comedia, y el teatro, como otros que haba conocido, serva a la vez como Instituto Femenino y como escuela de arte dramtico, e indudablemente tambin como colegio electoral en tiempo de votaciones. Era una pieza vil y un teatro vil, y lleg en el momento ms bajo de la decadencia de la muchacha. La sala tena techo de cinc y un suelo de madera, y cuando ella daba un golpe con el pie, nubes de polvo se elevaban de entre las tablas. Haba comenzado por representar slo papeles trgicos, porque, tras mirarla con inquietud, Ned Quilley haba dado por supuesto que la tragedia era lo que ella prefera; y lo mismo, por sus propios motivos, haba concluido Charlie. Pero pronto descubri que los papeles serios, si es que significaban algo para ella, la superaban: lloraba o sollozaba en los momentos ms absurdos, y varias veces tuvo que inventar un mutis para recobrarse.

Sin embargo, era ms frecuente que fuese la irrelevancia de sus parlamentos lo que la aplastaba; ya no tena estmago -ni, lo que es peor, comprensin- para lo que pasaba por ser dolor en la sociedad de clase media occidental. De modo que la comedia lleg a ser, finalmente, su mejor mscara, y gracias a ella haba visto alternarse sus semanas entre Sheridan y Priestley y los ms recientes genios modernos, cuyos productos se describan en el programa como un souffl resplandeciente de incisiva inteligencia. Lo haban representado en York, pero, gracias a Dios, se haba evitado entrar en Nottingham; lo haban representado en Leeds y en Bradford y en Huddersfield y en Derby; y Charlie an no haba visto elevarse el souffl ni resplandecer la inteligencia, porque en su imaginacin pasaba por sus parlamentos como un boxeador aturdido por los golpes, que debe sufrir el castigo o sucumbir para salvarse.

Durante todo el da, cuando no estaba ensayando, vagaba como un paciente en la sala de espera de un mdico, fumando y leyendo revistas. Pero esa noche, cuando el teln se alz una vez ms, una peligrosa pereza remplaz a su excitacin y le cost enormemente no quedarse dormida. Oa su propia voz alzarse y descender, senta su brazo moverse de este modo, su pie dar aquel paso; call para dar paso a lo que sola ser una carcajada segura, pero en cambio la golpe un incomprensible silencio. A la vez, imgenes del lbum prohibido empezaron a llenar su mente: de la prisin en Sidn y de la fila de madres que esperaban junto al muro; de Fatmeh; del saln de clases del campo durante la noche, donde se grababan las consignas para la marcha; del refugio antiareo, y de los estoicos rostros que la contemplaban, preguntndose si ella tendra la culpa. Y de la mano enguantada de El Jalil dibujando torpemente la forma de los dedos con su propia sangre.

El camerino era comunitario, pero cuando lleg el entreacto, Charlie no se dirigi a l. En cambio, se qued junto a la puerta del escenario que daba al exterior, al aire libre, fumando y tiritando y mirando fijamente la calle de los Midlands, tratando de resolver si deba limitarse a andar y seguir andando hasta caer o ser atropellada por un coche. La estaban llamando por su nombre y oa puertas que se cerraban con violencia y pies que corran, pero el problema pareca ser de ellos, no suyo, y por eso se lo dejaba. Slo un sentido ltimo -muy ltimo- de la responsabilidad la llev a abrir la puerta y a volver a entrar sin darse cuenta.

-Charlie, por el amor de Dios!, Charlie, qu diablos?

El teln se levant y se encontr una vez ms en escena. Sola.

Un largo, divertido monlogo, mientras Hilda se sienta al escritorio de su marido y escribe una carta a su amante: a Michel, a Joseph. Una vela encendida junto a su codo y en un minuto abrira el cajn del escritorio en busca de otra hoja de papel, para encontrar -Oh, no!- la carta de su esposo a la amante. Comenz a escribir y estuvo en el motel de Nottingham; mir la llama de la vela y vio el rostro de Joseph brillando al otro lado de la mesa en la taberna de las afueras de Delfos. Volvi a mirar y era El Jalil, cenando con ella en la mesa de troncos de la casa de la Selva Negra. Estaba recitando su texto y, milagrosamente, no era el de Joseph, ni el de Tayeh, ni el de El Jalil, sino el de Hilda. Abri el caan del escritorio y meti en l una mano, fall un movimiento, sac una pgina manuscrita con aire confundido, la levant y devolvi la mirada al pblico. Se puso en pie y, con una expresin de creciente incredulidad, avanz hacia la parte anterior del escenario y empez a leer en voz alta Qu cara divertida, tan llena de ingeniosas contra rreferencias! En un minuto, su esposo, John, entrara por la izquierda, enfundado en su batn, se acercara al escritorio, y leera la carta de ella, inconclusa, a su propio amante. En un minuto habra un entrecruzamiento an ms gracioso de las dos cartas, y el pblico se revolcara en el delirio, que se trocara en xtasis cuando los dos amantes engaados, excitado cada uno por las infidelidades del otro, se reunieran en un lujurioso abrazo. Oy entrar a su marido, y se fue el motivo para que ella levantara la voz: la indignacin remplaza a la curiosidad a medida que Hilda lee. Aferr la carta con ambas manos, se volvi y dio dos pasos al frente con la finalidad de no ocultar a John.