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– Me llevo un kilo. No. Que sean dos. Song.

Se desprende de una bolsita de cáñamo llena de dinero sin molestarse en regatear. Pidiera lo que pidiese la mujer, siempre sería demasiado poco. Los milagros no tienen precio. Basta un solo gen resistente a las plagas calóricas o capaz de aprovechar el nitrógeno con más eficacia para que los beneficios se disparen. Pasear la mirada por el mercado sería suficiente para ver que esa es una verdad que se respira en el ambiente. Los callejones son un hervidero de thais que lo compran todo, desde versiones modificadas de arroz U-Tex hasta gallinas de la variedad bermellón. Pero todos esos avances son cosa del pasado, basados en los antiguos trabajos de piratería genética de AgriGen, PurCal y Total Nutrient Holdings. Frutos de la ciencia de antaño, manufacturados en las entrañas de los laboratorios de investigación de Midwest Compact.

El ngaw es distinto. El ngaw no proviene del Medio Oeste. El reino de Tailandia ha demostrado ser más listo que muchos de sus competidores y prospera mientras países como la India, Birmania y Vietnam se derrumban como fichas de dominó, muriéndose de hambre y mendigando las sobras de los avances científicos de los monopolios calóricos.

Unos pocos curiosos se detienen a examinar la compra de Anderson, pero aunque él crea haber encontrado una ganga, al parecer los demás consideran el precio desorbitado y pasan de largo.

A Anderson le cuesta reprimir una carcajada de entusiasmo cuando la mujer le entrega por fin los ngaw. No debería existir ni una sola de estas bolitas peludas; lo mismo podría estar sopesando una bolsa llena de trilobites. Si sus suposiciones sobre el origen del ngaw son correctas, la mera presencia de este fruto representa un desafío a la extinción tan fabuloso que solo se podría comparar con ver un tiranosaurio paseándose entre los coches por Thanon Sukhumvit. Claro que lo mismo se puede decir de las patatas, los tomates y los pimientos que llenan el mercado, apilados en esplendorosa abundancia, un despliegue de solanáceas fecundas como hacía generaciones que no se veía. En esta ciudad asfixiada, todo parece posible. Las frutas y las verduras vuelven de la tumba, en las avenidas se abren flores extintas y, detrás de todo ello, el Ministerio de Medio Ambiente obra milagros con el material genético de generaciones perdidas.

Cargando con su bolsa de fruta, Anderson se abre paso hasta la calle principal en la que desemboca el soi. Allí lo recibe un tráfico torrencial, los madrugadores que se dirigen a sus lugares de trabajo convierten Thanon Rama IX en un Mekong crecido. Bicicletas y rickshaws, búfalos de color negro azulado y gigantescos megodontes de paso bamboleante.

Ante la llegada de Anderson, Lao Gu emerge de la sombra de una destartalada torre de oficinas, pellizcando con cuidado la punta de un cigarro para apagarlo. Más solanáceas. Están en todas partes. En el resto del mundo brillan por su ausencia, pero aquí su abundancia es inconmensurable. Lao Gu guarda el resto del tabaco en un bolsillo de su camisa raída mientras se adelanta a Anderson, trotando camino de su rickshaw de pedales.

El anciano chino no es más que un espantapájaros cubierto de harapos, pero aun así puede considerarse afortunado. Sigue con vida, cuando la mayoría de su pueblo está muerto. Tiene un empleo, mientras que otros camaradas malayos, refugiados igual que él, se hacinan como pollos de sacrificio en las sofocantes torres de la Expansión. El esqueleto de Lao Gu está recubierto de músculos fibrosos y su dinero le permite fumar cigarrillos Singha. Para el resto de los expatriados tarjetas amarillas, es afortunado como un rey.

Lao Gu monta a horcajadas en el sillín y espera pacientemente mientras Anderson trepa hasta el asiento del pasajero a su espalda.

– Al despacho -dice Anderson-. Bai khap. -Y en chino, a continuación-: Zou ba.

El anciano se pone de pie en los pedales, y se sumergen en el tráfico. A su alrededor, los timbres de las bicicletas suenan como alarmas de cibiscosis, irritados por la obstrucción. Lao Gu hace oídos sordos y se adentra más aún en la marea de tráfico.

Anderson hace ademán de coger otro ngaw, pero se contiene. Debería dosificarlos. Son demasiado valiosos para engullirlos como un chiquillo glotón. Los thais han descubierto otra manera de desenterrar el pasado, y a él solo se le ocurre ponerse a devorar las pruebas. Tamborilea con los dedos en la bolsa de fruta, esforzándose por controlar el impulso.

Con ánimo de distraerse, saca su cajetilla de tabaco y enciende un cigarro. Da una chupada y paladea la tibieza del humo mientras rememora la sorpresa que lo asaltó al enterarse por primera vez del éxito cosechado por el reino de Tailandia, de lo extendidas que estaban las solanáceas. Fumar hace que se acuerde también de Yates, y de la desilusión pintada en su rostro mientras una nube de historia resucitada enturbiaba la distancia que los separaba.

– Solanáceas.

La cerilla llameó en la penumbra de las oficinas de SpringLife, tiñendo de rojo los rasgos de Yates mientras este acercaba el fuego a un cigarrillo y aspiraba con fuerza. El papel de arroz crepitó. La punta refulgió y Yates exhaló una estela de humo hacia el techo, donde los ventiladores de manivela jadeaban en su batalla contra el calor que convertía el despacho en una sauna.

– Berenjenas. Tomates. Pimientos. Patatas. Jazmines. Nicocianas. -Levantó el esbelto cilindro y enarcó una ceja-. Tabaco.

Con los párpados entornados frente al resplandor del cigarrillo, inhaló de nuevo. A su alrededor, las mesas en sombra y los ordenadores a pedales de la empresa guardaban silencio. Por la noche, cuando la fábrica cerraba sus puertas, cabía al menos la posibilidad de tomar los escritorios desiertos por algo más que la topografía de un fracaso. Los obreros podrían haber vuelto a sus hogares para recuperar fuerzas con las que afrontar otra jornada de intenso trabajo. Las sillas cubiertas de polvo y los ordenadores a pedales desmentían esa teoría, pero en la penumbra, con el mobiliario envuelto en sombras y la luz de la luna filtrándose con delicadeza entre los postigos de caoba, aún cabía imaginar lo que podría haber sido.

Los ventiladores de manivela seguían girando despacio sobre sus cabezas; las correas laosianas engranadas en el techo emitían chirridos acompasados mientras extraían un reguero constante de energía cinética de los muelles percutores centrales de la fábrica.

– Los thais han tenido suerte en los laboratorios -dijo Yates-, y ahora tú. Si fuera supersticioso, pensaría que te conjuraron con sus tomates. Según tengo entendido, todos los organismos necesitan un depredador.

– Deberías haber informado de los avances que estaban haciendo -dijo Anderson-. Esta fábrica no era tu única responsabilidad.

Yates hizo una mueca. Su rostro era un muestrario de los estragos del trópico. Los vasos capilares rotos dibujaban un mapa de afluentes rosados en las mejillas y surcaban la nariz de patata. Sin apartarse de Anderson, los acuosos ojos azules pestañearon, tan empañados como el aire cargado de estiércol de la ciudad.

– Sabía que terminarías robándome el puesto.

– No es nada personal.

– No, tan solo el trabajo de toda una vida. -Se echó a reír con un cascabeleo seco que recordaba los primeros síntomas de la cibiscosis. Aquel sonido habría bastado para que Anderson buscara cualquier excusa para salir de la habitación si no hubiese sabido que Yates, como todos los empleados de AgriGen, estaba vacunado contra las nuevas variedades-. Construir esto me ha llevado años -dijo Yates-, y tú me vienes con que no es nada personal.

Indicó las ventanas de observación del despacho, que daban a la planta de manufacturación.

– Puedo enseñarte muelles percutores del tamaño de un puño que contienen un gigajulio de energía. La relación entre el peso y la capacidad es cuatro veces superior a la de cualquier otro muelle del mercado. Estoy a punto de revolucionar el concepto de almacenamiento de energía, y tú quieres tirarlo todo a la basura. -Se inclinó hacia delante-. Es la forma de energía más portátil desde la gasolina.