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– Pero solo si puedes producirla.

– Estamos muy cerca -insistió Yates-. Los tanques de algas, nada más. Esa es la única pega.

El silencio de Anderson animó a Yates a continuar:

– El concepto básico es sólido. Cuando los tanques empiecen a producir en cantidades suficientes…

– Deberías habernos informado en cuanto viste las primeras solanáceas en el mercado. Los thais llevan al menos cinco temporadas cultivando patatas con éxito. Es evidente que disponen de un banco de semillas, y sin embargo no nos dijiste nada.

– No compete a mi departamento. Me encargo del almacenamiento de energía, no de la producción.

Anderson resopló.

– ¿De dónde piensas sacar las calorías necesarias para activar tus cacareados muelles percutores si se malogra una cosecha? La roya ha empezado a mutar cada tres temporadas. Los piratas genéticos se divierten accediendo a nuestros diseños para TotalNutrient Wheat y SoyPRO. Solo el sesenta por ciento de la última variedad de HiGro Corn que produjimos ha sobrevivido al gorgojo, y ahora resulta que estás sentado encima del equivalente genético a una mina de oro. La gente se muere de hambre…

Yates se echó a reír.

– No me hables de salvar vidas, que ya vi lo que pasó con el banco de semillas en Finlandia.

– No fuimos los únicos que volamos las cámaras acorazadas. Nadie se imaginaba que los fineses pudieran ser tan fanáticos.

– Cualquier memo a pie de calle podría haberlo previsto. La fama de las fábricas de calorías las precede.

– No era mi operación.

Yates volvió a carcajearse.

– Qué excusa más socorrida, ¿verdad? La empresa se mete donde le da la gana y todos nos quedamos al margen, nos lavamos las manos y hacemos como si no fuéramos responsables de nada. La empresa saca SoyPRO del mercado birmano y todos miramos para otro lado, alegando que dirimir disputas derivadas de la propiedad intelectual no es competencia de nuestro departamento. -Dio una calada al cigarrillo, expulsó el humo-. La verdad, no me explico cómo los tipos como tú conseguís dormir por las noches.

– Muy sencillo. Antes de acostarme rezo a Noé y a san Francisco de Asís, y doy gracias a Dios por seguir estando un paso por delante de la roya.

– Bueno, entonces, ¿qué? ¿Vais a cerrar la fábrica?

– No. Claro que no. La producción de muelles percutores está asegurada.

– ¿Sí? -Yates se inclinó hacia delante, esperanzado.

Anderson se encogió de hombros.

– Como cortina de humo no tiene precio.

La brasa del cigarrillo llega a los dedos de Anderson, que deja caer la colilla en medio del tráfico y frota el pulgar chamuscado contra el dedo índice mientras Lao Gu sigue pedaleando por las calles congestionadas. Bangkok, la Ciudad de los Seres Divinos, fluye por su lado.

Los monjes se defienden del sol con paraguas negros mientras pasean sus hábitos azafranados por las aceras. Por todas partes revolotean enjambres de niños que se empujan, ríen y gritan camino de los colegios religiosos. Los vendedores ambulantes extienden los brazos cargados de las guirnaldas de damasquinas que constituyen la ofrenda de moda en los templos, y las manos llenas de amuletos tan rutilantes como venerables son los monjes que los han bendecido, talismanes cuyo efecto protector abarca desde la infecundidad hasta el hongo sarnoso. Los puestos de comida humean y sisean envueltos en los vapores del aceite de freír y el pescado fermentado, mientras los cheshires enmadejan sus siluetas titilantes alrededor de los tobillos de los clientes y maúllan con la esperanza de que les caiga algún despojo.

En lo alto se ciernen las torres de la antigua Expansión de Bangkok, embozadas en mantos de hiedra y moho, con las ventanas rotas por las explosiones tiempo ha, roídos a conciencia sus gigantescos esqueletos. Sin aire acondicionado ni ascensores que las vuelvan habitables, se yerguen ampollándose al sol. Por sus poros escapan las características humaredas negras que produce el fuego alimentado con estiércol ilegal, delatando el emplazamiento de refugiados malayos que se apresuran a escaldar los chapatis y hervir el kopi antes de que los camisas blancas tengan ocasión de irrumpir en las sofocantes alturas y los vapuleen como castigo por la infracción.

Los refugiados de la guerra del carbón, llegados del norte, se postran con las manos elevadas al cielo en medio del tráfico y proclaman con asombrosa elegancia la necesidad que los acucia. La marea de bicicletas, rickshaws y megodontes se abre a su alrededor como el agua en torno a las piedras de un río. El fa’ gan ha dejado la boca y la nariz de los mendigos infestadas de pústulas como cabezas de coliflor. La nuez de areca les tiñe los dientes de negro. Anderson mete una mano en el bolsillo, arroja un puñado de monedas a sus pies y acepta los correspondientes wais de gratitud con un delicado ademán mientras pasa por su lado sin detenerse.

Poco después divisa las paredes y las callejuelas encaladas del polígono industrial farang. Los almacenes y las fábricas se agolpan como el olor a salitre y pescado podrido. A lo largo de los callejones se distribuye una costra de vendedores ambulantes con jirones de lonas y mantas extendidos sobre las cabezas para resguardarse del abrasador asalto del sol. Tras ellos se yergue el sistema de diques y compuertas del rompeolas del rey Rama XII, encargado de contener las embestidas del océano azul.

Es difícil no tener presente en todo momento la presencia de esas altas paredes y la presión del agua que acecha al otro lado. Tanto como imaginar que la Ciudad de los Seres Divinos pueda ser algo más que una catástrofe capaz de desatarse de un momento a otro. Pero los thais son obstinados y siempre han luchado por impedir que la reverenciada ciudad de Krung Thep sea pasto de las olas. Las bombas de carbón, los diques y la confianza ciega que profesan al visionario liderazgo de la dinastía Chakri les han ayudado a mantener a raya hasta la fecha lo que ya ha devorado Nueva York y Rangún, Bombay y Nueva Orleans.

Lao Gu se adentra en una callejuela sin aminorar la marcha y toca el timbre con impaciencia para ahuyentar a los culis que obstruyen la arteria. Sobre sus espaldas marrones se mecen cajas de WeatherAll. El rítmico vaivén de los logotipos de muelles percutores chinos de Chaozhou, mangos antibacterianos de Matsushita y filtros de cerámica para el agua de Bo Lok compone una melodía hipnótica. Las imágenes de las enseñanzas de Buda y los retratos de la venerada Reina Niña conviven en las paredes de las fábricas con carteles pintados a mano en los que se anuncian combates de muay thai ya librados.

El edificio de SpringLife se zafa de la presa del tráfico para elevarse como una fortaleza de altas murallas salpimentadas de gigantescas aspas que giran con parsimonia en los conductos de ventilación de la planta alta. Una fábrica de bicicletas de Chaozhou la imita al otro lado del soi, y entre ambas, tan apretada como una acreción de percebes, se extiende la inevitable aglomeración de tenderetes que no puede faltar a la entrada de ninguna fábrica, donde los trabajadores del interior se dan cita para picar entre horas o durante el almuerzo.

Lao Gu frena en el patio de SpringLife y deposita a Anderson ante las puertas de la entrada principal. Anderson se apea del rickshaw, coge su saco de ngaw y se queda quieto un momento, con la mirada fija en las puertas de ocho metros de ancho que facilitan el acceso de los megodontes. La fábrica tendría que haberse llamado la Locura de Yates. Aquel hombre era un optimista incorregible. Anderson todavía puede oírle defendiendo las bondades de las algas pirateadas, escarbando en los cajones de su escritorio en busca de gráficos y apuntes garabateados mientras protesta: