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«Que el proyecto Tesoro Sumergido fuera un fracaso no les da ningún derecho a prejuzgar mi trabajo. Las algas, debidamente curadas, proporcionan un aumento exponencial en la absorción del momento de torsión. Olvídate de su potencial calórico. Concéntrate en las aplicaciones industriales. Si me das un poco más de tiempo, puedo ofrecerte el mercado de almacenamiento de energía en bandeja. Prueba al menos uno de los muelles de muestra antes de tomar ninguna decisión…»

El clamor de los distintos procesos de producción envuelve a Anderson cuando entra en la fábrica y ahoga los desesperados estertores del optimismo de Yates.

Los megodontes empujan las ruedas de transmisión entre gruñidos de esfuerzo, con las enormes cabezas agachadas, puliendo el suelo con sus trompas prensiles mientras trazan lentos círculos alrededor de los tambores de bobinado. Los animales modificados constituyen el corazón del sistema motriz de la fábrica y proporcionan energía a las cintas transportadoras, los ventiladores y la maquinaria de producción. Sus arneses emiten un tintineo rítmico al compás de cada trabajoso paso adelante. Los cuidadores sindicales caminan junto a las bestias vestidos de rojo y dorado, dándoles órdenes, relevándolas de vez en cuando, animando a los animales derivados del elefante para que persistan en su empeño.

En la otra punta de la fábrica, la cadena de producción excreta muelles percutores recién empaquetados, que envía primero a Control de Calidad y después a Embalaje, donde se montan en palés en previsión del hipotético momento en que estarán listos para ser exportados. Ante la aparición de Anderson en la planta, los trabajadores interrumpen la actividad y se deshacen en wais, juntando las palmas de las manos y llevándoselas a la frente en una oleada de deferencia que se propaga por toda la línea.

Banyat, el encargado de Control de Calidad, se acerca corriendo y ensaya una reverencia.

Anderson le corresponde con un wai sucinto.

– ¿Qué tal es la calidad?

Banyat sonríe.

– Dee khap. Buena. Mejor. Venga, mire. -Hace un gesto y Num, el capataz de día, toca la campana de advertencia que anuncia el alto de toda la cadena. Por señas, Banyat le indica a Anderson que lo siga-. Algo interesante. Le gustará.

Anderson esboza una sonrisa forzada, dudando que Banyat tenga algo realmente agradable que contarle. Saca un ngaw de la bolsa y se lo ofrece al encargado de Control de Calidad.

– ¿Progresos? ¿En serio?

Banyat asiente con la cabeza mientras acepta la fruta. Le echa un somero vistazo y empieza a pelarla. Se mete el corazón translúcido en la boca. No da muestras de sorpresa. No reacciona de forma especial. Se limita a comerse la condenada cosa sin darle mayor importancia. Anderson tuerce el gesto. Los farang siempre son los últimos en enterarse de cualquier novedad que se produzca en el país, circunstancia en la que a Hock Seng le gusta hacer hincapié cuando su mente paranoica comienza a sospechar que Anderson se propone despedirlo. Lo más probable es que Hock Seng también esté ya al corriente de la existencia de esta fruta, o fingirá estarlo cuando le pregunte.

Banyat tira el carozo a un bidón lleno de comida para megodontes y guía a Anderson cadena abajo.

– Arreglamos un problema con la troqueladora -informa.

Num vuelve a tocar la campana de advertencia y los trabajadores regresan a sus puestos. Al tercer tañido, el mahout del sindicato golpea a los animales que están a su cuidado con un látigo de fibras de bambú y los megodontes aminoran el paso hasta detenerse pesadamente. La cadena de producción se ralentiza. En la otra punta de la fábrica, los tambores de los muelles percutores industriales chasquean y chirrían cuando los volantes de inercia de la fábrica vierten en su interior la energía almacenada, la sustancia que reactivará la cadena cuando Anderson haya terminado la inspección.

Banyat conduce a Anderson por la línea silenciada, pasa junto a más trabajadores uniformados de verde y blanco, que le dedican más wais, y aparta las cortinas de polímero de aceite de palma que señalan la entrada de la sala de refinado. Aquí, el hallazgo industrial de Yates es rociado con glorioso abandono para cubrir los muelles percutores con el residuo de serendipia genética. Las mujeres y los niños allí presentes, con el rostro cubierto por mascarillas de triple filtro, levantan la cabeza y se quitan la protección respiratoria para saludar con profundos wais al hombre que les da de comer. Regueros de sudor y polvillo blanco surcan sus caras. Tan solo la piel alrededor de la boca y la nariz permanece oscura, allí donde los filtros la han resguardado.

Banyat y él cruzan el extremo más alejado y se adentran en el infierno sofocante de las salas de troquelado. Las lámparas térmicas resplandecen de energía y el hedor a marisma de las algas de cría impregna el aire. Hileras de paneles de secado se extienden hasta el techo, embadurnadas de ristras de algas modificadas que gotean, se marchitan y se convierten en una pasta negruzca con el calor. Los sudorosos técnicos de la cadena han reducido su atuendo a lo más imprescindible: pantalón corto, camiseta de tirantes y casco de protección. Es un auténtico horno, pese al silbido de los ventiladores de manivela y los generosos sistemas de ventilación. El cuello de Anderson se cubre de regueros de sudor. Su camisa queda empapada al instante.

Banyat señala.

– Ahí. Mire. -Pasa el dedo por una barra de corte desmontada y tendida junto a la cadena principal. Anderson se arrodilla para examinar la superficie-. Óxido -murmura Banyat.

– Creía que eso ya lo habíamos comprobado.

– Agua salada. -La sonrisa de Banyat es incómoda-. El océano está cerca.

Anderson contempla con una mueca las hileras de algas que gotean sobre su cabeza.

– Los tanques de algas y las gradas de secado no ayudan. El que tuvo la idea de usar calor residual para curar esas cosas era un imbécil. «Ahorro de energía», y un cuerno.

Banyat vuelve a sonreír con expresión azorada, pero guarda silencio.

– ¿Habéis reemplazado las herramientas de corte?

– Ahora la fiabilidad es del veinticinco por ciento.

– ¿Tanto? -Anderson asiente con desgana. Apunta con el dedo al encargado de la maquinaria y este llama a gritos a Num, que está al otro lado de la sala de refinado.

La campana de advertencia suena otra vez, y las prensas y las lámparas térmicas empiezan a refulgir cuando la electricidad irrumpe en el sistema. Anderson se aparta del repentino aumento de calor. Las prensas y las lámparas térmicas consumen carbono por valor de quince mil baht cada vez que se encienden, una parte del presupuesto de carbono total del reino que a este no le importa compartir con SpringLife por un nada módico precio. La manipulación del sistema por parte de Yates fue ingeniosa y permite que la fábrica emplee la cantidad de carbono asignada al país, pero el gasto que representan los inevitables sobornos sigue siendo exorbitante.

Los volantes de inercia principales comienzan a girar y la fábrica se estremece cuando los engranajes subterráneos entran en acción. Las tablas del suelo vibran. La energía cinética se propaga por todo el sistema como una inyección de adrenalina, un cosquilleo que anticipa la electricidad que está a punto de verterse en la cadena de producción. Un megodonte da barritos en señal de protesta y es obligado a callar a latigazos. El chirrido de los volantes de inercia se convierte en aullido antes de cesar de golpe cuando los julios irrumpen en tromba en el sistema motriz.

La campana del encargado de la línea vuelve a tañer. Los trabajadores dan un paso al frente para alinear las herramientas de corte. Están produciendo muelles percutores de dos gigajulios, y lo reducido de su tamaño requiere manipular las máquinas con más cuidado de lo habitual. Cadena abajo se inicia el proceso de bobinado, y la troqueladora, con sus hojas de precisión recién reparadas, sisea al elevarse sobre los pistones hidráulicos.