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– Tendría que haber una lista por alguna parte. Estoy seguro de que me avisaste de su llegada. -Levanta la cabeza-. Cuanto más lo pienso, más seguro estoy de que no deberíamos tener ningún problema de contaminación. No si el equipo nuevo pasó el control de aduanas y ya está instalado.

Hock Seng no responde. Sigue tecleando como si no hubiera oído nada.

– ¿Hock Seng? ¿Se te olvidó contarme algo?

Los ojos de Hock Seng permanecen fijos en el fulgor ceniciento del monitor. Anderson espera. Solo el rítmico chirrido de los ventiladores de manivela y el tabaleo del pedal de Hock Seng rompen el silencio.

– No hay ningún manifiesto -reconoce por fin el anciano-. El cargamento todavía está en la aduana.

– Se supone que debía salir la semana pasada.

– Siempre se producen retrasos.

– Me dijiste que esta vez no habría ningún problema -insiste Anderson-. Estabas seguro de ello. Me dijiste que te encargarías de acelerar el proceso personalmente. Te di dinero de sobra para ello.

– Los thais miden el tiempo a su manera. Quizá llegue esta tarde. Quizá mañana. -Hock Seng compone un gesto que podría pasar por una sonrisa-. Son unos holgazanes, no como los chinos.

– ¿Pagaste los sobornos? Se supone que los del Ministerio de Comercio iban a recibir una parte para apaciguar al inspector camisa blanca que tienen a sueldo.

– Los pagué.

– ¿Todo?

Hock Seng levanta la cabeza con los párpados entornados.

– Pagué.

– ¿No les diste la mitad y te quedaste con el resto?

Hock Seng suelta una risita nerviosa.

– Por supuesto que lo pagué todo.

Anderson observa al tarjeta amarilla un momento más, intentando determinar su sinceridad, antes de rendirse y soltar los papeles. Ni siquiera está seguro de por qué se preocupa, pero le molesta que el viejo crea que puede engañarle con tanta facilidad. Contempla de reojo la bolsa de ngaw. Tal vez Hock Seng presienta que la fábrica desempeña un papel muy secundario… Se obliga a arrinconar esa idea y vuelve a presionar al anciano.

– Entonces, ¿mañana?

Hock Seng inclina la cabeza.

– Creo que es lo más probable.

– Esperaré sentado.

Hock Seng no reacciona ante el sarcasmo. Anderson se pregunta si lo habrá entendido siquiera. El hombre habla inglés con una facilidad asombrosa, pero de vez en cuando se topan con barreras lingüísticas cuyas raíces parecen estar más hundidas en la cultura que en el vocabulario.

Anderson vuelve a concentrarse en el papeleo. Formularios fiscales por aquí. Cheques por allá. Los trabajadores cuestan el doble de lo que deberían. Otro de los problemas de tratar con el reino. Mano de obra tailandesa para empleos tailandeses. Las calles están llenas de refugiados tarjetas amarillas que se mueren de hambre, pero no puede contratarlos. En teoría, Hock Seng debería estar en las colas del paro, tan acuciado por la inanición como los demás supervivientes del Incidente. Sin sus dotes especiales para los idiomas y la contabilidad, y sin la indulgencia de Yates, habría perecido ya.

Anderson se detiene al llegar a un sobre nuevo. Está dirigido a él, personalmente, pero como era de esperar, el lacre está roto. A Hock Seng le cuesta horrores respetar la inviolabilidad del correo ajeno. Es un problema que han discutido en repetidas ocasiones, pero aun así el anciano sigue cometiendo «errores».

Dentro del sobre, Anderson encuentra una pequeña tarjeta de invitación. Raleigh sugiere que se reúnan.

Anderson da unos golpecitos con la tarjeta encima de la mesa, contemplativo. Raleigh. Un resto del naufragio de la antigua Expansión. Un viejo pedazo de madera de deriva que llegó con la marea alta, cuando el petróleo era barato y se podía dar la vuelta al mundo en cuestión de horas en vez de semanas.

Cuando las ruedas del último jumbo se levantaron de las pistas inundadas de Suvarnabhumi, Raleigh lo vio partir hundido hasta las rodillas en las aguas marinas que no dejaban de subir. Se fue a vivir con sus novias, y cuando estas murieron buscó otras nuevas, forjando una vida de limoncillo, baht y opio de la mejor calidad. Si las historias que cuenta son ciertas, ha sobrevivido a golpes y contragolpes de Estado, a plagas de calorías y a hambrunas. En la actualidad, el viejo reposa como un sapo cubierto de verrugas en su «club» de Ploenchit, sonriendo complacido mientras instruye a los extranjeros recién llegados en las artes perdidas de la depravación pre-Contracción.

Anderson tira la tarjeta encima de la mesa. Sean cuales sean las intenciones del viejo, la invitación parece inofensiva. Raleigh no ha conseguido vivir tanto tiempo en el reino sin desarrollar cierto nivel de paranoia. Anderson observa de soslayo a Hock Seng y sonríe ligeramente. Los dos harían una pareja perfecta: dos almas expatriadas, dos hombres lejos del país que los vio nacer, supervivientes ambos gracias al ingenio y la paranoia…

– Si no vas a hacer nada aparte de ver cómo trabajo -refunfuña Hock Seng-, el Sindicato de Megodontes solicita una renegociación de las tarifas.

Anderson echa un vistazo a los gastos apilados encima del escritorio.

– Dudo que sean tan educados.

La pluma de Hock Seng se detiene en el aire.

– Los thais siempre son educados. Incluso cuando amenazan.

El megodonte de la planta de abajo vuelve a chillar.

La mirada que Anderson le dedica a Hock Seng habla por sí sola.

– Supongo que eso te da algo con lo que regatear cuando llegue la hora de despedir al mahout Número Cuatro. Diablos, a lo mejor dejo de pagarles hasta que se libren de ese cabrón.

– El sindicato es poderoso.

Anderson da un respingo cuando otro alarido sacude la fábrica.

– ¡E imbécil! -Echa un vistazo de reojo a las ventanas de observación-. ¿Qué demonios le están haciendo a ese animal? -Le hace una seña a Hock Seng-. Ve a mirar.

Hock Seng parece a punto de empezar a discutir, pero Anderson lo fulmina con la mirada. El anciano se pone de pie.

Un ensordecedor trompetazo de protesta interrumpe cualquiera que fuese la queja que el anciano se disponía a formular. Las ventanas de observación tiemblan violentamente.

– ¿Qué de…?

Otro barrito estremece el edificio, seguido de una estridencia mecánica: el tren de alimentación, sacudiéndose. Anderson se levanta de la silla de un salto y corre a la ventana, pero Hock Seng llega antes que él. El anciano se queda mirando fijamente al otro lado del cristal, boquiabierto.

Unos ojos amarillos del tamaño de bandejas se elevan al nivel de la ventana de observación. El megodonte se tambalea, erguido sobre las patas traseras. Los cuatro colmillos de la bestia han sido serrados por seguridad, pero sigue siendo un monstruo de cuatro metros y medio hasta la cruz, diez toneladas encabritadas de músculo y rabia. Tira de las cadenas que lo sujetan a la rueda de transmisión. Levanta la trompa, exponiendo unas fauces cavernosas. Anderson se tapa las orejas con las manos.

El grito del megodonte atraviesa el cristal como un mazazo. Anderson cae de rodillas, conmocionado.

– ¡Dios! -Le pitan los oídos-. ¿Dónde está ese mahout?

Hock Seng sacude la cabeza. Anderson ni siquiera está seguro de que el hombre le haya oído. Él mismo percibe los sonidos amortiguados y lejanos. Llega trastabillando a la puerta y la abre de golpe en el preciso instante en que el megodonte cae a plomo encima de la Rueda Cuatro. El tambor se hace pedazos. Una lluvia de fragmentos de teca sale disparada en todas direcciones. Anderson se encoge cuando las astillas pasan volando por su lado y los alfilerazos le encienden la piel.

Abajo, los mahouts se apresuran a desencadenar a las bestias para alejarlas a rastras del animal enloquecido, vociferando órdenes de aliento, imponiendo su voluntad a los descomunales paquidermos. Los megodontes zarandean la cabeza y protestan, rebelándose contra su adiestramiento, abrumados por el impulso instintivo de socorrer a su primo. El resto de los trabajadores thais huye en busca de la seguridad que ofrece la calle.