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Incluso una niña mitad francesa, mitad española que vivía en Carabanchel sabía por aquel entonces quién era la autrichienne. Así se referían todos en Francia a la tan odiada reina María Antonieta, a quien apodaban despectivamente «la austríaca». Nada comparable con los epítetos que le dedicarían apenas unos años más tarde tras la caída de la Bastilla, es cierto; pero, aun así, a principios de la década de 1780 eran ya muchas las habladurías que corrían de boca en boca hasta llegar a aquel remoto lugar cercano a Madrid. Se contaba, por ejemplo, que la austríaca había convertido al buen rey Luis en un cocu, que dicho en francés suena más gentil aunque significa lo mismo que en españoclass="underline" cornudo. Que gastaba fortunas en los tapetes de juego y que era adicta a otros pasatiempos de carácter erótico; juegos y correrías que compartía no sólo con un bello militar sueco, el conde Fersen, del que todos hablaban como su amante oficial, sino también con algunas de las damas de su séquito, como la duquesa de Polignac o la princesa de Lamballe.

Pero de lo que más se hablaba a mediados de los ochenta era de un asunto que muchos años más tarde el propio Napoleón señalaría en sus memorias como el comienzo de la Revolución francesa. «Fue sin duda el affaire del collar de la Reina lo que preparó el camino de los reyes hacia la guillotina, su paso hacia la muerte». Así me lo dijo él mismo un día cuando aún éramos los mejores amigos.

***

El escandaloso affaire del collar de la Reina… Aquélla sí que fue una curiosa historia apta incluso para llegar a mis oídos infantiles. Por eso Mademoiselle, que pertenecía a una empobrecida familia de pequeños nobles bretones y que seguía a distancia, pero con mucha alarma, la creciente impopularidad de los reyes en su país, me lo contó en su día con todo lujo de detalles. Tenía yo entonces sólo once años, pero ya soñaba con ser una gran dama.

— Has de saber, niña–me confió una noche durante el largo rato que dedicaba a cepillarme el pelo antes de irnos a la cama-, que de todos los pecados que se le imputan a la autrichienne hay uno del que es completamente inocente. Pero aun así, muchos disgustos nos va a traer a todos los franceses, me temo.

— ¿Las reinas también pecan, Mademoiselle? — pregunté yo abriendo mucho los ojos e imaginando en el espejo cómo sería llevar encima de la cabeza uno de esos enormes peinados de moda en París en forma de carabela o de velero.

Mademoiselle no se dignó contestar a mi pregunta. Demasiado ocupada estaba en cepillarme el pelo mientras desgranaba su escandalosa narración de intrigas palaciegas.

— Los personajes y elementos de esta curiosa historia son una aventurera que se decía descendiente de Enrique II, un cardenal tan deshonesto como estúpido y un collar demasiado caro incluso para una reina. ¿Quieres oírla?

Yo deseaba preguntarle primero si algo podía ser demasiado caro para una reina, pero no me atreví. Cuando a Mademoiselle se la contrariaba con una pregunta inoportuna, acababa impacientándose y era capaz de darme unos tirones de pelo demasiado violentos. Por otro lado, a mí me complacía mucho lo que estaba viendo en ese momento en el espejo: a mis casi doce años tenía ya una melena de pelo negro bastante larga y desde luego muy bella. No era difícil, por tanto, y recurriendo un poco a la fantasía, imaginarme como una gran dama charlando con su doncella durante la toilette.

— Claro que quiero que me la cuente–dije-. Por favor, Mademoiselle.

— Todo comenzó con un collar de los que antes llamaban una riviére de diamantes. Y una riviére o río, como su propio nombre indica, es un gran collar que se enrosca con un par de vueltas alrededor del cuello y luego cae generosamente sobre el corpiño, llegando hasta la cintura en diferentes cascadas. La riviére de la que estamos hablando, niña, había sido fabricada años atrás por un prestigioso joyero para la favorita del anterior rey, Luis XV, madame du Barry; pero al morir el soberano, el joyero vio cancelado el pedido, con el consiguiente trastorno económico para él. Sabiendo lo acuciado que estaba por vender la pieza, una aventurera de la corte ideó un enrevesado plan para sacar una buena cantidad de dinero y al mismo tiempo quedarse con la joya. Se trataba de la condesa de La Motte, supuesta descendiente del rey Enrique II, que, conocedora de la fama de caprichosa de la Reina, decidió engañar al joyero, implicando de paso a un cardenal, el de Rohan, que desde hacía años deseaba recuperar el favor real que había perdido. ¿Te hago daño, niña? ¿Estoy cepillándote el pelo demasiado fuerte?

Yo, que ya me veía paseando por Versalles junto a la falsa condesa de La Motte y luciendo una gran riviére de diamantes, negué con la cabeza.

— Claro que no, Mademoiselle. Por favor, continúe.

— Una calurosa noche de agosto, una prostituta de nombre Nicole Leguay, disfrazada con un bello y blanco vestido de muselina como los que usaba la Reina, fue introducida por la condesa en el bosquecillo de Venus del palacio de Versalles, uno de los rincones favoritos de María Antonieta. Allí, al abrigo de las sombras, Nicole se encontró con el ansioso cardenal, al que entregó una única rosa blanca. Debes saber, niña, que las citas galantes de este tipo son moda en Versalles y la reputación de la Reina hacía creíble la estratagema, de modo que el cardenal nunca dudó de que no fuera ella. Tampoco le sorprendió que la huidiza dama susurrase sólo una breve frase: «Ya sabéis lo que esto significa», antes de desaparecer veloz tras los arbustos. Ebrio de felicidad por la tan largamente deseada condescendencia, el cardenal entregó a de La Motte una gran suma de dinero.

— Pero ¿por qué, Mademoiselle? ¿Sólo por haber hablado con la Reina?

— No seas impaciente, niña; escucha y verás. El procurar una cita secreta con Su Majestad se cotiza muy alto en Versalles, pero de La Motte decidió ganar aún más. Escribió entonces una carta al cardenal como si fuera la soberana en la que ésta confesaba a Rohan que deseaba comprar, con su ayuda y a espaldas del Rey, aquel famoso collar hecho para madame du Barry. Un noble como Rohan debería haberse dado cuenta de que la carta estaba incorrectamente firmada, «María Antonieta de Francia», cuando las reinas no usan más que su nombre de pila con rúbrica; pero, entusiasmado por que la soberana le pidiera tan delicado favor, no reparó en ello. En realidad, todo era un engaño para quedarse con la joya y relacionar maliciosamente a la Reina con el cardenal, y lo cierto es que se consiguió. Al descubrirse la estafa, todos creyeron que María Antonieta tenía amores con Rohan, puesto que así lo juraba y perjuraba madame de La Motte, quien sostenía que ella sólo había desempeñado un papel de intermediaria entre los dos.

— ¿Cómo es posible, Mademoiselle? ¿No tiene la palabra de una Reina más valor que la de una falsa condesa?

— Ay, niña–suspiró entonces Mademoiselle, tironeándome del pelo más de lo necesario-, qué poco sabes aún de la naturaleza humana. Cuanto más grandes son las mentiras, más fáciles de creer resultan, sobre todo cuando se vierten contra alguien que ha perdido el cariño de la gente, y mucho me temo que la autrichienne