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— Dígame, don Leandro, ¿es verdad eso que dicen de que España y Francia son países de costumbres completamente distintas? ¿Y es verdad también que en la corte de París la moda ahora entre las grandes damas es jugar a pastorcitas, ordeñar vacas y vestirse como las aldeanas e incluso usar bonetes rústicos? Mademoiselle me ha dicho que hasta hace muy poco sucedía todo lo contrario, y que lo que a esas señoras les gustaba eran las ropas ricas y recargadas. También las enormes pelucas de más de cinco palmos de altura.

— No molestes al señor Moratín, hija; bastante tenemos con soportar los calores y el polvo del camino como para que nos marees con tu cháchara.

Era mi madre quien así se quejaba, aferrada a un pañuelito empapado en eau de Cologne. Desde que desapareció tras el horizonte nuestra amada casa de Carabanchel no se había desprendido de tan socorrida prenda, y cada tanto aspiraba su aroma tal como ella suponía que hacían las damas elegantes en los viajes. Bostezó con desgana, se aflojó levemente las cintas del corsé y no dejó de lamentarse con leves jadeos. Sin embargo, en aquel pequeño habitáculo que habría de ser nuestro cobijo por espacio de cinco largos días, ni el señor Moratín ni mucho menos yo prestamos demasiada atención a sus rezongos. Y es que desde mi primera infancia mi madre había sido en la vida de la familia, así como en la del resto de los habitantes de nuestra casa, una presencia muy bella pero también difusa, lejana, que no hacía más que quejarse de una cosa y a continuación de su opuesto. Se quejaba del calor e inmediatamente del frío. De que la comida estaba sosa o bien de que estaba salada. De que nuestro padre le prestaba poca atención o bien de que la importunaba innecesariamente. O, como en esta ocasión, sé quejaba de que las personas que la rodeaban hablaban mucho o, por el contrario, de que pecaban de silenciosas. Yo la miré sin decir nada; otro suspiro, otra vaharada de agua de Colonia. Sólo era cuestión de esperar unos minutos hasta que el traqueteo del carruaje la adormilase un tanto, y eso hicimos el señor Moratín y yo para poder continuar con nuestra charla. Cuando vi que por fin respiraba de forma acompasada, volví con redoblado interés a mis preguntas:

— Dígame, por favor, don Leandro: ¿cómo son entonces las cosas en París? ¿Qué gusta a sus gentes? ¿Qué pasa en esa ciudad de la que todo el mundo habla?

— Pasa, Teresita, que se está muriendo una época y a punto está de alumbrar otra que deberá traer muchas mudanzas. Pero las muertes y los cambios son momentos difíciles, muchas veces peligrosos.

A continuación, el señor Moratín, al compás del traqueteo del coche, me contó cómo las damas de París habían sustituido, de un tiempo a esta parte, sus famosas pelucas por simples bonetes de campesina. Según él, el dato de los adornos capilares no era baladí, pues simbolizaba a la perfección lo que él llamaba «el signo de los tiempos». Yo sabía que en nuestro equipaje mamá llevaba dos de aquellos pelucones que ella suponía el último grito porque así lo aseguraban las publicaciones parisinas que abundaban en nuestra casa de Carabanchel. En alguna de esas revistas yo había leído además que las damas que lucían dichos peinados estrambóticos llamados poufs los llevaban como un signo de estatus social y también para representar circunstancias de sus vidas: la que portaba en la cabeza un gran velero, por ejemplo, era porque su marido comerciaba con el Nuevo Mundo. Un jardín con flores y pájaros vivos en una jaula entrelazada con los cabellos, por su parte, explicaba al profano que la familia de la dama acababa de mudarse a un palacete en las afueras de la ciudad. Y por lo que yo había leído también en aquellas revistas viejas, las damas, al viajar en sus carruajes, se veían obligadas a hacerlo ¡de rodillas! para no estropear sus poufs de altura estrafalaria. No obstante, según el señor Moratín, aquellas publicaciones que había en nuestra casa de Carabanchel estaban más que trasnochadas, porque en la buena sociedad parisina del momento el exceso y el alarde habían dado paso poco a poco a una nueva forma de sensibilidad completamente opuesta.

— Romántica–dijo Moratín, arrugando su nariz picada de viruela en señal de desaprobación-, así la llamo yo.

— ¿Y qué es eso? — pregunté-. No conozco esa palabra, don Leandro.

— Lógico, Teresita, puesto que no existe en castellano, aunque apuesto a que andando el tiempo se hará tan corriente y habitual que hasta una niña como tú la usará con frecuencia. A pesar de ser un concepto muy moderno los ingleses ya lo han incorporado a su diccionario. Ellos definen a una persona romántica como alguien «con tendencia hacia el romance, lo irracional y lo influenciable». Pero es mucho más que eso. De hecho, se trata de una notable corriente de sensibilidad que empieza a recorrer Europa y que en Francia amenaza con convertirse en vendaval, por no decir en catástrofe, Teresita.

— ¿Cómo así? — pregunté-. ¿Y qué tiene eso que ver con que las damas ahora se vistan de campesinas?

Él me miró con lo que me pareció un cierto aire de tristeza.

— Antes de explicarte el verdadero significado de esta palabra–dijo al fin-, y es importante que lo entiendas bien porque ilustra a la perfección lo que está pasando en la tierra a la que nos dirigimos, no me queda más remedio que ir hacia atrás en el tiempo y hacer un poco de historia.

Fue entonces cuando el señor Moratín me explicó que la Historia es como las naves marinas, y que la mejor manera de adivinar hacia dónde van una y otras es voltear la cabeza y ver la estela que dejan a su paso. Luego continuó:

— Francia es un gran país, Teresita, y tuvo, como sabes, o al menos deberías saber por tus libros de estudio, al rey que mejor simbolizaba dicha grandeza: Luis XIV, llamado el Rey Sol. Y si hiciste buen uso de tus libros, sabrás también que de él se cuenta que pronunció una frase que resume exactamente lo que fue su reinado: «El Estado soy yo». Vino a continuación Luis XV, al que apodaban el Bien Amado. Un rey brillante, mujeriego, licencioso y sin duda muy afortunado. Con él Francia vio declinar en parte su poder, pero falleció antes de que la decadencia comenzara siquiera a hacerse visible. Sin embargo, como además de licencioso y mujeriego era un hombre perspicaz, poco antes de morir cuentan que dijo eso tan mentado de «Después de mí, el diluvio». En cuanto a este rey de ahora, Teresita, se comenta que es un buen hombre pero un mal rey, y por experiencia sabemos que es mejor ser lo contrario: un buen rey y un mal hombre, ¿comprendes? Luis XVI lleva sólo once años en el trono, aún es pronto para saber qué frase histórica resumirá su mandato, pero Francia y sus finanzas pasan por un momento muy delicado; me temo que lo acallarán, que no le dejarán decir nada.

Yo, por mi parte, lo que temía, y mucho, era que don Leandro, en vez de hablar de pelucas y bonetes, de modas y costumbres parisinas, que era lo que me interesaba en ese momento, se perdiera por los vericuetos de la Historia. ¿Por qué los mayores nunca pueden contestar una sencilla pregunta sin irse por las ramas?, me decía yo. Y es que a mi edad, esto es, a los doce años, a las niñas se las vestía de damas y se les empezaba a buscar marido, pero desde luego no se las trataba como personas adultas. Pero ¿acaso se trata alguna vez a las mujeres como seres adultos?, cavilaba yo. Tal vez esa forma de ser «romántica» de la que antes hablaba el señor Moratín y los grandes cambios que, según él, se avecinaban en el mundo lograsen que por fin así fuera.

Miré a mi madre. Dormitaba aún y aproveché para intentar reconducir la conversación hacia el tema que había iniciado nuestra charla: los cambios en la forma de vestir, y también de pensar, de las gentes de París. Una inclinación «romántica», había dicho el señor Moratín, pero ¿qué se escondía tras esa palabra que tan bien sonaba a mis oídos y que tan poco parecía agradar a mi nuevo amigo?