Después de decir estas palabras me reí con ganas, pero no de la cara que había puesto Buonaparte al ver interrumpido nuestro paseo, sino de cierto comentario que Rose acababa de susurrarme al oído en un aparte y que describía al recién llegado de una manera muy graciosa. «Vaya, vaya, con qué descaro piensas endosarme a este petit gringalet [7]», me había cuchicheado con ese acento criollo que lograba que todo sonara tanto más ingenioso, y las dos soltamos una carcajada que dejó desconcertado y no del todo contento a nuestro taciturno amigo.
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Mucho se especularía más tarde sobre cómo y dónde se conocieron Napoleón y Josefina, pero fue exactamente así como tuvo lugar aquel histórico encuentro: entreverado de palabras frívolas, sonrisas traviesas y de una carcajada–lo reconozco–algo fuera de tono. Pero ocurrieron más cosas significativas esa noche, como la que voy a relatar. Al cabo de un rato, cuando Barras vino a reclamar la presencia de Rose para una partida de cartas, volví a quedarme a solas con Buonaparte. Entonces le tomé de nuevo el brazo y con el mismo aire desenfadado de antes me lo llevé a un aparte para decirle:
— Mi querido general, estoy muy feliz de que vengáis a mi casa, y los amigos de Barras son, desde luego, mis amigos. Creo por ello que puedo rendiros un pequeño servicio del que nada tiene que saber el resto de los presentes y que seguramente os será muy útil. Me refiero al estado de vuestro uniforme.
— Sí, ciudadana–dijo él enrojeciendo hasta la raíz del pelo e incluso a través de las orejas de perro-. No sé si Barras os ha explicado, pero me encuentro en una situación difícil. Después de un éxito militar no siempre viene otro, y tras la ya lejana hazaña de la toma de Toulon me veo destituido por causas que no hacen al caso. Si estoy en París y en este estado en que me veis, no es por mi gusto. Necesito un traje nuevo, sí. La intendencia me prometió uno, pero no es algo de lo que me guste hablar con una dama…
Entonces yo esbocé mi más amplia sonrisa de Nuestra Señora del Buen Socorro antes de decir:
— Mi general, eso no tiene importancia alguna. Lefebvre, que es quien se ocupa de los tan enojosos asuntos de intendencia, es un gran amigo mío. Os daré una carta para él y os atenderá enseguida. ¡Muy pronto tendréis una casaca y unos culottes nuevos, os lo aseguro!
La samaritana escena terminó con el pequeño general besando mi mano con devoción y agradecimiento por mi generosidad. Sin embargo, ahora, con la perspectiva que da ser más vieja y desde luego mucho más sabia, creo que en ese momento se decidió mi suerte respecto de Napoleón Bonaparte. Él y yo fuimos a partir de entonces grandes amigos, incluso más que eso… Pero mucho me temo que el orgullo de quien pronto sería el hombre más poderoso de su tiempo nunca olvidó que se había visto en una ocasión en la desairada circunstancia de recibir casi una limosna de manos de una mujer como yo. «Nunca sirvas a quien sirvió ni pidas a quien pidió», dice un juicioso refrán de mi tierra, y yo creo que tanta sabiduría requiere otra reflexión en la misma línea: nunca esperes tampoco que los vencedores agradezcan a aquellos que los ayudaron en sus momentos más bajos, porque ellos no gustan de los testigos incómodos. He aquí pues la historia del primer error de Nuestra Señora del Buen Socorro con el futuro amo del mundo. No sería el último, me temo.
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Sin embargo, en ese momento nada de lo antes dicho tenía la más mínima importancia; a mediados de 1795, Napoleón no era más que un petit gringalet y el amo de Francia se llamaba Barras. El 5 de octubre, poco antes de que lo nombraran director, sofocaría (con la ayuda de Bonaparte y a hierro y fuego, dicho sea de paso) una insurrección realista en París, y durante toda la época del Directorio, del que fue pieza clave, Barras conseguiría practicar con verdadero talento el difícil arte de turnarse en aplastar ora a los partidarios de la monarquía, ora a los de la izquierda, logrando mantenerse en el poder contra todos y contra todo. Hay que decir, sin embargo, que la situación general del país no podía ser más penosa. Cada día aparecían cadáveres en el Sena, y desde la insurrección popular ocurrida en Germinal (abril) se hablaba de la lucha entre los «vientres vacíos» del pueblo y los «vientres podridos» de los dirigentes, con Barras a la cabeza. Sí, así era el hombre que compartía mi cama. En la esfera de lo privado, Paul como amante no era ni mucho menos perfecto, y de eso hablaré más adelante, pero en la esfera de lo público nuestra relación era mucho más gratificante, puesto que me permitía continuar ejerciendo las labores de socorro que tanto me satisfacían. Así, tal como había hecho antes con Tallien, yo procuraba utilizar mi influencia con Barras para paliar la desdicha de otros. Sin embargo, reconozco que mis labores caritativas de esa época no puede decirse que estuvieran tan cercanas al pueblo como antes. Encandilada por mi propio personaje y bastante estúpidamente, cometí varios errores. El palacio de Luxemburgo era la nueva corte en la que reinaban los directores. Había cinco, pero ¿a quién le interesaba por ejemplo aquel enano jorobado de nombre La Révelliére–Lépeaux?, ¿o el simiesco y gordo Reubell? ¿Y qué decir de Carnot, tan vulgar y avaro que cuando quería presumir de rumboso como gran cosa invitaba a sus amigos a tomar sopa?, ¿o del insignificante Letourneur? En medio de este cuarteto decadente y muy poco atractivo, Barras destacaba más que nunca. ¡Y qué maravilloso era el escenario en el que resplandecía! Antes de entrar en el palacio podía verse, por ejemplo, una cohorte de magníficos soldados que hacían guardia y que eran todo un símbolo de cuánto habían cambiado los tiempos. Por supuesto, ya no había por ahí tricoteuses, ni sans–culottes, ni ciudadano alguno del pueblo que acechase la entrada de la Asamblea. Ahora lo que podía verse cerca de este centro de poder eran coches elegantes, tílburis o cabriolés de los que se apeaban muscadins y merveilleuses invitados a los salones del todopoderoso director. Y allí, recibiéndolos a todos, presidiendo a la derecha de Barras, estaba yo, Teresa Cabarrús. Muy alejada, por cierto, de Tallien, que prefería quedarse en casa para no ver estos espectáculos, y alejada también de las gentes de la calle, a las que solía sonreír a través de los cristales de mi coche, pero de las que ya no recibía tan cálida respuesta. En principio, no le di importancia; al fin y al cabo, tenía buena conciencia, puesto que continuaba con mis labores de buen socorro, pero mucho me temo que éstas no estaban bien elegidas. Empleé mucha energía, por ejemplo, en salvar de la ruina a una industria de gran solera en Francia; sin embargo, tal industria era la muy elitista fábrica de porcelana de Sévres y mi forma de ayudarla consistió en usar sus vajillas y ornamentos con bastante ostentación en La Chaumiére para ponerlos de moda. Otra de mis cruzadas destinadas al fracaso fue intentar conseguir que el Directorio otorgara el plácet a mi padre, Francisco Cabarrús (que estaba en libertad en España desde el año 1792 y no desde 1795, como erróneamente señalan algunos), para que aceptaran su nombramiento de embajador en París. Habría sido muy gratificante que mi padre lograra tan estratégico puesto y contar con su compañía, de modo que puse todo mi empeño en apoyar esta empresa. Por aquel entonces, Manuel Godoy se entretenía una vez más conspirando para situar en el trono de Francia a un Borbón español, y dicha idea era apoyada vivamente por mi padre. Sin embargo, como el Príncipe de la Paz era un experto en ese arte tan del momento de jugar con varias barajas, al tiempo que intrigaba con Francisco Cabarrús favoreció también que Luis XVIII tuviera un representante oficial en Madrid, el duque de Havre. Por esta razón, no es difícil comprender que la embajada de Francia en Madrid fuera un nido de espías y contraespías en el que mi padre trataba de desenvolverse como mejor podía. Lamentablemente, uno de los muchos informantes que intrigaban por ahí era un tal Mangourit, masón y republicano exaltado que cometió no pocas imprudencias en la corte, lo que tuvo la desdichada consecuencia de indisponer a Godoy con el Directorio. Como resultado de esto, ni él ni el gobierno de Francia consideraron oportuno apoyar el nombramiento de Cabarrús en París. Para colmo, a la negativa de España de nombrar a mi padre, se unió el hecho de que, en París, mis labores como intermediaria se interpretaron como «una intolerable injerencia de la amante de Barras en los asuntos de Estado», de modo que todas mis tentativas se vieron abocadas al fracaso.
7
Gringalet, así llamaban algunos a Napoleón en sus primeros años en sociedad, significa “alfeñique”, “mequetrefe”.