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Ésta es sin duda una de las escenas de la vida de Napoleón que más han explotado biógrafos y novelistas. Si tenemos en cuenta que morir en la cama era el peor desdoro para un militar y que la figura de Bonaparte era entonces sólo la de un muy ambicioso oportunista, la escena de él como quiromante resulta bastante pintoresca. No le faltan por lo demás sabor y esa atmósfera inquietante que anuncia que tal vez el destino esté anticipando una de sus muchas ironías. Hoche, en efecto, murió poco más tarde de neumonía, pero como todos sabemos la suerte quiso también que uno de los militares más geniales de todos los tiempos, Napoleón Bonaparte, muriera a su vez en la cama después de haber conquistado medio mundo. Una vez más los naipes y las profecías que rondaban la vida de Rose de Beauharnais hablaron, pero lo hicieron, como tantas veces ocurre, de modo torticero.

EL RIVAL DE BONAPARTE

La antes mencionada gaieté de Josefina (por este nombre y no por el de Rose prefería llamarla Napoleón y así la llamaremos nosotros también de ahora en adelante) conquistó muy pronto el corazón del futuro emperador. A partir de estas fechas comenzaron a hacerse muy frecuentes sus visitas a casa de la viuda de Beauharnais, sobre todo durante la noche. Ahí, el futuro amo del mundo tenía que compartir el lecho de la bella con la alargada sombra de Barras, que se jactaba de conservar en casa de Josefina peines y cepillos y otros implementos de aseo de esos que uno guarda en casa de las amantes eventuales. Sin embargo, como ya hemos visto por sus cartas, Napoleón, al menos en aquel momento de su relación, no era celoso, muy al contrario. Incluso se cuenta cómo, cuando Barras estaba a punto de conseguir que el Directorio nombrara a Bonaparte general al mando de las tropas francesas en Italia, ocurrió la siguiente escena narrada por un testigo presenciaclass="underline"

Barras quería que Napoleón, en quien adivinaba prodigiosas dotes militares, se pusiera al mando de las tropas en Italia, pero quien más interesada estaba en conseguir este ascenso era Josefina de Beauharnais. Un día la vimos entrar en compañía del general en la antesala del gabinete de Barras con gran ímpetu. Y, después de dejar a Napoleón afuera, abrió sin ser anunciada la puerta del gabinete del director. A saber qué secretas conferencias mantuvo la viuda de Beauharnais tras aquella puerta mientras Napoleón caminaba impaciente por la antesala a grandes zancadas. Pero lo cierto es que salió al cabo de un rato con su bello vestido arrugado y recomponiéndose precipitadamente el pelo. Bonaparte no pareció reparar en dichos desperfectos y si lo hizo nada comentó.

A este testimonio más bien malintencionado apostillo yo que la conducta de Napoleón nada tenía de extraordinaria. En aquellos tiempos del Directorio tan dados a fiestas, galanteos y frivolidades la moral tenía un significado muy… elástico, digamos.

Aun así, y según testimonio del propio Napoleón, existía otra incómoda sombra en el lecho de Josefina que importunaba grandemente al general. Era ésta menos voluminosa que la de Barras (o que la de otros amantes eventuales), pero de mucho más peso en los afectos de la bella. Dicho personaje respondía al nombre de Fortuné y Bonaparte habla de él en los siguientes términos:

Es mi rival. Él estaba en posesión del lecho de madame cuando yo la conocí. Quise hacerle salir, pretensión inútil; se me dijo que yo debía elegir entre dormir en otra cama o consentir y compartir. Esto me contrarió mucho, pero era un «o lo tomas o lo dejas». Me resigné por tanto. Sin embargo, el favorito fue menos acomodaticio que yo: en mi pierna llevo aún la prueba.

A continuación Bonaparte describe a su rivaclass="underline"

Ni guapo ni bueno ni amable. Era bajo, de patas cortas, menos leonado que rojizo, este chucho, con nariz de comadreja, no recordaba a su raza más que por su máscara negra y su cola en tirabuzón.

Así era Fortuné, destinado junto a Bucéfalo o Babieca y otro escaso número de criaturas a ser de los animales más famosos de la Historia. En su caso, las crónicas lo recuerdan por compartir lecho (a regañadientes y durante mucho tiempo) con Napoleón Bonaparte.

A pesar de sus varios rivales en el lecho de Josefina (y ahora no me refiero precisamente a los de cuatro patas), la historia de amor entre ella y el futuro emperador se fue consolidando cada vez más. Él la adoraba, ella se dejaba adorar. Yo, por mi parte, me congratulo de haber sido una de las valedoras de tan romántica historia. No tanto porque adivinara el brillante futuro que esperaba al general, precisamente (me temo que como bruja a lo Marie Celeste tampoco yo hubiese hecho carrera), sino por otra razón de índole práctica. Josefina tenía por aquel entonces casi la edad de Cristo, ésa en la que la belleza femenina comienza a declinar. Es cierto que ella podía presumir de un charme especial, así como de un bello cuerpo que paliaba en parte otros defectos, como su mala dentadura, pero el tiempo no pasa en balde para nadie y suele ser especialmente inmisericorde con las mujeres, sobre todo con las que carecen de medios económicos.

— Piénsalo, Rose–le dije un día en el que, como tantos otros, nos reuníamos a hablar de nuestras cosas-, él daría lo que fuera por casarse contigo, te adora.

— Y a ti también te adora–replicó Rose sin el menor atisbo de malicia-, no hay más que ver la carta que te ha escrito hace poco[8]: «Conocerla a usted es no poderla olvidar jamás…», «estando lejos de su amable persona lo que uno desea vivamente es volver a acercarse», «en el transcurso de noviembre a febrero podemos hablar sin cesar»; y luego se despide «con mi estima, mi consideración, iba a decirle mi respeto, pero sé que a las mujeres hermosas no les gusta esa palabra».

Me sorprendió sobremanera que Rose recordara tan bien los términos de una carta que yo le había enseñado sólo muy brevemente.

— Vamos, querida–dije restándole importancia-, bien sabes que lo que los hombres escriben, sobre todo cuando están en el frente como nuestro general, no tiene más importancia que las palabras de un bonito cumplido. Es contigo con quien sueña, no lo dudes. Y tú harías muy bien en tenerlo en cuenta.

— Supongo que ahora dirás que tengo que pensar en mi futuro y que no me estoy haciendo ni un día más joven–interrumpió ella mientras alisaba los pliegues de su nuevo vestido blanco de un modo encantador. Rose, como ya sabemos, gastaba mucho más de lo que debía en ropa, en afeites, en todo lo que estuviera de moda, por eso no me pareció desatinado recordarle dicha circunstancia.

— Además están los muchos gastos de alguien como tú, a quien le gustan siempre las cosas bellas y caras.

— Querida, no seas tediosa, pareces mi anciana tía que me escribe desde la Martinica sólo para recordarme que soy una pobre viuda sin recursos. Si se trata de hacer un matrimonio por conveniencia, él tampoco tiene dinero.

— Pero tiene futuro. Barras dice que es un genio militar como no ha visto jamás.

— Genio y pobre–porfió ella-. Y además es mucho menor que yo, Teresa. Son nada menos que seis años de diferencia, se cansará de mí tarde o temprano. Además, yo no le amo, es tierno, cariñoso, sí, pero…

— Pero te adora, Rose–insistí yo-, he ahí una base muy sólida para un matrimonio.

— ¿Como el tuyo con Tallien?

Rose no era de esas personas, a menudo mujeres, a las que les gusta decir cosas desagradables. No había malicia en su pregunta, pero aun así, sus palabras me hirieron en lo más hondo. Tenía razón. Tallien me amaba tan rendidamente como el pequeño corso la amaba a ella, y sin embargo, el nuestro era un matrimonio que sólo se mantenía porque él había decidido callar y consentir. Tallien procuraba hacer como si no se diera cuenta de lo que sucedía entre Barras y yo, y yo se lo agradecía.

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8

Véase carta en cuadernillo central (en los archivos que acompañan a esta edición digital, lámina 8)