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– Voy a regalarle un ejemplar de mi libro, señorita. Cualquier científico serio le dirá que Ludovic Leblanc es una autoridad en este tema… -la interrumpió el profesor.

– No soy tan sabia como usted -sonrió la doctora Torres-. Soy solamente una médica rural que ha trabajado más de diez años por estos lados.

– Créame, mi estimada doctora. Esos indios son la prueba de que el hombre no es más que un mono asesino -replicó Leblanc.

– ¿Y la mujer? -interrumpió Kate Coid.

– Lamento decirle que las mujeres no cuentan para nada en las sociedades primitivas. Son sólo botín de guerra.

La doctora Torres y Kate Coid intercambiaron una mirada y ambas sonrieron, divertidas. La parte inicial del viaje por el río Negro resultó ser más que nada un ejercicio de paciencia. Avanzaban a paso de tortuga y apenas se ponía el sol debían detenerse, para evitar ser golpeados por los troncos que arrastraba la corriente. El calor era intenso, pero al anochecer refrescaba y para dormir había que cubrirse con una manta. A veces, donde el río se presentaba limpio y calmo, aprovechaban para pescar o nadar un rato. Los dos primeros días se cruzaron con embarcaciones de diversas clases, desde lanchas a motor y casas flotantes hasta sencillas canoas talladas en troncos de árbol, pero después quedaron solos en la inmensidad de aquel paisaje. Ése era un planeta de agua: la vida transcurría navegando lentamente, al ritmo del río, de las mareas, de las lluvias, de las inundaciones. Agua, agua por todas partes. Existían centenares de familias, que nacían y morían en sus embarcaciones, sin haber pasado una noche en tierra firme; otras vivían en casas sobre pilotes a las orillas del río. El transporte se hacía por el río y la única forma de enviar o recibir un mensaje era por radio. Al muchacho americano le parecía increíble que se pudiera vivir sin teléfono. Una estación de Manaos transmitía mensajes personales sin interrupciones, así se enteraba la gente de las noticias, sus negocios y sus familias. Río arriba circulaba poco el dinero, había una economía de trueque, cambiaban pescado por azúcar, o gasolina por gallinas, o servicios por una caja de cerveza.

En ambas orillas del río la selva se alzaba amenazante. Las órdenes del capitán fueron claras: no alejarse por ningún motivo, porque bosque adentro se pierde el sentido de la orientación. Se sabía de extranjeros que, estando a pocos metros del río, habían muerto desesperados sin encontrarlo. Al amanecer veían delfines rosados saltando entre las aguas y centenares de pájaros cruzando el aire. También vieron manatíes, unos grandes mamíferos acuáticos cuyas hembras dieron origen a la leyenda de las sirenas. Por la noche aparecían entre los matorrales puntos colorados: eran los ojos de los caimanes espiando en la oscuridad. Un caboclo enseñó a Alex a calcular el tamaño del animal por la separación de los ojos. Cuando se trataba de un ejemplar pequeño, el caboclo lo encandilaba con una linterna, luego saltaba al agua y lo atrapaba, sujetándole las mandíbulas con una mano y la cola con otra. Si la separación de los ojos era considerable, lo evitaba como a la peste.

El tiempo transcurría lento, las horas se arrastraban eternas, sin embargo Alex no se aburría. Se sentaba en la proa del bote a observar la naturaleza, leer y tocar la flauta de su abuelo. La selva parecía animarse y responder al sonido del instrumento, hasta los ruidosos tripulantes y pasajeros del barco se callaban para escucharlo; ésas eran las únicas ocasiones en que Kate Coid le prestaba atención. La escritora era de pocas palabras, pasaba el día leyendo o escribiendo en sus cuadernos y en general lo ignoraba o lo trataba como a cualquier otro miembro de la expedición. Era inútil acudir a ella para plantearle un problema de mera supervivencia, como la comida, la salud o la seguridad, por ejemplo. Lo miraba de arriba abajo con evidente desdén y le contestaba que hay dos clases de problemas, los que se arreglan solos y los que no tienen solución, así es que no la molestara con tonterías. Menos mal que su mano había sanado rápidamente, si no ella sería capaz de resolver el asunto sugiriendo que se la amputara. Era mujer de medidas extremas. Le había prestado mapas y libros sobre el Amazonas, para que él mismo buscara la información que le interesaba. Si Alex le comentaba sus lecturas sobre los indios o le planteaba sus teorías sobre la Bestia, ella replicaba sin levantar la vista de la página que tenía por delante: «Nunca pierdas una buena ocasión de callarte la boca, Alexander».

Todo en ese viaje resultaba tan diferente al mundo en que el muchacho se había criado, que se sentía como un visitante de otra galaxia. Ya no contaba con las comodidades que antes usaba sin pensar, como una cama, baño, agua corriente, electricidad. Se dedicó a tomar fotografías con la cámara de su abuela para llevar pruebas de vuelta a California. ¡Sus amigos jamás le creerían que había tenido en las manos un caimán de casi un metro de largo!

Su problema más grave era alimentarse. Siempre había sido quisquilloso para comer y ahora le servían cosas que ni siquiera sabia nombrar. Lo único que podía identificar a bordo eran frijoles en lata, carne seca salada y café, nada de lo cual le apetecía. Los tripulantes cazaron a tiros un par de monos y esa noche, cuando el bote atracó en la orilla, los asaron. Tenían un aspecto tan humano, que se sintió enfermo al verlos: parecían dos niños quemados. A la mañana siguiente pescaron una pirarucú, un enorme pez cuya carne resultó deliciosa para todos menos para él, porque se negó a probarla. Había decidido a los tres años que no le gustaba el pescado. Su madre, cansada de batallar para obligarlo a comer, se había resignado desde entonces a servirle los alimentos que le gustaban. No eran muchos. Esa limitación lo mantenía hambriento durante el viaje; sólo disponía de bananas, un tarro de leche condensada y varios paquetes de galletas. A su abuela no pareció importarle que él tuviera hambre, tampoco a los demás. Nadie le hizo caso.

Varias veces al día caía una breve y torrencial lluvia; debió acostumbrarse a la permanente humedad, al hecho de que la ropa nunca se secaba del todo. Al ponerse el sol atacaban nubes de mosquitos. Los extranjeros se defendían empapándose en insecticida, sobre todo Ludovic Leblanc, quien no perdía ocasión de recitar la lista de enfermedades transmitidas por insectos, desde el tifus hasta la malaria. Había amarrado un tupido velo en tomo a su sombrero australiano para protegerse la cara y pasaba buena parte del día refugiado bajo un mosquitero, que hizo colgar en la popa del barco. Los caboclos, en cambio, parecían inmunes a las picaduras. Al tercer día, durante una mañana radiante, la embarcación se detuvo porque había un problema con el motor. Mientras el capitán procuraba arreglar el desperfecto, el resto de la gente se echó bajo techo a descansar. Hacía demasiado calor para moverse, pero Alex decidió que era el lugar perfecto para refrescarse. Saltó al agua, que parecía baja y calma como un plato de sopa, y se hundió como una piedra.

– Sólo un tonto prueba la profundidad con los dos pies -comentó su abuela cuando él asomó la cabeza en la superficie, echando agua & hasta por las orejas.

El muchacho se alejó nadando del bote -le habían dicho que los caimanes prefieren las orillas- y flotó de espaldas en el agua tibia por largo rato, abierto de brazos y piernas, mirando el cielo y pensando en los astronautas, que conocían su inmensidad. Se sintió tan seguro, que cuando algo pasó veloz rozando su mano tardó un instante en reaccionar. Sin tener idea de qué clase de peligro acechaba -tal vez los caimanes no se quedaban sólo en las orillas, después de todo -empezó a bracear con todas sus fuerzas de vuelta a la embarcación, pero lo detuvo en seco la voz de su abuela gritándole que no se moviera. Le obedeció por hábito, a pesar de que su instinto le advertía lo contrario. Se mantuvo a flote lo más quieto posible y entonces vio a su lado un pez enorme. Creyó que era un tiburón y el corazón se le detuvo, pero el pez dio una corta vuelta y regresó curioso, colocándose tan cerca, que pudo ver su sonrisa. Esta vez su corazón dio un salto y debió contenerse para no gritar de alegría. ¡Estaba nadando con un delfín!