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Los exploradores descubren que Manners está preso dentro del templo y lo rescatan con el tanque de alta velocidad. Sin tiempo para llevarse consigo objetos que demostraran al mundo su hallazgo, confían en que Manners logre convencer a los «escépticos». Pero un miembro de la expedición, que planea regresar y ser el primero en excavar las ruinas, dice de Manners: «Confío en que no revele demasiados detalles acerca de la latitud y la longitud exactas del lugar»."

Un día, Fawcett salió de Fort Frederick y echó a andar tierra adentro por un laberinto de viñedos y zarzas. «Todo cuanto me rodeaba eran sonidos: los sonidos de la naturaleza»,56 escribió sobre la jungla de Ceilán. Horas después llegó al lugar que buscaba: un muro semienterrado y decorado con centenares de imágenes esculpidas de elefantes. Se trataba de los restos de un antiguo templo que estaba rodeado por un sinfín de ruinas: columnas de piedra, las arcadas del palacio y dagobas. Formaban parte de Anuradhapura, una ciudad que había sido construida hacía más de dos mil años. En aquel entonces, según la describió un contemporáneo de Fawcett, «la ciudad se ha desvanecido como un sueño […]. ¿Dónde están las manos que la levantaron, los hombres que buscaron en ella refugio del calor abrasador del mediodía?».57 Más tarde, Fawcett escribió a un amigo que «la vieja Ceilán está enterrada bajo un manto de selva y moho […]. Hay ladrillos y dagobas en ruinas, y túmulos, fosas e inscripciones indescifrables».58

Fawcett ya no era un niño; rondaba la treintena y no soportaba la idea de pasar el resto de su vida secuestrado en un fuerte militar tras otro, sepultado bajo el peso de su imaginación. Quería convertirse en lo que Joseph Conrad había denominado un «geógrafo militante», alguien que, «albergando en el pecho una chispa del fuego sagrado»,59 descubriera junto con las latitudes y las longitudes secretas de la tierra los misterios de la humanidad. Y sabía que solo había un lugar al que podía acudir: la Royal Geographical Society de Londres. Esta institución había organizado las exploraciones de Livingstone, Speke y Burton, y la que había fomentado, durante la época victoriana, las investigaciones arqueológicas. Y Fawcett no albergaba la menor duda de que sería esa misma institución la que le ayudaría a conocer y a comprender lo que él llamaba «mi Destino».

5. Donde no llegaban los mapas

– Aquí la tiene: la Royal Geographical Society -dijo el taxista al detener el vehículo ante una entrada, frente a Hyde Park, una mañana de febrero de 2005.

El edificio parecía una lujosa casa solariega, precisamente lo que había sido antes de que la Royal Society, necesitada de más espacio, la adquiriera en 1912. Tres plantas, paredes de ladrillo rojo, ventanas de guillotina, pilastras holandesas y un tejado saliente de cobre que convergía, junto con varias chimeneas, en varios puntos intrincados, como la visión que tendría un niño de un castillo. Junto a la fachada había estatuas a tamaño real de Livingstone, con sus característicos sombrero y bastón, y de Ernest Shackleton, el explorador de la Antártida, con botas y envuelto en bufandas. En la entrada pregunté al vigilante por la ubicación de los archivos, donde confiaba encontrar información que arrojase más luz sobre la trayectoria profesional de Fawcett y su último viaje.

Cuando llamé por primera vez a John Hemming, antiguo director de la Royal Geographical Society e historiador de los indígenas brasileños, para consultarle acerca del explorador del Amazonas, me dijo:

– No será usted uno de esos chiflados empeñados en encontrar a Fawcett, ¿verdad?

Al parecer, la Royal Society había empezado a desconfiar de aquellas personas obsesionadas con el sino del explorador.

A pesar del tiempo que había transcurrido desde su desaparición y de las ínfimas probabilidades de encontrarle, había quien parecía obcecarse cada vez más en la idea de la búsqueda. Durante décadas, infinidad de individuos habían acosado a la Royal Society en busca de información, tramando sus propias y extravagantes teorías, antes de dirigirse a la selva en una misión que acabaría siendo un suicidio. A menudo se los llamaba «freaks de Fawcett». Una de las personas que partieron en su busca, en 1995,1 escribió en un artículo inédito que su fascinación había mutado en un «virus» y que, cuando llamó a la Royal Society pidiendo ayuda, un miembro «exasperado» del personal comentó al respecto de los buscadores de Fawcett: «Creo que están locos. Esta gente está completamente obsesionada». Me sentí algo tonto acudiendo a la Royal Society para solicitar toda la documentación sobre Fawcett. Sus archivos, que contienen el sextante de Charles Darwin y los mapas originales de Livingstone, se habían abierto al público hacía tan solo unos meses y podrían resultar de gran ayuda.

Un vigilante sentado a la mesa de entrada me entregó una tarjeta que me autorizaba a acceder al edificio. Recorrí un tenebroso pasillo de mármol, dejé atrás la antigua sala de fumadores y un salón de mapas tapizado con paneles de madera de nogal en el que exploradores, como Fawcett, se habían reunido en el pasado. En años más recientes, la Royal Society había añadido un moderno pabellón acristalado, pero esta renovación no había conseguido disipar esa atmósfera de tiempos pasados que aún impregnaba la institución.

En los tiempos de Fawcett la Royal Society contribuyó a llevar a cabo una de las proezas más increíbles de la historia de la humanidad: la cartografía del mundo. Es probable que ninguna hazaña, ni la construcción del puente de Brooklyn ni la del canal de Panamá, rivalice con ella en envergadura ni en coste en vidas humanas. La gesta, desde los tiempos en que los griegos expusieron los principios básicos de la cartografía sofisticada, llevó centenares de años, costó millones de dólares y arrebató miles de vidas y, cuando finalmente se concluyó, el logro fue tan abrumador que pocos recordaban qué aspecto se creía antaño que tenía el mundo, ni cómo la proeza se había llevado a cabo.

En la pared de un pasillo del edificio de la Royal Geographical Society observé un mapa gigantesco del globo que databa del siglo xvii. A su alrededor figuraban monstruos marinos y dragones. Durante siglos, los cartógrafos carecieron de instrumentos que les permitiesen averiguar qué había en la mayor parte de la tierra.2 Y con mucha frecuencia esas lagunas se llenaban con reinos y bestias fantásticos, como si la fantasía, al margen de lo aterradora que resultase, asustara menos que lo que se desconocía.

Durante la Edad Media y el Renacimiento, los mapas ilustraban en Asia aves que despedazaban a las personas; en la actual Alemania, un pájaro que refulgía en la noche; en la India, gente con todo tipo de deformidades, desde dieciséis dedos hasta cabeza de perro, y en África, hienas cuyas sombras hacían enmudecer a los perros y una bestia llamada cockatrice que podía matar con una simple vaharada de su aliento. El lugar más temido del mapa era el reino de Gog y Magog, cuyos ejércitos, según advertía el libro de Ezekiel, descenderían un día desde el norte y arrasarían el pueblo de Israel, «como una nube que cubre la tierra».