Al mismo tiempo, los mapas expresaban el eterno anhelo de algo más atractivo: un paraíso terrenal. Los cartógrafos incorporaban, como hitos centrales, la Fuente de la Juventud, en pos de la cual Ponce de León recorrió Florida en el siglo xvi, y el Jardín del Edén, del que Isidoro de Sevilla, enciclopedista del siglo xviii, afirmó que estaba lleno «de toda clase de madera y árboles frutales, albergando asimismo el árbol de la vida».3
En el siglo xii, estas visiones febriles se exacerbaron aún más tras la aparición de una misiva en la corte del emperador de Bizancio, supuestamente escrita por un rey llamado Preste Juan. Decía: «Yo, Preste Juan, soy rey supremo, y en riqueza, virtud y poder supero a todas las criaturas que habitan bajo el cielo. Setenta y dos reyes me rinden tributo. -Y proseguía-: La miel fluye en nuestra tierra y la leche abunda en todas partes. En uno de nuestros territorios ningún veneno puede ocasionar mal y ninguna rana estridente croa, no hay escorpiones y ninguna serpiente repta por entre la hierba. Los reptiles venenosos no pueden existir ni hacer uso de su poder letal».4 Aunque es probable que la carta fuera escrita a modo de alegoría, se interpretó como una prueba de la existencia del paraíso en la tierra, que los cartógrafos ubicaron en los territorios sin explorar de Oriente. En 1177, el papa Alejandro III envió a su médico personal a transmitir «al hijo predilecto de Cristo, el famoso y excelso rey de los indios, el santo sacerdote, sus saludos y su bendición apostólica».5 El médico nunca regresó. Con todo, la Iglesia y las cortes reales siguieron, durante siglos, enviando emisarios en busca de aquel fabuloso reino. En 1459, el docto cartógrafo veneciano fra Mauro elaboró uno de los mapas más exhaustivos del mundo. Al fin, el mítico reino de Preste Juan fue borrado de Asia. A cambio, Mauro escribió en la región equivalente a Etiopía: «Qui il Presto Janni fa residential principal», «Aquí tiene Preste Juan su residencia principal».
En una fecha tan tardía como 1740, se estimaba que se habían cartografiado con precisión tan solo ciento veinte lugares de la tierra. Dado que no existían relojes exactos, los navegantes no disponían de medios para determinar la longitud, que se calculaba más fácilmente como una función del tiempo. Los barcos se estrellaban contra las rocas y los bajíos a pesar de que sus capitanes estaban convencidos de encontrarse a centenares de millas de la costa. Así fallecieron miles de hombres y se perdieron cargamentos por valor de millones de dólares. En 1714, el Parlamento anunció que «el descubrimiento de la longitud es de una enorme trascendencia para Gran Bretaña con respecto a la seguridad de la Marina y de los buques mercantes, así como para la mejora del comercio», por lo que se ofrecía una recompensa de veinte mil libras -el equivalente actual a doce millones de dólares- por una solución «práctica y útil».6 Algunas de las mentes científicas más brillantes del momento intentaron resolver el problema. La mayoría confiaba en conseguir determinar la hora a partir de la posición de la luna y de las estrellas, pero en 1773 John Harrison fue proclamado ganador con la solución que aportó y que resultaba más fidedigna: un cronómetro de aproximadamente un kilo cuatrocientos gramos cargado de diamantes y rubíes.
Pese a su éxito, el reloj de Harrison no pudo superar el principal escollo con que habían topado los cartógrafos: la distancia. Los europeos aún no habían viajado hasta los confines más distantes de la tierra: los polos Norte y Sur. Tampoco habían explorado gran parte del interior de África, Australia y Sudamérica. Los cartógrafos garabateaban sobre esas áreas del mapa una sola pero evocadora palabra: «Inexplorado».
Finalmente, en el siglo xix, mientras el Imperio británico seguía expandiéndose, varios científicos, almirantes y mercaderes ingleses consideraron que necesitaban una institución que confeccionara un mapa del mundo basado en la observación y no en la imaginación, una organización que detallase tanto los contornos de la tierra como todo cuanto existía en su interior. Y así nació, en 1830, la Royal Geographical Society de Londres.7 Según su declaración de intenciones, tendría por finalidad «recabar, compendiar e imprimir […] hechos y hallazgos interesantes»; crear depósito con «las mejores obras sobre geografía» y «una colección completa de mapas»;8 reunir el equipamiento de exploración más sofisticado, y ayudar a los expedicionarios a emprender sus viajes. Todo esto formaba parte de su disposición de cartografiar hasta el último rincón de la tierra. «No hay un metro cuadrado de la superficie del planeta al que los miembros de la Royal Society no deban cuando menos intentar ir -aseveró con posterioridad un presidente de la institución-. Ese es nuestro trabajo. Esa es nuestra razón de ser.»9 Además de estar al servicio del Imperio británico, su razón de ser representaba un cambio con respecto a la era anterior de los descubrimientos, cuando conquistadores [1] como Colón eran enviados, en nombre de Dios, con el fin único de conseguir oro y gloria. En contraste, la Royal Geographical Society deseaba explorar por el bien de la investigación, en nombre del más joven de los dioses: la ciencia.
A las pocas semanas de darse a conocer, la Royal Society contaba ya con unos quinientos miembros. «Estaba compuesta casi enteramente por hombres de clase alta -comentó tiempo después una secretaria de la institución, y añadió-: Por tanto, debería contemplarse en cierto modo como una institución social a la que se esperaba que perteneciera todo aquel que fuera alguien.»10 La lista original de miembros incluía a prestigiosos geólogos, hidrógrafos, filósofos naturales, astrónomos y oficiales del ejército, así como a duques, condes y caballeros. Darwin ingresó en ella en 1838, al igual que lo hizo uno de sus hijos, Leonard, quien en 1908 fue elegido presidente.
Mientras la Royal Society enviaba cada vez más expediciones por todo el mundo, incorporó en sus filas no solo a aventureros, eruditos y dignatarios, sino también a personajes excéntricos. La Revolución Industrial originó en Gran Bretaña unas condiciones de vida atroces para las clases bajas, pero generó una riqueza sin precedentes entre los ciudadanos de las clases media y alta, quienes de pronto podían permitirse el lujo de convertir una actividad de ocio, como viajar, en una afición a tiempo completo. De ahí que en la sociedad victoriana surgiera, en gran número, el individuo aficionado a las ciencias. La Royal Geographical Society se convirtió en refugio para este tipo de personajes, y también para miembros más pobres, como Livingstone, cuyas proezas ayudó a financiar. Muchos otros resultaban raros incluso para los parámetros Victorianos.
Richard Burton11 propugnó el ateísmo y defendió la poligamia con tal fervor que, en el transcurso de sus exploraciones, su esposa insertó en uno de sus manuscritos el siguiente desmentido: «Protesto vehementemente contra sus sentimientos religiosos y morales, que se contradicen con una vida digna y decente».12
Lógicamente, esos miembros constituyeron un grupo rebelde. Burton recordaba cómo en una reunión, organizada por su esposa y su familia, se enfureció tanto después de que un oponente le acusara de «decir falsedades» que sacudió el puntero del mapa frente al público asistente. Este le «miraba como si un tigre fuera a abalanzarse sobre ellos, o como si yo fuera a utilizar la vara a modo de lanza contra mi adversario, que se levantó del banco. Para aderezar la escena, los hermanos y las hermanas de mi esposa se esforzaban en un rincón por contener a su padre, ya anciano, que no había conseguido habituarse a las charlas en público y que lentamente se había puesto en pie, enmudecido por la indignación al oír que se me acusaba de haber mentido».13 Años después, otro miembro reconoció: «Es probable que los exploradores no sean las personas más prometedoras con quienes crear una sociedad. De hecho, hay quien afirma que los exploradores lo son precisamente porque tienen una vena de insociabilidad y necesitan retirarse a intervalos regulares lo más lejos posible de sus prójimos».14