La chica encargada de los archivos pronto surgió de entre las estanterías cargada con media docena de carpetas recubiertas de polvo. Al dejarlas sobre la mesa, estas desprendieron el polvo acumulado que adquirió un color violáceo.
– Tiene que ponerse esto -dijo, y me tendió unos guantes blancos.
Me los puse y abrí la primera carpeta; de su interior se derramaron cartas amarillentas y quebradizas. Muchas de ellas estaban escritas con una letra pequeña e inclinada, repletas de palabras que se sucedían como si estuviesen codificadas. Era la caligrafía de Fawcett. Cogí una de las hojas y la extendí frente a mí. La carta databa de 1915 y empezaba diciendo: «Querido Reeves». El nombre me resultaba conocido; abrí uno de los libros sobre la Royal Geographical Society y miré el índice. Edward Ayearst Reeves había sido el conservador cartográfico de la institución entre 1900 y 1933.
Las carpetas contenían más de dos décadas de correspondencia entre Fawcett y el cuerpo rector de la Royal Society. Muchas de las cartas iban dirigidas a Reeves y a sir John Scott Keltie, secretario de la RGS desde 1892 hasta 1915, y más tarde vicepresidente. Había también infinidad de cartas de Nina, de funcionarios del gobierno, exploradores y amigos, relacionadas con la desaparición de Fawcett. Sabía que me llevaría días, si no semanas, revisarlo todo, y aun así estaba encantado. Ante mí tenía un mapa que me ayudaría a adentrarme en la vida de Fawcett y también en su muerte.
Alcé una de las cartas y la acerqué a la luz. Estaba fechada el 14 de diciembre de 1921. Decía: «No cabe duda de que estos bosques ocultan restos de una civilización perdida de una naturaleza totalmente insospechada y sorprendente».25
Abrí mi cuaderno y empecé a tomar notas. Una de las cartas mencionaba que Fawcett había recibido «un diploma» de la RGS. Nunca había encontrado referencia alguna a la entrega de diplomas por parte de la Royal Society, y pregunté a la chica de los archivos por qué se le había concedido uno a Fawcett.
– Debió de participar en alguno de los programas de formación de la Royal Society -contestó. Se acercó a una estantería y empezó a hojear periódicos-. Sí, aquí tiene. Al parecer hizo un curso y se graduó hacia 1901.
– ¿Se refiere a que fue a la escuela para ser explorador?
– Supongo que podría decirse así, sí.
6. El discípulo
Fawcett no quería llegar tarde. Era el 4 de febrero de 1900 y lo único que tenía que hacer era ir de su hotel, ubicado en Redhill, Surrey, al número 1 de Savile Row, en el distrito Mayfair de Londres,1 pero en la ciudad nada se movía…, o, más exactamente, todo parecía estar en movimiento: hombres-anuncio, carniceros, oficinistas, omnibuses tirados por caballos, y esa extraña bestia que empezaba a invadir las calles, asustando a caballos y a peatones, y que se averiaba en cada esquina: el automóvil.2 Originalmente, la ley exigía a los conductores no superar la velocidad de tres kilómetros por hora e ir precedidos por un lacayo a pie ondeando una bandera roja, pero en 1896 el límite de velocidad se había elevado a veintidós kilómetros por hora. Y allí por donde pasara Fawcett, lo nuevo y lo viejo parecían estar enfrentados: luces eléctricas, repartidas por las calles de suelo de granito más modernas, y farolas a gas, ubicadas en las esquinas adoquinadas, refulgiendo en la niebla; el metro traqueteando en el subsuelo, una de las invenciones de Edward Fawcett digna de la ciencia ficción, y bicicletas, pocos años antes el artilugio más glamuroso que circulaba por las aceras y ya desfasado. Incluso los olores parecían enfrentados: el tradicional hedor del estiércol y el novedoso tufillo de la gasolina. Era como si Fawcett estuviera atisbando el pasado y el presente al mismo tiempo.
Desde que había partido de Inglaterra rumbo a Ceilán, catorce años antes, Londres parecía haberse vuelto más bulliciosa, más sucia, más moderna, más rica, más pobre, más todo. Con una población que superaba los cuatro millones y medio de habitantes, Londres era la ciudad más grande del mundo, incluso más que París y Nueva York. Las vendedoras ambulantes gritaban: «Flores, flores de todos los colores!». Los periódicos proclamaban: «¡Horrible asesinato!».
Mientras Fawcett caminaba por entre la gente, sin duda se esforzaba por proteger su atuendo del hollín procedente de los hornos de carbón que se mezclaba con la niebla para formar una mugre característica de Londres, un tenaz barniz negro que lo impregnaba y lo penetraba todo; incluso las cerraduras de las casas tenían que cubrirse con placas metálicas. También estaba el estiércol de los caballos -«el barro de Londres», como se denominaba cortésmente-, que los pilludos recogían y vendían puerta por puerta como fertilizante para el jardín, y que se encontraba literalmente allí donde Fawcett pisara.
El coronel dobló por una elegante calle en Burlington Gardens, alejada de los burdeles y de las fábricas ennegrecidas. En una esquina se alzaba una imponente casa con pórtico. Era el número 1 de Savile Row.3 Y Fawcett vio allí el imponente carteclass="underline" royal geographical society.
Al entrar en la casa de tres plantas -la Royal Society aún no se había trasladado junto a Hyde Park-, Fawcett supo que estaba accediendo a un lugar encantado. Sobre la puerta principal se abría una media ventana con forma de farol hemisférico; cada uno de sus paneles representaba los paralelos y los meridianos del planeta. Es de suponer que Fawcett pasó junto al despacho del secretario general y de sus dos ayudantes; luego subió por la escalera que llevaba a la sala de juntas para llegar finalmente a una cámara de techo acristalado. El sol se filtraba por él, iluminando con sus haces polvorientos globos terráqueos y mesas cartográficas. Era la sala de los mapas y, por lo general sentado al fondo de la misma, sobre una tarima, estaba el hombre a quien Fawcett buscaba: Edward Ayearst Reeves.
Cercano a la cuarentena, con una incipiente alopecia, la nariz aguileña y un bigote pulcro y arreglado, Reeves no solo era el conservador cartográfico sino también el instructor jefe de exploración, y la persona encargada de convertir a Fawcett en un caballero explorador.4 Excelente delineante, Reeves había empezado a trabajar en la Royal Society en 1878, a los dieciséis años, como ayudante del anterior conservador, y nunca pareció olvidar esa sensación de admiración reverencial que asaltaba a los recién llegados. «Con qué claridad lo recuerdo -escribió en su autobiografía, The Recollections of a Geographer-. Con qué orgullo, y también con qué aprensión y temblores, entré en el recinto de este maravilloso lugar del que había leído en libros, y que había enviado a exploradores a todos los rincones del mundo, que después habían regresado para narrar sus fascinantes hallazgos y sus heroicas aventuras.»5 A diferencia de muchos de los miembros de la Royal Society, belicosos y de mirada feroz, Reeves tenía un talante cálido y afable. «Poseía una capacidad innata para la enseñanza -comentó un colega-. Sabía exactamente cómo explicar un concepto de manera que hasta el más obtuso de los alumnos lo entendiera.»6