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En 1916, la Royal Geographical Society (RGS) le había concedido, con la aprobación del rey Jorge V, una medalla de oro «por sus contribuciones a la cartografía de Sudamérica». Y cada pocos años, cuando surgía de la jungla, escuálido y astroso, docenas de científicos y lumbreras se agolpaban en la recepción de la sede de la Royal Society para escuchar sus palabras. Entre ellos se encontraba sir Arthur Conan Doyle,5 quien según mucha gente se había inspirado en las experiencias de Fawcett al escribir su libro El mundo perdido, de 1912, en el que varios exploradores «desaparecen en lo desconocido» 6 de Sudamérica y encuentran, en una meseta remota, una tierra donde los dinosaurios se han salvado de la extinción.

Aquel día de enero, mientras se dirigía hacia la plancha de acceso al barco, Fawcett se asemejaba inquietantemente a uno de los protagonistas de la obra de Conan Doyle: lord John Roxton.

Había algo de Napoleón III, algo de Don Quijote, pero también algo que era la esencia del caballero hacendado inglés […]. Tiene una voz afable y unos modales discretos, pero tras sus ojos acecha la capacidad de desatar una ira furibunda y una determinación implacable, tanto más peligrosas por permanecer contenidas.7

Ninguna de sus anteriores expediciones podía compararse con lo que estaba a punto de emprender, y Fawcett apenas podía ocultar su impaciencia al sumarse a la cola de pasajeros que embarcaban en el Vauban. El transatlántico, publicitado como «el mejor del mundo», formaba parte de la elitista clase «V» de Lamport & Holt.8 Los alemanes habían hundido varios transatlánticos de la compañía durante la Primera Guerra Mundial, pero este había sobrevivido, con su casco negro veteado de sal, sus elegantes cubiertas blancas y su chimenea de rayas, que despedía nubes de humo al cielo. Los pasajeros llegaban al muelle en automóviles, la mayoría Ford, modelo T. Allí los estibadores ayudaban a cargar el equipaje en la bodega del buque. Muchos de los hombres que subían a bordo llevaban corbatas de seda y bombines; las mujeres lucían abrigos de pieles y sombreros emplumados, como dispuestas a asistir a un acontecimiento de la alta sociedad, algo que, en ciertos aspectos, estaban haciendo: las listas de los pasajeros de los transatlánticos de lujo se publicaban en los ecos de sociedad y eran escrutadas por las jovencitas en busca de solteros cotizados.

Fawcett avanzó con su equipo. Sus baúles iban atestados de armas, comida enlatada, leche en polvo, bengalas y machetes artesanales. También llevaba instrumental topográfico: un sextante y un cronómetro para determinar la latitud y la longitud, un barómetro aneroide para calcular la presión atmosférica, y una brújula de glicerina que le cabía en el bolsillo. Fawcett había escogido cada uno de estos objetos basándose en años de experiencia; incluso la ropa que llevaba consigo estaba hecha de gabardina ligera e irrompible. Había visto morir a hombres a consecuencia de descuidos aparentemente triviales: una mosquitera rota, una bota demasiado ceñida…

Fawcett partía rumbo al Amazonas, una jungla casi tan extensa como Estados Unidos, para llevar a cabo lo que él denominaba «el gran hallazgo del siglo»:9 una civilización perdida. Para entonces, la mayor parte del mundo había sido ya explorada y el velo de su encanto, alzado, pero el Amazonas seguía siendo tan misterioso como la cara oculta de la luna. Tal como apuntó sir John Scott Keltie, antiguo secretario de la Royal Geographical Society y uno de los geógrafos más prestigiosos de su tiempo, «lo que allí hay nadie lo sabe».10

Desde que Francisco de Orellana y su ejército de conquistadores españoles descendieron por el río Amazonas en 1542, quizá ningún lugar del planeta haya exaltado tanto la imaginación ni embaucado a tantos hombres arrastrándolos a la muerte. Gaspar de Carvajal, un fraile dominico que acompañó a Orellana, comparó a las guerreras de la jungla con las míticas amazonas griegas. Medio siglo después, sir Walter Raleigh afirmó que los indígenas tenían «los ojos en los hombros y las bocas en mitad del pecho»,11 una leyenda que Shakespeare trasladó a Otelo:

Y los caníbales que se comen entre sí,

los antropófagos, y hombres cuyas cabezas

crecen bajo los hombros.

Lo que se sabía acerca de la región -con serpientes tan largas como árboles, roedores del tamaño de un cerdo- resultaba tan inverosímil que nada parecía excesivamente fantasioso. Y la imagen más fascinante de todas era la de El Dorado. Raleigh aseguró que aquel reino, del que los conquistadores habían oído hablar a los indígenas, abundaba tanto en oro que sus habitantes lo trituraban para convertirlo en polvo y luego lo soplaban «mediante cañas huecas sobre sus cuerpos desnudos hasta que estos quedaban completamente brillantes, de pies a cabeza».12

Sin embargo, todas las expediciones que habían ido en busca de El Dorado acabaron en tragedia. Carvajal, cuyo ejército había estado buscando el reino, escribió en su diario: «Alcanzamos un [estado de] privación tan grande que solo comíamos cuero, cinturones y suelas de zapatos, aderezándolo con ciertas hierbas, por lo que nuestra debilidad era tal que no podíamos mantenernos en pie».13 Unos cuatro mil hombres murieron en esa expedición, debido a la inanición o a las enfermedades, y a manos de los indígenas que defendían su territorio con flechas embadurnadas con veneno. Otras partidas que también iban en busca de El Dorado recurrieron al canibalismo. Muchos exploradores enloquecieron. En 1561, Lope de Aguirre lideró a sus hombres en una destrucción sanguinaria, gritando: «¿Acaso cree Dios que, solo porque llueva, no voy a […] destruir el mundo?».14 Aguirre incluso apuñaló a su propia hija, susurrándole: «Encomiéndate a Dios, hija mía, pues estoy a punto de matarte».15 Antes de que la Corona española enviara fuerzas para detenerle, Aguirre advirtió en una carta: «Os juro, Majestad, con mi palabra como cristiano, que si cien mil hombres vinieran, ninguno de ellos escaparía. Pues los informes son falsos: no hay nada en ese río salvo desesperación».16 Los hombres de Aguirre finalmente se sublevaron y le mataron; su cuerpo fue descuartizado y las autoridades españolas exhibieron la cabeza de la «Ira de Dios» en una jaula de metal. Sin embargo, durante tres siglos más, numerosas expediciones siguieron buscando, hasta que, tras un elevadísimo coste en muertes y sufrimientos dignos de Joseph Conrad, la mayoría de los arqueólogos concluyeron que El Dorado no era más que una ilusión.

Fawcett, no obstante, estaba seguro de que el Amazonas albergaba un reino fabuloso. Él no era un mercenario ni un chiflado más; se trataba de un hombre de ciencia, que había recabado durante años pruebas que sustentaban su teoría: había desenterrado artefactos, estudiado petroglifos y entrevistado a miembros de diferentes tribus. Y tras librar feroces batallas contra los escépticos, la expedición de Fawcett había sido financiada por las instituciones científicas más respetadas, entre ellas la Royal Geographical Society, la American Geographical Society y el Museum of the American Indian. Los periódicos aseguraban que pronto asombraría al mundo. El Atlanta Constitution declaró: «Se trata quizá de la aventura más arriesgada y sin duda la más espectacular de su clase jamás emprendida por un científico de renombre con el respaldo de cuerpos científicos conservadores».17