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Fawcett afirmaba que un pueblo ancestral, notablemente evolucionado, existía aún en la Amazonia brasileña y que su civilización era tan antigua y sofisticada que cambiaría radicalmente la visión que se tenía en Occidente de las Américas. Había bautizado a este mundo perdido con el nombre de Ciudad de Z, y así la describió: «El núcleo central, al que llamo Z (nuestro principal objetivo), se encuentra en un valle […] de unos dieciséis kilómetros de anchura, y la ciudad se halla sobre un promontorio, en el centro del valle, conectada por una calzada de adoquines. Las casas son bajas y carecen de ventanas, y hay un templo piramidal».18

En el muelle de Hoboken, en la ribera del río Hudson opuesta a Manhattan, los periodistas hacían preguntas a voz en grito con la esperanza de conocer la ubicación de Z. En una época en la que aún perduraban los recuerdos de los horrores producidos por la tecnología durante la Primera Guerra Mundial, y en plena expansión de la urbanización y de la industria, pocos acontecimientos cautivaban de tal modo al público. Un periódico se mostró exultante: «Desde los tiempos en que Ponce de León cruzó la ignota Florida en busca de la Fuente de la Eterna Juventud […] no se había planificado una aventura más fascinante».19

Fawcett acogió con agrado aquel «alboroto» que se había formado en torno a él, según lo describió más tarde en una carta a un amigo, pero fue prudente en sus respuestas. Sabía que su principal rival, Alexander Hamilton Rice, un médico estadounidense multimillonario que disponía de innumerables recursos, estaba internándose ya en la jungla con un despliegue de medios sin precedentes. La perspectiva de que el doctor Rice encontrara Z aterraba a Fawcett. Varios años antes, Fawcett había presenciado cómo un colega de la Royal Geographical Society, Robert Falcon Scott, había partido con el objetivo de convertirse en el primer explorador en llegar al Polo Sur. Cuando llegó, descubrió, poco antes de morir congelado, que su rival noruego, Roald Amundsen, le había superado en treinta y tres días. En una carta reciente a la Royal Geographical Society, Fawcett había escrito: «No puedo decir todo lo que sé, ni ser preciso con la ubicación, pues estas cosas se filtran, y no hay nada tan amargo para el pionero como ver la culminación de su trabajo con antelación».20

Temía asimismo que si revelaba detalles de su ruta, otros intentarían encontrar Z o ir en su rescate, lo cual acarrearía sin duda incontables muertes. Una expedición de mil cuatrocientos hombres armados había desaparecido tiempo atrás en aquella misma región. Un boletín informativo telegrafiado por todo el globo anunciaba: «Expedición de Fawcett […] para penetrar en tierra de la que nadie ha regresado». Y Fawcett, que estaba decidido a llegar hasta las regiones más inaccesibles, no tenía intención, contrariamente a otros exploradores, de navegar los ríos: tenía previsto atajar por la jungla a pie. La Royal Geographical Society había advertido de que Fawcett «es seguramente el único geógrafo vivo que puede abordar con éxito»21 una expedición de esas características y que «nadie más que él está capacitado para llevarla a cabo».22 Antes de partir de Inglaterra, Fawcett confesó a su hijo menor «Si con toda mi experiencia no lo conseguimos, poca esperanza hay para otros».23

Mientras los reporteros vociferaban a su alrededor, Fawcett explicó que solo una expedición reducida tendría alguna posibilidad de sobrevivir. Podría alimentarse de los frutos de la tierra y no constituir una amenaza para los indígenas hostiles. La expedición, según afirmó, «no será un equipo de exploración que goce de todo tipo de comodidades, con un ejército de porteadores, guías y animales de carga. Esas expediciones tan pesadas no llegan a ninguna parte; se rezagan en la periferia de la civilización y disfrutan de las ventajas de una misión tan publicitada. De todos modos, allí donde comienza la verdadera jungla inexplorada ya no puede contarse con los porteadores, que temen a los salvajes. No es posible llevar animales por la falta de pasto y por las picaduras de los insectos y los murciélagos. No hay guías, pues nadie conoce el terreno. Es necesario reducir el equipo al mínimo imprescindible, cargándolo uno mismo, y confiando en que será capaz de subsistir trabando amistad con las diferentes tribus con que se encuentre».24 Y después añadió: «Tendremos que sufrir toda clase de dolencias […]. Tendremos que desarrollar una fortaleza mental, además de la física, pues en esas condiciones los hombres suelen desmoronarse bajo el yugo de sus pensamientos y sucumbir antes que sus cuerpos».25

Fawcett tan solo había escogido a dos personas para que lo acompañaran: su hijo de veintiún años, Jack, y el mejor amigo de este, Raleigh Rimell. Aunque ninguno de los dos había ido antes de expedición, Fawcett creía que eran idóneos para la misión: duros y leales, y, dada la estrecha amistad entre ambos, era poco probable que, tras meses de aislamiento y sufrimientos, llegaran a «hostigarse y molestarse»26 -o, como ocurría con frecuencia en esta clase de expediciones, amotinarse-. Jack era, según lo describió su hermano Brian, «la viva imagen de su padre»:27 alto, de una fuerza temible y ascético. Al igual que su padre, no fumaba ni bebía. Brian observó que «el metro noventa [de Jack] era puro hueso y músculo, y que los tres principales agentes de la degeneración corporal (el alcohol, el tabaco y la vida disoluta) le resultaban repugnantes».28 El coronel Fawcett, que seguía un estricto código Victoriano, lo describió de un modo algo diferente: «Es […] absolutamente virgen de cuerpo y mente».29

Jack, que desde niño deseaba acompañar a su padre en una expedición, llevaba años preparándose: alzando pesas, observando una estricta dieta, estudiando portugués y aprendiendo a navegar guiándose por las estrellas. Aun así, apenas había sufrido privaciones, y su rostro, de tez luminosa, con el bigote bien recortado y el pelo castaño y pulcro, no mostraba la dureza que se reflejaba en la expresión de su padre. Con su ropa moderna y elegante, más que un científico parecía una estrella de cine, precisamente en lo que confiaba convertirse a su triunfal regreso.

Raleigh, si bien más bajo que Jack, medía cerca de un metro ochenta y era musculoso (un «físico excelente»,30 dijo Fawcett a la RGS). Su padre había sido cirujano de la Marina Real y había muerto de cáncer en 1917, cuando Raleigh contaba quince años. De pelo moreno, con pronunciadas entradas y mostacho de jugador de apuestas de embarcación fluvial, Raleigh era de naturaleza jocosa y traviesa. «Había nacido para ser payaso -comentó Brian Fawcett-, el contrapeso perfecto al serio de Jack.»31 Los dos muchachos habían sido inseparables desde que ambos rondaban por los campos circundantes a Seaton, Devonshire, donde habían crecido, montando en bicicleta y disparando rifles al aire. En una carta a uno de los confidentes de Fawcett, Jack escribió: «Ahora tenemos a Raleigh Rimell a bordo, que es igual de entusiasta que yo […]. Es el único amigo íntimo que he tenido en la vida. Le conocí antes de cumplir los siete años y, más o menos, hemos estado juntos desde entonces. Es honrado y decente en todos los sentidos de la palabra, y nos conocemos el uno al otro como la palma de la mano».32

Al subir al barco, Jack y Raleigh, rebosantes de entusiasmo, se encontraron con docenas de camareros, ataviados con uniformes blancos almidonados y correteando por los pasillos con telegramas y cestas de frutas con tarjetas en las que se deseaba un buen viaje. Uno de ellos, evitando cuidadosamente las dependencias de popa, donde se alojaban los pasajeros de tercera clase, guió a los exploradores hasta los camarotes de primera, situados en el centro de la embarcación, lejos del traqueteo de las hélices. Las comodidades que ofrecía el barco en nada se parecían a las pésimas condiciones que Fawcett había tenido que sufrir en su primer viaje a Sudamérica, dos décadas antes, o cuando Charles Dickens, al cruzar el Atlántico en 1842, había descrito su camarote como «un cajón totalmente impracticable, absolutamente inútil y profundamente ridículo».33 El comedor, añadía Dickens, semejaba una «carroza fúnebre con ventanas».34 En aquel barco todo estaba pensado para alojar a una nueva generación de turistas, «simples viajeros», según los consideraba Fawcett con desprecio, con muy pocas nociones de «los lugares que hoy requieren cierto grado de resistencia y se cobran muchas vidas, con el físico necesario para enfrentarse a peligros». Los camarotes de primera clase disponían de camas y agua corriente, de ojos de buey que dejaban entrar la luz del sol y aire fresco, y ventiladores eléctricos en el techo. El folleto del barco pregonaba la «ventilación perfecta garantizada por modernos aparatos eléctricos» del Vauban, que ayudaban a «contrarrestar la impresión de que un viaje a y por los trópicos conlleva sin remedio incomodidades».35