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Fawcett, como muchos otros exploradores de la época victoriana, era un diletante profesionaclass="underline" además de geógrafo y arqueólogo sedicente, también era un artista con talento (sus dibujos en tinta han sido expuestos en la Royal Academy) y constructor naval (había patentado la ichthoid curve, que añadía nudos a la velocidad de la embarcación). Pese a su interés por el mar, escribió a su esposa Nina, su defensora más incondicional y su portavoz siempre que él estaba ausente, que tanto el Vauban como la travesía le resultaron «más bien pesados»:36 lo que realmente deseaba era estar en la selva.

Mientras tanto, Jack y Raleigh estaban ansiosos por explorar el lujoso interior del barco. Al doblar una esquina había un salón con techos abovedados y columnas de mármol. Al doblar otra, un comedor con mesas tapizadas con manteles blancos y atendidas por camareros con corbata negra que servían costillares de cordero y vino con decantadores mientras la orquesta tocaba. El barco disponía incluso de un gimnasio, donde ambos podían entrenarse para su misión.

Jack y Raleigh ya no eran dos jóvenes desconocidos: eran, como los habían aclamado los periódicos, «valientes», «ingleses de voluntad inquebrantable» que se parecían a sir Lancelot. Conocieron a dignatarios, que los invitaban a sentarse a sus mesas, y a mujeres que fumaban largos cigarrillos y les dirigían lo que el coronel Fawcett denominaba «miradas de descarada audacia». Jack no sabía muy bien cómo comportarse en presencia de mujeres: para él, al parecer, eran tan misteriosas y distantes como Z. Por el contrario, Raleigh pronto empezó a flirtear con una chica, sin duda alardeando de sus inminentes aventuras.

Fawcett sabía que para Jack y Raleigh la expedición aún no era más que una hazaña que no rebasaba los límites de la imaginación. En Nueva York, ambos jóvenes disfrutaron entusiasmados de una constante diversión: las veladas en el hotel Waldorf-Astoria, en cuyo Salón Dorado, la última noche, dignatarios y científicos de la ciudad se reunieron para celebrar una fiesta y desearles un buen viaje; los brindis en el Camp Fire Club y el National Arts Club; la parada en Ellis Island (un alto funcionario de inmigración observó que ninguno de los invitados a la fiesta era «ateo», «polígamo», «anarquista» ni «deforme»), y las salas de cine, que Jack frecuentó día y noche.

Mientras que Fawcett había desarrollado una resistencia física y mental a lo largo de años de exploración, Jack y Raleigh tendrían que hacerlo sin ninguna preparación previa.

Pero Fawcett no albergaba la menor duda de que lo conseguirían. En sus diarios escribió que «Jack está perfectamente capacitado para ello». Y predijo: «Es lo bastante joven para adaptarse a cualquier situación, y varios meses sobre el terreno le endurecerán lo necesario. Si sale a mí, no contraerá ninguna de las muchas dolencias y enfermedades […], y, en caso de emergencia, creo que conservará el coraje».37 Fawcett expresó la misma confianza en Raleigh, quien admiraba a Jack casi con la misma intensidad con que este admiraba a su padre. «Raleigh le seguirá a donde sea»,38 comentó.

La tripulación del barco empezó a gritar: «¡Listos para zarpar!». El silbato del capitán reverberó en el puerto, y la nave crujió y cabeceó al retroceder desde el muelle. Fawcett contempló el perfil de Manhattan, con la Metropolitan Life Insurance Tower, durante un tiempo el edificio más alto del planeta, y el Woolworth Building, que le había sobrepasado en altitud; las luces de la metrópoli refulgían como si alguien hubiese reunido todas las estrellas en aquel lugar. Con Jack y Raleigh junto a él, Fawcett gritó a los periodistas que había en el embarcadero: «¡Volveremos, y traeremos lo que vamos a buscar!».39

2. La desaparición

Con qué facilidad puede engañar el Amazonas.

El río más poderoso del mundo, más poderoso que el Nilo y el Ganges, más que el Mississippi y que todos los ríos de China empieza siendo apenas un arroyo. En los Andes, por encima de los cinco mil quinientos metros, entre nieve y nubes, emerge por una grieta rocosa, apenas un reguero de agua cristalina. En ese punto no se diferencia de otros muchos arroyos que surcan la cordillera andina, algunos de los cuales se derraman en cascadas por la vertiente occidental hacia el Pacífico, que se encuentra a unos cien kilómetros. Otros, como el Amazonas, bajan por la vertiente oriental en un viaje aparentemente imposible hasta el océano Atlántico, recorriendo una distancia mayor que la que separa Nueva York de París. A tanta altura, el aire es demasiado frío para que haya selva y depredadores. No obstante, es en ese lugar donde nace el Amazonas, alimentado por el deshielo y la lluvia, para luego ser arrastrado precipicios abajo por la fuerza de la gravedad.1

Desde sus fuentes, el río desciende bruscamente. A medida que va ganando velocidad, se suman a él centenares de arroyos, la mayoría tan pequeños que incluso carecen de nombre. Unos dos mil doscientos metros más abajo, la corriente accede a un valle donde se ven los primeros indicios de verde. Enseguida, otros riachuelos algo más caudalosos convergen en él. En su agitado trayecto hacia las llanuras más bajas, el río tiene aún que recorrer cerca de cinco mil kilómetros más hasta alcanzar el océano. Es imparable. También lo es la selva, que, debido al calor ecuatorial y a las lluvias torrenciales, poco a poco va engullendo las riberas. Esta masa selvática, que se expande en el horizonte, alberga la mayor variedad de especies del mundo. Y, por primera vez, el río aparece en toda su grandeza: es el Amazonas.

Pese a ello, no es lo que parece. Serpenteando hacia el este, el Amazonas penetra en una región inmensa en forma de cuenca poco profunda y, dado que fluye por la base de la misma, cerca del cuarenta por ciento de las aguas de Sudamérica -procedentes de ríos de países tan lejanos como Colombia, Venezuela, Bolivia y Ecuador- se vierten en él. Y así, va volviéndose más poderoso. Con una profundidad que en ciertos puntos supera los noventa metros, ya no necesita precipitarse; va conquistando terreno marcando su propio ritmo. En su sinuoso recorrido, deja atrás el río Negro y el Madeira; el Tapajós y el Xingu, dos de los afluentes meridionales de mayor envergadura, y la isla Marajó, más grande que Suiza, hasta que, finalmente, tras atravesar cerca de seis mil kilómetros y recoger agua de mil afluentes, el Amazonas alcanza su desembocadura de trescientos veinte kilómetros de anchura y se derrama en el Atlántico. Lo que empezó como un arroyo expele en el océano doscientos quince millones de litros por segundo, un vertido sesenta veces mayor que el del Nilo. Las aguas dulces del Amazonas se internan en el océano hasta tal distancia que, en el año 1500, Vicente Pinzón, un capitán español que había acompañado con anterioridad a Colón en sus travesías, descubrió el río cuando navegaba a muchas millas de la costa de Brasil. Lo llamó Mar Dulce.