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Resulta difícil explorar esta región en cualquier circunstancia, pero, en noviembre, la llegada de las lluvias la torna infranqueable. Las olas -junto con el macareo de la marea, de unos veinticuatro kilómetros por hora, conocido como pororoca, o «gran rugido»- estallan contra la orilla. En Belém, el caudal del Amazonas a menudo se eleva tres metros y medio; en Iquitos, seis; en Óbidos, diez y medio. En el caso del Madeira, el afluente más largo del Amazonas, el cauce puede aumentar incluso más, superando los veinte metros. Tras meses de inundación, muchos ríos estallan sobre sus riberas y se derraman por la selva, arrancando de cuajo plantas y rocas, y transformando la región sur de la cuenca prácticamente en una isla interior, lo que era en su inicio hace millones de años. Luego el sol aparece y agosta la zona. La tierra se agrieta como si se hubiese producido un terremoto. Las ciénagas se evaporan y las pirañas quedan varadas en pantanos desecados, devorándose las unas a las otras. Las ciénagas se transforman en prados; las islas, en lomas.

Así se manifiesta la estación seca cuando llega a la cuenca meridional del Amazonas. Según recuerdan los habitantes de la zona, así ha sido siempre. Y esas eran las condiciones en junio de 1996, cuando una expedición de científicos y aventureros brasileños pusieron rumbo a la selva. Buscaban indicios sobre lo sucedido al coronel Percy Fawcett, que había desaparecido junto con su hijo Jack y Raleigh Rimell hacía más de setenta años.

La expedición2 estaba liderada por un banquero brasileño de cuarenta y dos años, llamado James Lynch. Después de que un periodista le contara la historia de Fawcett, Lynch leyó todo cuanto encontró sobre el tema. Así supo que la desaparición del coronel, acaecida en 1925, había conmocionado al mundo; un hecho que se contaba «entre las desapariciones más célebres de la era moderna»,3 tal y como la había descrito un observador de la época. Durante cinco meses, Fawcett había enviado despachos que, arrugados y sucios, eran transportados a través de la selva por corredores indígenas, y, en lo que parecía una proeza rayana en lo mágico, enviados después por medio de telégrafos e impresos en prácticamente todos los continentes. En un temprano ejemplo de lo que luego serían los reportajes y documentales actuales que tanto interés despiertan, ese lejano acontecimiento fascinaba por igual a africanos, asiáticos, europeos, australianos y americanos. La expedición, según afirmaba un periódico, «cautivó la imaginación de todos los niños que, en algún momento, habían soñado con tierras ignotas».4

Sin embargo, un buen día los despachos cesaron. En su búsqueda de información, Lynch descubrió que Fawcett había advertido de la posibilidad de estar unos meses incomunicado, pero transcurrió un año, luego dos, y con el tiempo la fascinación del público fue aumentando. ¿Estarían Fawcett y los dos jóvenes retenidos como rehenes por los indios? ¿Habrían muerto de hambre? ¿Se habrían quedado deslumbrados con Z y por ello se negaban a regresar? Se producían debates por múltiples salones y tabernas clandestinas; en las más altas esferas gubernamentales se intercambiaban cablegramas. Este misterio dio lugar a radionovelas, novelas (se cree que en Un puñado de polvo, de Evelyn Waugh, hay una clara influencia de la saga Fawcett),5 poemas, documentales, películas, sellos postales, cuentos infantiles, cómics, baladas, obras de teatro, novelas gráficas y exposiciones en museos. En 1933, un autor de literatura de viajes exclamó: «En torno a esta cuestión se ha generado suficiente leyenda para dar lugar a una rama de folclore nueva e independiente».6 Fawcett se había granjeado un lugar en los anales de la exploración, no por lo que había desvelado al mundo sino por lo que ocultaba. Había hecho la promesa de llevar a cabo «el gran descubrimiento del siglo»; en lugar de eso, había dado vida al «mayor misterio del siglo xx en el ámbito de la exploración».

Lynch también descubrió, para su asombro, que infinidad de científicos, exploradores y aventureros se habían internado en la selva con la determinación de encontrar a los integrantes de la partida de Fawcett, vivos o muertos, y regresar con pruebas que confirmasen la existencia de Z. En febrero de 1955, el The New York Times afirmó que la desaparición de Fawcett había propiciado más búsquedas «que las organizadas a lo largo de los siglos para dar con el fabuloso El Dorado».7 Algunas de estas expediciones habían perecido a causa del hambre; otras, a manos de tribus. Luego llegaron aquellos aventureros que partieron en busca de Fawcett y acabaron desapareciendo, al igual que él, en la selva a la que los viajeros habían bautizado hacía mucho tiempo como el «infierno verde». Dado que muchos de estos buscadores no publicitaron sus viajes, no existen estadísticas fidedignas del número de personas que han muerto en el intento. Una estimación reciente, no obstante, eleva el total a un centenar.

Lynch no parecía dado a dejarse llevar por las fantasías. Alto, esbelto, de ojos azules y tez pálida muy sensible al sol, trabajaba en el Chase Bank de Sao Paulo. Estaba casado y tenía dos hijos. Pero, cuando contaba treinta años, empezó a sentir ciertas inquietudes: desaparecía durante días recorriendo a pie la selva del Amazonas. Pronto pasó a participar en competiciones de riesgo extenuantes: en una ocasión, caminó setenta y dos horas seguidas, sin dormir, y cruzó un cañón haciendo equilibrios sobre una soga. «La idea era agotarse física y mentalmente, y ver cómo reaccionaba uno en esas circunstancias -dijo, y añadió-: Algunas personas se desmoronaban, pero a mí siempre me pareció estimulante.»

Lynch era más que un aventurero. Se sentía atraído tanto por la investigación intelectual como por las proezas físicas, y confiaba en arrojar luz con sus indagaciones sobre temas poco conocidos. Con frecuencia pasaba meses encerrado en la biblioteca investigando sobre algún tema. Se había aventurado, por ejemplo, a buscar las fuentes del Amazonas y había encontrado una colonia de menonitas que vivían en el desierto boliviano. Pero nunca había topado con un caso como el del coronel Fawcett.

Las partidas expedicionarias anteriores no solo no habían hallado pista alguna sobre lo ocurrido a Fawcett -todas habían desaparecido, convirtiéndose ellas mismas en un misterio-, sino que tampoco ninguna había desentrañado lo que Lynch consideraba el mayor enigma de todos: Z. De hecho, Lynch descubrió que, a diferencia de otros exploradores desaparecidos -como Amelia Earhart, que desapareció en 1937 mientras intentaba dar la vuelta al mundo pilotando un avión-, Fawcett había imposibilitado el rastreo de su ruta. La había mantenido tan en secreto que incluso ocultó detalles cruciales a su esposa, Nina, según confesó ella misma. Lynch estudió antiguos artículos periodísticos, pero apenas halló en ellos claves tangibles. Más tarde encontró una copia (con la esquina de algunas páginas doblada) de Exploration Fawcett [A través de la selva amazónica], una recopilación de escritos del explorador editados por su otro hijo, Brian, y publicados en 1953. (Ernest Hemingway conservaba un ejemplar en su biblioteca personal.) El libro resultó contener uno de los pocos indicios del trayecto definitivo del coronel, pues citaba como palabras de Fawcett: «Nuestra ruta partirá del Dead Horse Camp [Campamento del Caballo Muerto], a 11°43' sur y 54°35' oeste, donde mi caballo murió en 1921».8 Aunque las coordenadas indicaban tan solo el punto de partida, Lynch las introdujo en su GPS. Este señalizó un punto situado en la cuenca meridional del Amazonas, en el Mato Grosso -cuyo nombre significa «bosque denso»-, un estado brasileño más grande que Francia y Gran Bretaña juntas. Llegar al Dead Horse Camp requeriría cruzar parte de la jungla más inaccesible del Amazonas, e implicaría a la vez acceder a territorios controlados por tribus indígenas que se habían instalado en la espesura de la selva y custodiaban sus tierras con fiereza.