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Instantes después, un indio kuikuro llegó corriendo desde el sendero, gritando en su lengua nativa. Los demás salieron del agua a toda prisa.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Lynch en portugués.

– Problemas -contestó un kuikuro.

Los indígenas echaron a correr hacia el poblado, y Lynch y su hijo los siguieron, con las ramas arañándoles la cara. Cuando llegaron, un miembro de la expedición se acercó a ellos.

– ¿Qué está pasando? -le preguntó Lynch.

– Están rodeando el campamento.

Lynch vio a más de una veintena de indígenas, presumiblemente de tribus vecinas, precipitándose hacia ellos. También habían oído el avión. Muchos lucían brochazos de pintura roja y negra en sus cuerpos desnudos. Llevaban consigo arcos y flechas de casi dos metros, rifles antiguos y lanzas. Cinco de los hombres de Lynch echaron a correr hacia el avión. El piloto seguía en la cabina y los cinco saltaron dentro, aunque el aparato solo tenía capacidad para cuatro pasajeros. Gritaron al piloto que despegara, pero este parecía no advertir lo que ocurría. Entonces miró a través de la ventanilla y vio que varios indígenas se precipitaban hacia él enarbolando los arcos y las flechas. Mientras ponía en marcha el motor, los indígenas se aferraron a las alas, tratando de retener la avioneta en tierra. El piloto, consciente de la peligrosa sobrecarga que llevaba, arrojó por las ventanillas todo cuanto tenía a mano, es decir, ropa y documentos, que revolotearon a merced de la propulsión de las hélices. El avión recorrió con gran estruendo la improvisada pista de aterrizaje, bamboleándose, rugiendo y virando bruscamente entre los árboles. Justo antes de que las ruedas se alzaran del suelo, el último de los indígenas se soltó del aparato.

Lynch vio cómo el avión desaparecía, envuelto en la nube de polvo rojo que el aparato había levantado. Un joven indígena, que llevaba todo el cuerpo cubierto de pintura y parecía liderar el asalto, se acercó a Lynch agitando en el aire una borduna, una especie de garrote de más de un metro de largo que los guerreros usaban para aplastar la cabeza de sus enemigos. Hostigó a Lynch y a los once miembros restantes de su equipo hasta unas pequeñas embarcaciones.

– ¿Adónde nos lleváis? -preguntó Lynch.

– Sois nuestros prisioneros de por vida -contestó el joven.

James Jr. se palpó la cruz que llevaba colgada al cuello. Lynch siempre había creído que una aventura no era tal hasta que, según sus propias palabras, «llega la mala suerte». Pero aquello era algo que no había previsto. No contaba con ningún plan de emergencia, ni experiencia a la que recurrir. Ni siquiera disponía de un arma.

Apretó con fuerza la mano de su hijo.

– Pase lo que pase -le susurró-, no hagas nada a menos que yo te lo diga.

Las embarcaciones enfilaron el río principal y después un angosto arroyo. A medida que se internaban en la jungla, Lynch observó el entorno: el agua cristalina rebosante de peces iridiscentes, la vegetación cada vez más densa. Aquel era, pensó, el lugar más hermoso que jamás había visto.

3. Comienza la búsqueda

Siempre se ha dicho que toda búsqueda tiene un origen romántico. Sin embargo, ni siquiera ahora, soy capaz de encontrar uno bueno para la mía.

Permitidme que me explique: no soy explorador ni aventurero. No escalo montañas ni salgo de caza. Ni siquiera me gusta ir de camping. No llego al metro setenta y tengo casi cuarenta años, con una cintura que empieza a crecer y una mata de pelo negro que cada vez es más escasa. Sufro una afección degenerativa llamada queratocono que me impide ver bien de noche. Mi sentido de la orientación es pésimo; tiendo a olvidar dónde estoy cuando viajo en metro y me paso mi parada de Brooklyn. Me gustan los periódicos, la comida precocinada, los acontecimientos deportivos (grabados con sistema TiVo) y el aire acondicionado puesto al máximo. Ante la disyuntiva diaria de subir dos tramos de escalera hasta mi apartamento o hacerlo en el ascensor, invariablemente opto por lo segundo.

Sin embargo, cuando trabajo en una historia las cosas cambian. Desde joven, me han atraído los relatos de intriga y aventura, aquellos que «atrapan», como los definía Rider Haggard. Los primeros que recuerdo que me contaron giraban en torno a mi abuelo, Monya. En aquel entonces él pasaba de los setenta y padecía Parkinson; se sentaba, con ese constante temblor, en el porche de nuestra casa, en Westport, Connecticut, con la mirada perdida. Mientras tanto, mi abuela me relataba sus antiguas aventuras. Me dijo que mi abuelo, de origen ruso, había sido peletero y fotógrafo freelance para la National Geographic, el primer cámara occidental a quien se le había permitido, en la década de los veinte, acceder a varias regiones de China y del Tíbet. (Varios parientes sospechan que era espía, aunque nunca hemos encontrado prueba alguna que confirme esta teoría.) Mi abuela recordaba que, poco antes de casarse con él, Monya fue a la India para comprar pieles de gran valor. Pasaban las semanas y no recibía noticias de él. Al cabo, le llegó por correo un sobre maltrecho. En su interior tan solo había una fotografía emborronada de Monya tendido, con el cuerpo encogido y el rostro pálido bajo una mosquitera: había contraído la malaria. Finalmente regresó, pero, dado que aún estaba convaleciente, la boda se celebró en el hospital. «Entonces supe lo que me esperaba», me confesó mi abuela. Me contó que Monya se había hecho corredor de motos profesional y, al ver que yo la miraba con aire escéptico, desplegó un pañuelo y me mostró su contenido: una de las medallas de oro que él había ganado. En una ocasión, estando en Afganistán en busca de pieles, le fallaron los frenos de la moto con sidecar, en el que llevaba a un amigo, mientras atravesaban el paso de Khyber. «Con la moto ya fuera de control, tu abuelo se despidió de su amigo -rememoró mi abuela-. Entonces Monya vio a unos obreros trabajando en la carretera; junto a ellos había un gran montículo de tierra y tu abuelo viró el volante hacia él. Ambos salieron catapultados. Se rompieron varios huesos, pero nada grave. Por supuesto, eso no impidió que tu abuelo siguiera viajando en moto.»

Para mí, lo más asombroso de aquellas aventuras era la figura alrededor de la cual giraban. La imagen que yo había tenido siempre de mi abuelo era la de un anciano que apenas podía andar. Cuanto más me contaba de él mi abuela, más ávido me sentía yo de conocer detalles que me ayudaran a entenderle; aun así, había algo en él que incluso mi abuela parecía no entender. «Es Monya», decía ella, haciendo un gesto resignado con la mano.

Cuando me hice reportero, empezaron a atraerme las historias que «atrapaban». En la década de los noventa trabajé como corresponsal en el Congreso, pero seguía indagando por cuenta propia en historias sobre estafadores, gánsteres y espías. Si bien la mayor parte de mis artículos parecen no guardar relación alguna entre sí, tienen un vínculo en común: la obsesión. Versan sobre personas corrientes impelidas a hacer cosas extraordinarias -cosas que la mayoría de nosotros jamás osaríamos hacer-, en cuya cabeza brota el germen de una idea que va expandiéndose como en una metástasis hasta que los consume.

Siempre he creído que mi interés por este tipo de individuos es meramente profesionaclass="underline" son ellos quienes me proporcionan el mejor material. Pero en ocasiones me pregunto si no me pareceré a ellos más de lo que quiero creer. La actividad del reportero implica una incesante búsqueda para desentrañar detalles, con la esperanza de descubrir alguna verdad oculta. Para disgusto de mi esposa, cuando trabajo en una historia así tiendo a perder de vista todo lo demás. Olvido pagar las facturas y afeitarme. No me cambio de ropa tan a menudo como debiera. Incluso asumo riesgos que de ningún otro modo aceptaría: reptar centenares de metros bajo las calles de Manhattan con excavadores de túneles o viajar en un esquife con un cazador de calamares gigantes durante una violenta tempestad. A la vuelta de aquella travesía en barco, mi madre me dijo: «¿Sabes?, me recuerdas a tu abuelo».