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4. Tesoro enterrado

Percy Harrison Fawcett probablemente nunca se había sentido tan vivo.

Corría el año 1888 y Fawcett era teniente de la Artillería Real. Acababa de obtener un permiso de un mes en su guarnición de la colonia británica de Ceilán, e iba engalanado con un pulcro uniforme blanco con botones dorados y un casco de punta ajustado bajo el mentón. No obstante, incluso armado con rifle y espada, parecía un muchacho, el «más bisoño»1 de los oficiales jóvenes, como se llamaba a sí mismo.

Se dirigió a su bungalow de Fort Frederick, que daba al resplandeciente fondo azul del puerto de Trincomalee. Fawcett, amante empedernido de los perros, compartía su habitación con siete fox terrier, que, en aquellos tiempos, acompañaban con frecuencia a los oficiales a la batalla. Buscó una carta que había escondido entre los artilugios que abarrotaban sus dependencias. Allí estaba: extraños y retorcidos caracteres garabateados con tinta de sepia. A Fawcett le había enviado la nota un administrador colonial, que la había recibido de un cacique del pueblo a quien había hecho un favor. Según escribió más tarde en su diario, aquella misteriosa caligrafía llevaba adjunto un mensaje en inglés que informaba que en la ciudad de Badulla, situada en el interior de la isla, había una planicie cubierta de rocas en un extremo. En cingalés, aquel lugar se conocía como Galla-pita-Galla, «roca sobre roca». El mensaje proseguía así:

Bajo esas rocas hay una cueva a la que durante un tiempo era fácil acceder, pero que ahora cuesta encontrar debido a que la entrada está tapiada por piedras, vegetación selvática y hierba crecida. A veces se ven leopardos rondando por allí. En la cueva hay un tesoro […] [de] joyas y oro sin pulir en una cantidad mayor de la que muchos reyes poseyeron.2

Aunque Ceilán (la actual Sri Lanka) era conocida como «el joyero del océano índico», el administrador colonial había dado poco crédito a una historia tan extravagante y entregó los documentos a Fawcett, pues creía que le resultarían interesantes. Fawcett no tenía ni idea de qué hacer con ellos; podría tratarse de meras paparruchas. Pero, a diferencia de los cuerpos de oficiales aristócratas, tenía poco dinero. «Como teniente sin peculio de la Artillería -escribió-, la idea de un tesoro resultaba demasiado atractiva para desecharla.»3 Suponía también una oportunidad para alejarse de la base de artillería y de la casta blanca gobernante, que era el reflejo de la alta sociedad inglesa, una sociedad que, bajo su pátina de respetabilidad social, siempre había entrañado para Fawcett cierto horror dickensiano.

Su padre, el capitán Edward Boyd Fawcett, era un aristócrata Victoriano, antiguo miembro del círculo íntimo del príncipe de Gales y uno de los mejores bateadores de criquet del imperio. Pero de joven empezó a llevar una vida disoluta tras caer en el alcoholismo -su apodo era Bulb, «bulbo», debido a que su nariz se había abultado por efecto del alcohol-. Además era mujeriego y un gran despilfarrador, que dilapidó el patrimonio familiar. Años después, un pariente, esforzándose por describirle en los mejores términos posibles, escribió que el capitán Fawcett «poseía grandes capacidades que no habían encontrado verdadera aplicación en la práctica, un buen hombre descarriado […], un erudito de Balliol y excelente atleta […], regatista, encantador e inteligente, secretario privado del príncipe de Gales (que más tarde sucedería a la reina Victoria como Eduardo VII), y quien dilapidó dos sustanciosas fortunas en la corte, desatendió a su esposa e hijos […], y, a consecuencia de sus hábitos disolutos y su adicción a la bebida al final de su corta vida, murió consumido a los cuarenta y cinco años».4

La madre de Percy, Myra Elizabeth, no supuso un gran refugio en ese entorno «desestructurado». «Su desdichada vida marital le provocó una frustración y una amargura tales que la empujaron al capricho y a adoptar una actitud injusta en especial con sus hijos»,5 escribió el mismo pariente. Tiempo después, Percy confesó a Conan Doyle, con quien mantenía una relación epistolar, que su madre era sencillamente «odiosa».6 Pese a ello, Percy intentó preservar la reputación de ella, junto con la de su padre, aludiendo a ellos solo de forma indirecta en A través de la selva amazónica: «Tal vez fuera lo mejor que mi infancia […] estuviera tan exenta de afecto paternal para convertirme en lo que soy».7

Con el dinero que les quedaba, los padres de Fawcett le enviaron a escuelas públicas de élite de Gran Bretaña -entre ellas, Westminster-, célebres por los rigurosos métodos que aplicaban. Aunque Fawcett insistía en que los frecuentes varazos que recibía «no consiguieron cambiar mis puntos de vista»,8 fue obligado a adaptarse al concepto Victoriano del caballero.9 La indumentaria se consideraba un signo inconfundible de carácter, y él solía llevar levita negra y chaleco, y, en los acontecimientos formales, frac y sombrero de copa; los guantes impolutos, ultimados con ensanchadores y máquinas de pólvora, eran tan esenciales que algunos hombres llegaban a utilizar seis pares en un mismo día. Años después, Fawcett se quejaría de que «el memorable horror (de tales complementos) persistía aún desde los días grises en la escuela de Westminster».10

Solitario, combativo e hipersensible, Fawcett había aprendido a conversar sobre obras de arte (aunque nunca alardearía de sus conocimientos), a bailar el vals sin retroceder y a ser extremadamente recatado en presencia del sexo opuesto. La sociedad victoriana, temerosa de que la industrialización erosionara los valores cristianos, estaba obsesionada por controlar los instintos carnales. Se llevaban a cabo cruzadas contra la literatura obscena y «la enfermedad de la masturbación», y por la campiña se repartían panfletos en favor de la abstinencia, que instaban a las madres a «permanecer vigilantes en los henares». Los médicos recomendaban el uso de «aros con púas para el pene» a fin de reprimir impulsos incontrolados. Tal fervor contribuyó a que Fawcett tuviese una visión de la vida que se asemejaba a una guerra constante contra las fuerzas físicas que lo rodeaban. En escritos posteriores, advirtió de que con demasiada frecuencia se «ocultan […] anhelos de excitación sexual» y «vicios y deseos».11

La caballerosidad, no obstante, no se limitaba al decoro. De Fawcett se esperaba que fuera, según escribió un historiador acerca del prototipo de caballero Victoriano, «un líder natural de los hombres […], intrépido en la guerra».12 Los deportes se consideraban el entrenamiento último para los jóvenes que pronto pondrían a prueba su valor en lejanos campos de batalla. Fawcett llegó a ser, como su padre, un excelente jugador de criquet. El periódico local alababa repetidamente su juego «brillante». Alto y esbelto, dotado de una notable coordinación, era un atleta nato, pero los espectadores observaron en su estilo una determinación casi obsesiva. Uno de ellos afirmó que Fawcett mostraba de forma invariable a los lanzadores que «se precisa algo más de lo habitual para desbancarle en cuanto está preparado».13 Cuando empezó a practicar el rugby y el boxeo, dio muestras de la misma ferocidad obstinada: en un partido de rugby, se abrió camino entre sus oponentes incluso después de haber perdido los incisivos tras recibir un golpe.