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Cuando por fin me detuve, fue en un claro en calma donde una luz verdosa se filtraba entre las hojas de árboles altos y flacos. El musgo que cubría el suelo era tan espeso que tuve la impresión de que caminaba sobre la densa alfombra de la oculta sala de pinturas, donde había encontrado al Señor de la Casa Absoluta. Por un momento apoyé la espalda en uno de los troncos delgados, escuchando. No se oía ningún ruido salvo el jadeo de mi respiración y el rugido de marea de la sangre en mis oídos.

Con el tiempo advertí un tercer sonido: el zumbido de una mosca. Me enjugué la cara empapada con el borde de la capa de mi gremio. La capa estaba tristemente gastada y descolorida, y de pronto recordé que era la misma que el maestro Gurloes me había puesto sobre los hombros cuando yo emprendí mi viaje, y que era probable que muriera envuelto en ella. El sudor que había absorbido estaba frío como el rocío, y un olor de tierra húmeda colmaba el aire.

El zumbido de la mosca cesó y luego volvió a empezar: acaso fuera más insistente, acaso sólo lo pareciese porque yo había recobrado el aliento. Distraído, la busqué con la mirada y la vi perforar un haz de luz que había a unos pasos, y luego posarse en un objeto marrón que asomaba por detrás de uno de los árboles.

Una bota.

Yo no tenía ningún tipo de arma. Por lo común no habría temido enfrentarme a un solo hombre sin nada más que las manos, sobre todo en un lugar así, donde manejar una espada habría sido imposible; pero sabía que me faltaba buena parte de las fuerzas, y estaba descubriendo que el ayuno también destruye parte del coraje; o acaso sólo consume una parte, dejando el resto para otras exigencias.

Como fuera, avancé con cautela, de lado y sin hacer ruido, hasta que lo vi. Estaba tumbado con una pierna doblada bajo el cuerpo y la otra extendida. junto a la mano derecha había una cimitarra, y la atadura de cuero le ceñía aún la muñeca. El sencillo barbote había rodado a un paso de la cabeza. La mosca trepó por la bota hasta llegar a la carne desnuda, justo antes de la rodilla, y luego echó de nuevo a volar con un ruido de sierra pequeña.

Supe que estaba muerto, por supuesto, y pese al alivio sentí que la impresión de aislamiento volvía como una tromba, aunque no había advertido que se alejara. Lo tomé por el hombro y lo di vuelta. El cuerpo aún no se había hinchado pero, aunque débil, el olor de la muerte ya estaba allí. La cara se había ablandado como una máscara de cera al calor de las llamas; era imposible saber con qué expresión había muerto. Había sido joven y rubio, con una de esas caras agradables y cuadradas. Busqué una herida pero no la encontré.

Las correas de la mochila estaban tan ajustadas que no pude quitársela ni aflojar siquiera las ataduras. Al fin le saqué el cuchillo que llevaba en el cinturón y las corté; luego clavé la punta en un árbol. Una manta, un trozo de papel, una sartén ennegrecida, dos pares de toscos calcetines (muy bien recibidos) y, lo mejor de todo, una cebolla y media hogaza de pan negro envueltos en un trapo limpio, y cinco lonjas de carne y un pedazo de queso envueltos en otro.

Primero comí el pan y el queso, obligándome, cuando advertí que no podía comer despacio, a levantarme cada tres bocados y caminar. El pan ayudaba porque había que masticarlo mucho tiempo; sabía precisamente como el pan duro que solíamos dar a nuestros clientes en la Torre Matachina, pan que, mas por travesura que por hambre, yo había robado una o dos veces. El queso era fuerte, seco y salado, pero de todos modos me pareció excelente; pensé que nunca había probado un queso semejante, y sé que desde entonces no he vuelto a probarlo. Era como si estuviera comiendo vida. Me dio sed, y aprendí que la cebolla la apacigua estimulando las glándulas salivales.

Cuando llegué a la carne, que también estaba muy salada, empecé a preguntarme si debía reservarla para la noche, y decidí comer una lonja y guardar las otras cuatro.

Desde el amanecer el aire había estado quieto, pero ahora soplaba una brisa débil que me refrescaba las mejillas, agitaba las hojas, y castañeteando por el musgo, envió contra un árbol el papel que yo había sacado de la mochila del soldado muerto. Masticando todavía y tragando, lo fui a buscar y lo levanté. Era una carta; supongo que no había tenido tiempo de enviarla, o quizá de completarla. La escritura era sesgada, y más pequeña de lo que yo habría imaginado, aunque tal vez sólo se debiera al deseo de acumular muchas palabras en la pequeña hoja, que parecía haber sido la última que él tenía.

Ah, mi amor, estamos cientos de leguas al norte del lugar de donde te escribí la última vez, ya que hemos avanzado a marchas forzadas. Tenemos suficiente comida y de día está cálido, aunque por la noche a veces pasamos frío. Makar, de quien te hablé, se ha enfermado y le han permitido quedarse atrás. Entonces muchísimos otros alegaron que estaban enfermos y fueron obligados a marchar delante de nosotros sin armas y llevando doble peso y vigilados. En todo este tiempo no hemos visto ninguna huella de los ascios, y los rastreadores nos han dicho que todavía están a varios días de camino. Durante tres noches los sediciosos mataron centinelas, hasta que pusimos tres hombres en cada puesto y unas patrullas que vigilaban nuestro perímetro. La primera noche me asignaron a una de esas patrullas y me resultó muy inquietante, porque temía que alguno de mis camaradas me degollara en la oscuridad. Me pasé el tiempo apurando el paso sobre raíces y escuchando cómo cantaban junto al fuego:

«El sueño que mañana tengamos será sobre tierra manchada. Bebamos hoy a placer, que corra la capa amiga. Amigo, ojalá cuando disparen los tiros pasen lejos; te deseo un buen botín, pero conmigo a tu lado. Bebamos hoy a placer, que corra la copa amiga; el sueño que mañana tengamos será sobre tierra manchada.”

Naturalmente no vimos a nadie. Los sediciosos se llaman a sí mismos vodalarios, por el nombre deljefe, y se dice que son combatientes escogidos. Ybien pagos, porque tienen el apoyo de los ascios…

II — El soldado vivo

Dejé a un lado la carta a medio leer y miré al hombre que la había escrito. El disparo de la muerte no le había pasado lejos; ahora miraba el sol con ojos azules sin lustre, guiñando casi uno, el otro del todo abierto.

Mucho antes de ese momento yo habría debido acordarme de la Garra, pero no lo había hecho. Tal vez, ansioso por robar las provisiones del muerto, había suprimido la idea sin pensar que él podría haber compartido su comida con quien lo había rescatado de la muerte. Ahora, a la mención de Vodalus y sus seguidores (quienes, pensaba, me ayudarían sin duda si yo fuera capaz de encontrarlos), me acordé de ella en seguida y la saqué. Al sol del verano parecía chispear, más brillante por cierto de lo que yo la había visto nunca en su caja de zafiro. Lo toqué con la Garray luego, urgido por no sé qué impulso, se la puse en la boca.

Como tampoco esto obró nada, la tomé entre el pulgar y el índice y apreté la punta contra la suave piel de la frente. El soldado no se movió ni respiró, pero una gota de sangre, fresca y viscosa como la de un vivo, manó y me manchó los dedos.

Los retiré, me sequé la mano con unas hojas y habría vuelto a la carta si no hubiera oído crujir una rama a cierta distancia. Por un momento no pude decidir si esconderme, huir o luchar; pero era difícil hacer lo primero con éxito, y de lo segundo yo ya estaba harto. Recogí la cimitarra del muerto, me envolví en mi capa y aguardé.