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– ¿Está usted enfermo?

Algunas cabezas se volvieron. El poeta sonreía con un gesto estúpido, pesado.

– Oiga, ayúdeme a incorporarlo. Se conoce que se ha puesto malo.

Los pies del poeta se escurrieron y su cuerpo fue a dar debajo de la mesa.

– Échenme una mano; yo no puedo con él. La gente se levantó. Doña Rosa miraba desde el mostrador.

– También es ganas de alborotar… El muchacho se dio un golpe en la frente al rodar debajo de la mesa.

– Vamos a llevarlo al water, debe de ser un mareo.

Mientras don Trinidad y tres o cuatro clientes dejaron al poeta en el retrete, a que se repusiese un poco, su nieto se entretuvo en comer las migas del bollo suizo que habían quedado sobre la mesa.

– El olor del desinfectante lo espabilará; debe de ser un mareo.

El poeta, sentado en la taza del retrete y con la cabeza apoyada en la pared, sonreía con un aire beatifico. Aun sin darse cuenta, en el fondo era feliz.

Don Trinidad se volvió a su mesa.

– ¿Le ha pasado ya? -Sí, no era nada, un mareo.

La señorita Elvira devolvió los dos tritones al cerillero.

– Y este otro para ti.

– Gracias. Ha habido suerte, ¿eh?

– ¡Psché! Menos da una piedra…

Padilla, un día, llamó cabrito a un galanteador de la señorita Elvira y la señorita Elvira se incomodó. Desde en tonces, el cerillero es más respetuoso.

A don Leoncio Maestre por poco lo mata un tranvía.

¾¡Burro!

¾¡Burro lo será usted, desgraciado! ¿En qué va usted pensando?

Don Leoncio Maestre iba pensando en Elvirita.

Es mona, sí, muy mona. ¡Ya lo creo! Y parece chica fina… No, una golfa no es. ¡Cualquiera sabe! Cada vida es una novela. Parece así como una chica de buena familia que haya reñido en su casa. Ahora estará trabajando en alguna oficina, seguramente en un sindicato. Tiene las facciones tristes y delicadas; probablemente lo que necesita es cariño, y que la mimen mucho, que estén todo el día contemplándola.

A don Leoncio Maestre le saltaba el corazón debajo de la camisa.

¾-Mañana vuelvo. Sí, sin duda. Si está, buena señal. Y si no… Si no está… ¡A buscarla!

Don Leoncio Maestre se subió el cuello del abrigo y dio dos saltitos.

Elvira, señorita Elvira. Es un bonito nombre. Yo creo que la cajetilla de tritones le habrá agradado. Cada vez que fume uno se acordará de mí… Mañana le repetiré el nombre. Leoncio, Leoncio, Leoncio. Ella, a lo mejor, me pone un nombre más cariñoso, algo que salga de Leoncio. Leo. Oncio. Oncete… Me tomo una caña porque me da la gana.

Don Leoncio Maestre se metió en un bar y se tomó una caña en el mostrador. A su lado, sentada en una banqueta, una muchacha le sonreía. Don Leoncio se volvió de espaldas. Aguantar aquella sonrisa le hubiera parecido una traición; la primera traición que hacia a Elvirita.

– No; Elvirita, no. Elvira. Es un nombre sencillo, un nombre muy bonito.

La muchacha del taburete le habló por encima del hombro.

– ¿Me da usted fuego, tio serio? Don Leoncio le dio fuego, casi temblando. Pagó la caña y salió a la calle apresuradamente.

– Elvira…, Elvira…

Doña Rosa, antes de separarse del encargado, le pregunta:

– ¿Has dado el café a los músicos?

– No.

– Pues anda, dáselo ya; parece que están desmayados. ¡Menudos bribones!

Los músicos, sobre su tarima, arrastran los últimos compases de un trozo de "Luisa Fernanda", aquel tan hermoso que empieza diciendo:

Por los encinares de mi Extremadura, tengo una casita tranquila y segura.

Antes habían tocado "Momento musical" y antes aún, "La del manojo de rosas", por la parte de "madrileña bonita, flor de verbena".

Doña Rosa se les acercó.

– He mandado que le traigan el café, Macario.

– Gracias, doña Rosa.

– No hay de qué. Ya sabe, lo dicho vale para siempre; yo no tengo más que una palabra.

– Ya lo sé, doña Rosa.

¾Pues por eso.

El violinista, que tiene los ojos grandes y saltones como un buey aburrido, la mira mientras lía un pitillo. Frunce la boca, casi con desprecio, y tiene el pulso tembloroso.

¾Y a usted también se lo traerán, Seoane.

¾Bien.

¾¡Pues anda, hijo, que no es usted poco seco! Macario interviene para templar gaitas.

¾Es que anda a vueltas con el estómago, doña Rosa.

¾Pero no es para estar tan soso, digo yo. ¡Caray con la educacación de esta gente! Cuando una les tiene que decir algo sueltan una patada, y cuando tienen que estar satisfechos porque una les hace un favor, van y dicen "¡bien!", como si fueran marqueses. ¡Pues sí!

Seoane calla mientras su compañero pone buena cara a doña Rosa. Después pregunta al señor de una mesa contigua:

¾¿Y el mozo?

¾Reponiéndose en el water, no era nada.

Vega, el impresor, le alarga la petaca al cobista de la mesa de al lado. Ande, líe un pitillo y no las píe. Yo anduve peor que está usted y, ¿sabe lo que hice?, pues me puse a trabajar.

El de al lado sonríe como un alumno ante el profesor: ton la conciencia turbia y, lo que es peor, sin saberlo.

¾¡Pues ya es mérito!

¾Claro, hombre, claro, trabajar y no pensar en nada más. Ahora ya lo ve, nunca me falta mi cigarro ni mi copa de todas las tardes.

El otro hace un gesto con la cabeza, un gesto que no significa nada.

¾¿Y si le dijera que yo quiero trabajar y no tengo en qué?.

– ¡Vamos, ande! Para trabajar lo único que hacen falta son ganas. ¾¿Usted está seguro que tiene ganas de trabajar?

– ¡Hombre, si!

– ¿Y por qué no sube maletas de la estación?

– No podría; a los tres días habría reventado… Yo soy bachiller…

– ¿Y de qué le sirve?

– Pues, la verdad, de poco.

– A usted lo que le pasa, amigo mío, es lo que les pasa a muchos, que están muy bien en el Café, mano sobre mano, sin dar golpe. Al final se caen un día desmayados, como ese niño litri que se han llevado para adentro.

El bachiller le devuelve la petaca y no le lleva la contraria.

– Gracias.

– No hay que darlas. ¿Usted es bachiller de verdad?

– Sí, señor, del plan del 3.

– Bueno, pues le voy a dar una ocasión para que no acabe en un asilo o en la cola de los cuarteles. ¿Quiere trabajar?

– Sí, señor. Ya se lo dije.

– Vaya mañana a verme. Tome una tarjeta. Vaya por la mañana, antes de las doce, a eso de las once y media. Si quiere y sabe, se queda conmigo de corrector; esta mañana tuve que echar a la calle al que tenia, por golfo. Era un desaprensivo.

La señorita Elvira mira de reojo a don Pablo. Don Pablo le explica a un pollito que hay en la mesa de al lado:

– El bicarbonato es bueno, no hace daño alguno. Lo que pasa es que los médicos no lo pueden recetar porque para que le den bicarbonato nadie va al médico.

El joven asiente, sin hacer mucho caso, y mira para las rodillas de la señorita Elvira, que se ven un poco por debajo la mesa.

– No mire para ahí, no haga el canelo; ya le contaré, no la vaya a pringar.

Doña Pura, la señora de don Pablo, habla con una amiga gruesa, cargada de bisutería, que se rasca los dientes de oro con un palillo.

– Yo ya estoy cansada de repetirlo. Mientras haya hombres y haya mujeres, habrá siempre líos; el hombre es fuego y la mujer estopa y luego, ¡pues pasan las cosas! Eso que le digo a usted de la plataforma del 49, es la pura verdad. ¡Yo no sé a dónde vamos a parar!

La señora gruesa rompe, distraídamente, el palillo entre los dedos.

– Sí, a mi también me parece que hay poca decencia. Eso viene de las piscinas; no lo dude, antes no éramos asi… Ahora le presentan a usted cualquier chica joven, le da la mano y ya se queda una con aprensión todo el santo día. ¡A lo mejor coge una lo que no tiene!

– Verdaderamente.

– Y los cines yo creo que también tienen mucha culpa. Eso de estar todo el mundo tan mezclado y a oscuras por completo no puede traer nada bueno.