– Por supuesto, señora -logré articular.
– Y, sin embargo… ¡sois tan formal! ¿No os sentiríais a gusto conmigo?
– De verdad que me encantaría -dije-, pero no creo que este sea el momento. Buenas noches -me despedí de nuevo, y me apresuré a alejarme y dejar entre los dos un buen trecho.
Le había dicho la verdad: que me encantaría estar a solas con ella y que aquel no podía ser el momento. No había nada falso en todo ello. Simplemente olvidé mencionar a propósito que no creía que bajar la guardia delante de ella fuera beneficioso para mi libertad y hasta para mi vida.
Una noche de confusión y de insomnio no me aclaró las cosas, así que me pareció una gran suerte tener la oportunidad de encontrarme con Elias esa misma mañana. Ya era desesperante saber que los franceses estaban deseando mi muerte, pero enterarme de que la señorita Glade, una dama por la que estaba comenzando a sentir un apego nada pequeño, pudiera estar de parte de aquellos gabachos, me dejaba a la vez confuso y taciturno.
Tuve algunas cosas que hacer esa mañana con uno de los escribientes de Craven House y, después de haber hablado con él, me encantó ver a Elias en el vestíbulo del edificio, en animada conversación con una mujer. En un primer momento me extrañó su presencia, hasta que recordé que debía de encontrarse allí en razón de la enfermedad de Ellershaw. Me apresuré a ir hacia él, pero mi entusiasmo se disipó casi al instante cuando vi que la persona con la que estaba hablando era nada menos que… Celia Glade.
Antes de haberme acercado lo suficiente para oír las palabras que salían de su boca, me fijé en su actitud: su cuerpo alto y recto como una vara, su sonrisa amplia y deslumbradora, su mano apoyada en el pecho, en una continua demostración de varonil desenvoltura… Elias estaba buscando su presa con la seguridad y la constancia de un depredador.
Adiviné que Elias acababa de decir algo divertido, porque la señorita Glade se llevó la mano a la boca para ahogar una carcajada… un ruido que se consideraría de lo más inapropiado en el interior de Craven House. Y más inapropiado aún me pareció que intentara conquistarla o, lo que era todavía más horroroso, que ella se sintiera prendada de él. Me dije que no podía confiar en que Elias fuera capaz de mantener sus defensas frente a tan formidables encantos femeninos, pero yo tenía suficiente experiencia de ellos para dejarme convencer por mis propias explicaciones.
Lo cierto es que me precipité derecho hacia ellos, dispuesto a acabar con aquel encuentro tan inadecuado. Me preguntaba qué sabría la señorita Glade. ¿Estaría al tanto de mi amistad con Elias? ¿Sabía que su suerte estaba tan íntimamente unida a la mía? La única cosa de la que yo podía estar seguro era que deseaba que no averiguara más cosas que las que ya sabía.
– Buenos días, Celie -la saludé, eludiendo a Elias por el momento-. ¿Os parece prudente anunciar a todos los de la Compañía que tenéis necesidad de hablar con un cirujano?
Recordándolo ahora, me doy cuenta de que pude haber elegido un método menos virulento para poner fin a su conversación, un método menos alusivo a la historia que ella me había contado, probablemente falsa a todas luces. Pero que en aquel momento me pareció eficaz, pues pude ver que zanjaba la conversación: la señorita Glade se ruborizó y se alejó enseguida.
Elias, en cambio, contrajo los párpados y apretó los labios: señal muy clara de su irritación.
– Has estado de lo más grosero, Weaver.
Como tenía muchas cosas que comentar con él y no podíamos hacerlo allí, no dudé en saltarme las normas y dejar los locales de la Compañía para ir a una taberna próxima. Durante todo el camino Elias no dejó de quejarse de la forma como había puesto yo fin a su charla con la señorita Glade.
– Esa muchacha era un delicioso bombón, Weaver. Tardaré en olvidar lo que me has hecho, te lo aseguro.
– Ya lo discutiremos después -gruñí.
– ¡Pero es que yo quiero discutirlo ahora! -insistió-. Estoy demasiado molesto contigo para hablar de cualquier otra cosa.
Agaché la cabeza para evitar uno de los muchos carteles de tiendas famosas de la metrópoli que cuelgan a alturas demasiado bajas y que teníamos ante nuestras narices. Elias estaba demasiado irritado para verlos, y yo lo estaba también, tanto que a punto estuve de dejar que chocara con uno; pero al final no pude permitir que se hiciera daño, aunque fuera cómico y pequeño: alargué el brazo y tiré de él para que se agachara mientras caminaba. Gracias a eso no perdió el equilibrio y ni siquiera el paso.
– Oh… -me dijo-. Eso ha estado bien. Pero no excusa tu ultraje, Weaver. Ultraje he dicho, sí. Pediré algo muy caro en la taberna, e insistiré en que lo pagues tú.
Una vez estuvimos provistos de nuestras jarras de cerveza y Elias tuvo ante sí una fuente de pan y fiambre, se despejó la cabeza con una pizca de rapé y volvió a la carga:
– En el futuro, Weaver, cuando me veas con una chica linda, te agradecería mucho que…
– Tú vida, la mía, y la vida de mis amigos dependen de lo que ocurra en Craven House -le corté con cierta aspereza-. En cuanto a ti concierne, soy yo quien dicta las normas allí. Harás lo que te diga y cuando te lo diga, y no gruñas por eso. No permitiré que tus insaciables apetitos y tu incapacidad para percibir el peligro aun cuando lo tengas ante tus narices nos lleve a la ruina a los dos y a los otros. Puede que encuentres divertido eso de no poder controlar tu apetito por las mujeres, pero en este caso puede que te esté llevando al borde de la autodestrucción.
Contempló el fondo de su jarra, tomándose el tiempo que necesitaba para dominar sus pasiones.
– Sí -dijo finalmente-. Tienes razón. No es un lugar adecuado para buscar placeres, y es verdad lo que dices de que no soy precisamente un ejemplo en tomar decisiones prudentes cuando se trata de mujeres, en especial si son lindas.
– Excelente -asentí. Y le di una palmada en el hombro, para dar a entender que lo mejor era que olvidáramos los dos el asunto-. Siento mucho haberme enfadado. Pero es que últimamente la mala suerte se ha ensañado conmigo.
– No, no tienes por qué disculparte. A mí me hace falta de vez en cuando un buen rapapolvo, y mejor que me lo den mis amigos que mis enemigos.
– Haré un esfuerzo para recordar tus palabras -respondí sonriendo y con un gran alivio al ver que el disgusto había pasado-. Y ahora háblame de tus demás aventuras… de las apropiadas quiero decir.
No sé si le costó mucho esfuerzo o si su carácter voluble le permitía olvidar con tanta presteza su resentimiento, pero lo cierto es que se le iluminó la cara enseguida.
– Tu amigo el señor Ellershaw sufre una terrible dolencia. -El tono de su voz era grave, pero acompañó la noticia con una sonrisa.
– ¿La sífilis?
– No, la sífilis no -aclaró-. Una enfermedad más inglesa [8]. La locura.
– ¿Qué quieres decir?
– Lo que quiero decir es que cree estar padeciendo un avanzado y virulento caso de sífilis (a veces él le da el nombre de gonorrea, pues no entiende la diferencia entre una y otra enfermedad), aunque no presenta ni un solo síntoma. No puedo encontrar señales de úlceras, pústulas, erupciones o inflamaciones. Ni siquiera huellas de haber tenido nada de eso.
– ¿Estás seguro?
Bebió un largo trago de su cerveza.
– Mira, Weaver… Me he pasado la última hora manoseando el miembro más privado de un viejo gordinflón… No me salgas tú ahora preguntándome si estoy seguro de eso, por favor. Tengo que borrar de mi mente el recuerdo de esta mañana, y a toda velocidad, además.
– ¿Qué le dijiste, entonces?