Carraspeé para aclararme la garganta y porque deseaba hablar de forma más suelta para poder conseguir que su tortura fuera más exquisita.
– Días atrás -empecé-, Carmichael me habló de cierta anomalía. Pensé que la cuestión era de escasa importancia y que me ocuparía de ella con más calma, pero, como podéis ver, ya no estoy en situación de hacer nada con él. Y aunque también él consideraba que era un asunto menor… en fin, señor Blackburn. Creo que vos y yo opinamos de la misma forma… No quiero que este asunto se pase definitivamente por alto.
Seguía evitando el tema, no solo para atormentar más a Blackburn, sino también porque quería dejarle claro que no me tomaba la cosa demasiado en serio. No hacía falta darle a entender lo que creía realmente: que a Carmichael lo habían matado por lo que estaba a punto de revelarle.
El siguió perfectamente mi juego.
– Claro, claro -me dijo, agitando la mano mientras yo hablaba, como para acelerar el ritmo de mi revelación. Ya estaba a punto para darle algo de mayor enjundia.
– Carmichael me dijo que había una parte de uno de los almacenes… no puedo recordar cuál -me pareció que era mejor no precisar-, donde uno de los miembros de la junta de comisionados guardaba en secreto cajones de calicós. Me dijo que esos cajones eran llevados allí en la oscuridad de la noche y que se ponía sumo cuidado en asegurar que nadie se enterara de su existencia, de dónde estaban, qué contenían y en qué cantidad. Yo, naturalmente, no soy quién para cuestionar el proceder de los miembros de la junta pero, como capataz de los vigilantes, la práctica regular de unos hechos que escapan a nuestro escrutinio me resulta muy preocupante.
También se lo pareció a Blackburn. Se inclinó hacia mí y movió las manos por efecto de su agitación.
– Preocupante. Preocupante en efecto, señor. Muy preocupante. Existencias secretas, cantidades ocultas… ¿y las calidades? Eso no puede ser. No debe ser. Estos registros tienen tres propósitos. Tres, señor -indicó levantando los dedos-: la implantación del orden; el mantenimiento del orden y la garantía de un futuro orden. Si los hombres se creen por encima de la tarea de documentar sus acciones, si creen que pueden entrar y retirar mercancía a su propio capricho… ¿para qué sirve todo esto? -señaló con un ademán los grandes archivadores de documentos que había en la estancia-, ¿qué utilidad tiene?
– Reconozco que no lo había pensado desde esta perspectiva -dije.
– Pero debéis hacerlo, debéis hacerlo. Yo tengo organizado este trabajo para que en todo momento cualquier miembro de la junta pueda venir aquí y conocer la situación de la Compañía. Si alguien decide dar rienda suelta a sus caprichos, nada de todo esto tiene objeto, señor. Nada en absoluto.
– Me parece que os comprendo.
– Comprendedme, sí. Os lo ruego encarecidamente, señor. Tenéis que darme más datos al respecto. ¿Os dijo algo Carmichael acerca de qué miembro de la junta pudiera estar actuando con tanta inconsciencia?
– No, nada en absoluto. Y no creo que él mismo lo supiera.
– ¿Tampoco sabéis de qué almacén se trata?
En este punto decidí que sería prudente ceder algo. Al fin, alguna cosa tenía que decirle sobre la que basar su investigación.
– Creo que tal vez mencionó el edificio llamado la Greene House, aunque no puedo decirlo con seguridad.
– Ah, sí, por supuesto. Adquirido al señor Greene en 1689, creo; un caballero cuyas lealtades y simpatías estaban demasiado próximas al difunto rey católico [9] por lo que, cuando este huyó, el señor Greene no permaneció mucho aquí. Greene House ha sido utilizada desde entonces como un almacén de importancia relativamente menor. De hecho está previsto derribarla y sustituirla por un nuevo edificio en un futuro próximo. Si algún malintencionado quisiera ocultar algo en la Casa de la India, podría elegir muy bien ese lugar para hacerlo.
– Tal vez podáis encontrar algunos datos en vuestros documentos -sugerí-. Manifiestos de embarque… cosas así. Algo que nos permita averiguar quién está haciendo un mal uso del sistema y con qué objeto.
– Sí, sí. Eso es precisamente lo que debe hacerse. Las irregularidades de esta clase son inadmisibles, señor. No haré la vista gorda a ellas, os lo prometo.
– Excelente, excelente… me alegra oíroslo decir. Y confío en que me lo hagáis saber, si descubrís algo.
– Volved por aquí hoy a última hora -murmuró. Estaba abriendo ya un enorme registro en infolio, de cuyas páginas salió una gran polvareda-. Habré resuelto ese problema, os lo garantizo.
En la propia Craven House reinaba un humor sombrío entre los criados. Conocían y apreciaban a Carmichael, y su muerte entristecía los ánimos de todos. Atravesaba las cocinas para ir a mis obligaciones en la finca, cuando Celia Glade me detuvo pasando sus finos dedos en torno a mi muñeca.
– Es una noticia muy triste -me dijo en voz baja, sin molestarse en fingir su voz de sirvienta.
– Lo es, sí.
La joven soltó mi muñeca para tomarme ahora la mano. Reconozco que me costó no atraerla hacia mí. Viendo aquellos grandes ojos suyos, su cara resplandeciente… oliendo su fragancia… sentí que mi corazón se revelaba contra mi sentido común y, a pesar de la cruel violencia del día, deseé besarla. Es más: creo que hubiera hecho algo tan peligroso, de no ser porque en aquel momento entraron en la cocina un par de pinches.
Celia y yo nos separamos sin decir nada.
Ese día, más tarde, tras una negra jornada de escuchar los gruñidos de los hombres y de resistir el impulso de golpear a Aadil en la cabeza cada vez que me daba la espalda, volví al despacho de Blackburn esperando que pudiera darme alguna información útil. No fue así, sin embargo.
El hombre tenía pálido el semblante y le temblaban las manos.
– No puedo encontrar nada, señor. Ni apuntes ni manifiestos. Tendré que ordenar un inventario de Greene House, descubrir qué hay allí y procurar averiguar cómo entró y adonde está destinado.
– Y por quién -sugerí.
Él me miró con cara de complicidad.
– En efecto -dijo.
– Salvo que… -objeté-, ¿realmente queréis llevar a cabo una investigación general? Pensad que, después de todo, si algún miembro de la junta ha llegado a tanto para ocultar su plan, podría ir todavía más lejos.
– ¿Como quitarme de mi puesto, queréis decir?
– Es algo que conviene tener en cuenta.
– Jamás ha cuestionado nadie mis servicios. -Su voz tenía ahora un tono de exasperación-. Llevo aquí seis años, señor, luchando por abrirme camino en mi puesto, y nadie ha dicho de mí otra cosa que no fueran palabras de elogio. En realidad, más de un miembro de la junta se ha preguntado en voz alta cómo podía funcionar la Compañía antes de mi llegada.
– No lo pongo en duda -le dije-. Pero no me parece necesario insistiros en que un hombre de vuestra posición está siempre a merced de aquellos que se encuentran por encima de vos. Una o dos personas poderosas podrían minar injustamente todo cuanto habéis hecho en el tiempo que lleváis trabajando. Debéis tenerlo en cuenta.
– Entonces… ¿cómo podemos proceder?
– En silencio, señor. Con sumo sigilo. Me temo que es todo cuanto podemos hacer por ahora. Tenemos que estar decididos a mantener los ojos muy abiertos para ver cualquier indicio de engaño, y quizá podamos, de esta manera, retrotraer a sus orígenes este escándalo.
Blackburn asintió apesadumbrado.
– Quizá tengáis razón. Pero lo que ciertamente sí haré es indagar para descubrir todo lo que pueda. Seguiré vuestro consejo y lo haré en silencio, a través de los libros y archivos, más que con palabras.
[9] El personaje se refiere al rey Jacobo II quien, ante el fracaso de su política, se enfrentó al Parlamento y tuvo que ver cómo todo el mundo le daba la espalda. El Parlamento pidió entonces ayuda a Guillermo de Orange, yerno de Jacobo II por su matrimonio con María, la hija del rey, quien se presentó en Inglaterra con un ejército en 1688. Al ver perdida su causa. Jacobo II decidió refugiarse en Francia. Ese mismo año Guillermo de Orange sería proclamado rey de Inglaterra con el nombre de Guillermo III.