Выбрать главу

– ¿Podéis explicarnos -preguntó Hammond- esa carta que enviasteis a vuestro amigo cirujano, y a qué obedecen vuestras continuas visitas a las tabernas frecuentadas por tejedores de seda?

– Sí, a eso iba -dije-. Reconozco que lo he dejado para el final, porque creo que es la última pieza del rompecabezas… por lo menos hasta donde he sido capaz de reconstruirlo. Veréis… Supe que Forester mantenía una parte de uno de los almacenes como depósito secreto, aunque nadie sabía qué guardaba en él. Con la ayuda de uno de mis vigilantes logré introducirme en aquella estancia secreta para ver por mí mismo qué guardaba allí Forester. Mientras estábamos dentro, fuimos descubiertos. Yo logré escapar sin que me vieran, pero a mi compañero lo capturaron y mataron, aunque su muerte fue disfrazada como un accidente. Estoy convencido de que fue ese indio, Aadil, quien lo mató.

– No le echéis tanto cuento al asunto, e id al grano -protestó Hammond-. Esto no es una lectura dramatizada del Gondibert [11] ¿Qué había en ese almacén secreto? ¿Tenía algo que ver con Pepper?

– No puedo decirlo. Pero ese almacén es el motivo de mis encuentros con tejedores de seda. Comprendedme… yo no lo sabía muy bien, ni entendía por qué valía la pena ocultarla e incluso proteger su existencia mediante un crimen.

– ¡Sobadlo de una maldita vez! -estalló Hammod.

– Seda cruda -mentí, confiando en que aquello fuera suficiente para ponerlos a los dos sobre una pista falsa-. Seda cruda producida en las colonias meridionales de la América británica. Forester y un grupo de personas de la Compañía, cuya identidad se mantiene en secreto, han encontrado una forma para producir seda barata en el suelo de las colonias británicas.

Hammond y Cobb se miraron con estupefacción, y yo me di cuenta de que mi mentira había dado en el clavo. Había sustituido la inexplicable acumulación de calicó ordinario por algo que, como yo sabía por Devout Hale, podría ser el santo Grial de la producción textil británica: una seda que no requiriera comerciar con Oriente. Solo me cabía esperar que mi engaño fuera lo suficientemente fabuloso como para ofuscarlos.

Una vez hube ofrecido mi relato a Cobb y a Hammond, dejé de existir para ellos: me sumí en la nada mientras ellos discutían amargamente entre murmullos -señal clara de que ya no deseaban mi compañía- acerca de lo que podía significar la información que les había dado y cómo deberían actuar con ella. Por consiguiente, murmuré unas cuantas palabras corteses de despedida y me marché casi sin que se dieran cuenta, dejándolos que salieran por sí mismos de sus perplejidades y persiguieran la ficticia presa que les había lanzado. En cuanto a las posibles consecuencias de mis acciones, me dije que importaban muy poco. En el caso de que descubrieran que no les había dicho la verdad, me limitaría a echar las culpas de la falsa información a los trabajadores de la seda. Y que Hammond, si se atrevía, fuera a pedirles cuentas a los hombres que militaban bajo la enseña de Devout Hale… No se atrevería. De eso estaba seguro.

Mi siguiente y desgraciada visita debía ser nada menos que a la mismísima cárcel, y para ello me dirigí a Clerkenwell y a ese temido infierno para deudores conocido por todos como la prisión de Fleet. Ese gran edificio de ladrillo rojo puede parecer majestuoso desde el exterior, pero es el lugar más espantoso para los pobres. Hasta los que tuvieran algún dinero encima encontrarían dentro comodidades solo tolerables y cualquier hombre que no estuviera allí encerrado por deudas se verá pronto acosado por ellas, puesto que el más pequeño mendrugo de pan vendido dentro cuesta una fortuna. Hasta el extremo de que al deudor, una vez apresado, no le cabe más esperanza que una intervención de sus amigos para liberarlo.

Puesto que en alguna ocasión yo había tenido negocios con aquella institución -ninguno de ellos irregular, afortunadamente, porque me hubieran acusado a mí de insolvencia-, me resultó fácil encontrar a uno de los vigilantes que era conocido mío y averiguar de él sin problemas el lugar donde se hallaba el señor Franco.

Descubrí con algún alivio que su estado de penuria no era tan atroz que no le permitiera procurarse un alojamiento decente, pues me encaminaron a una de las mejores zonas de la prisión. Allí encontré una galería húmeda, en la que entraba la luz escasa del cielo encapotado a través de altas ventanas provistas de barrotes. Las salas olían a cerveza, perfume y carnes asadas, y tenía lugar en ellas un animado comercio protagonizado por traficantes, putas y mercachifles que se abrían paso a través de las galerías vendiendo sus mercancías a cuantos quisieran comprarlas. «El mejor vino de Flandes», pregonaba un hombre. «Empanadas de carnero recién hechas», gritaba otro. Y en un rincón oscuro vi la figura grotesca de un individuo gordinflón, destetado hacía mucho tiempo, que deslizaba la mano bajo el corpiño de una mujer tan poco apetecible como él.

Pronto encontré el alojamiento del señor Franco, quien salió a abrir la puerta en cuanto llamé. Tenía bajo el brazo un libro de poesía en portugués. Lo vi preocupado, con los ojos enrojecidos y enmarcados en profundas ojeras pero, por lo demás, seguía igual que siempre: se había tomado mucho esfuerzo en mantenerse limpio y digno; un esfuerzo heroico, sin duda, dadas las difíciles circunstancias.

Para mi gran sorpresa y mortificación, me dio un fuerte abrazo. Me di cuenta de que hubiera preferido su enojo. Después de todo, ¿no era lo que me merecía con creces? Su amistad me resultaba más dolorosa que cualquier ultraje que pudiera hacerme.

– ¡Mi querido Benjamín…! ¡Cuánto os agradezco que hayáis venido a verme! Entrad, por favor. Lamento tener que recibiros en un lugar tan inconveniente, pero os prometo tratar de hacer que lo olvidéis.

La habitación era pequeña, un cuadrado de unos cuatro metros y medio de lado, con una cama y un viejo escritorio que parecía tener una pata más corta que las otras y que daba la impresión de tambalearse al menor soplo de aire que se colara dentro… aunque en ningún momento entró ninguno, pues la atmósfera era fría, viciada por el olor a sudor, a vino rancio y lo que parecía el tufo de descomposición de un ratón muerto en alguna grieta ilocalizable.

El señor Franco me hizo señal de que tomara asiento en la única silla que había allí dentro, mientras él se acercaba a su escritorio…, sin duda el elemento más importante del mobiliario, puesto que posibilitaba la redacción de degradantes cartas a lo; amigos, solicitando cualquier ayuda que pudieran prestar. Pero, en este caso, la mesa no contenía papeles, sino libros; había, además, tres botellas de vino, unos cuantos vasos de peltre, una hogaza de pan a medio comer y un gran pedazo de queso de color amarillo pálido.

Sin preguntarme si deseaba algún refrigerio, vertió vino en uno de los vasos y me tendió la botella. Yo tomé otro y, después de que él hubiera bendecido el vino, bebimos un buen trago los dos.

– Debéis saber -le dije- que cualquier cantidad de dinero que pudiera reunir no sería suficiente para liberaros de estos muros. Mis enemigos han tramado las cosas para asegurarse de que sigáis aquí. Sin embargo, me han indicado que, si actúo como desean, os devolverán la libertad en unas pocas semanas.

– Entonces debo prepararme para una larga estancia porque, si tengo alguna influencia sobre vos, seguiré tratando de evitar que actuéis según sus dictados. Me castigan a mí para haceros más maleable, Benjamín. No podéis darles esa satisfacción. No ahora. Haced lo que debáis. Yo seguiré aquí. Quizá podáis enviarme algunos libros y aseguraros de que tenga una comida aceptable; con eso estaré bien. ¿Sería mucha molestia para vos que os hiciera una lista de las cosas que necesitaría?

вернуться

[11] Farragoso poema heroico de sir William Davenant, publicado en 1651 (N. del T.)