– No es ninguna molestia. Será un placer procurároslas.
– Entonces, no os preocupéis por mi encierro. Esta estancia, aunque no sea la más lujosa en que he habitado, no es ningún tormento; y con vuestra ayuda tendré también alimento para el cuerpo y el espíritu. En realidad no es difícil ejercitar ambos, así que encontraré cómo mantener a punto los dos. Todo irá bien.
Admiré, tras aquellas palabras, la actitud con que aceptaba su destino como un filósofo, y agradecí su encargo de traerle algunas cosas, pues con ello mitigaba mi culpa.
– ¿Hay algo más que pueda hacer para que vuestra prisión os resulte menos odiosa? -pregunté.
– No, no. Salvo que ahora podéis contarme todas las cosas, porque no hay riesgo de que pueda sobrevenirme ningún daño. Tal vez incluso, el estar encerrado sea para bien.
No podía negar la verdad que contenían sus palabras: siempre me había preocupado que, si averiguara algo por sí mismo, se pudiera sentir obligado a actuar sin tener en cuenta su propio interés. Yo, en cambio, en tales circunstancias, preferiría filtrar la información, en su interés y en el mío propio.
Así pues, le conté al señor Franco no exactamente todo, pero sí casi todo: lo que les había dicho a Cobb y Hammond, y buena parte de lo que me había callado. Por ejemplo, le dije que sospechaba que Celia Glade era una agente de Francia. Le hablé de Absalom Pepper y de sus dos esposas. Lo único que me reservé fue la verdad acerca de lo que guardaba Forester en su almacén secreto. En parte porque temía que, incluso entre aquellas paredes, pudiera ocultarse la presencia vigilante del enemigo y porque temía no haber visto aún lo peor de cuanto Cobb y Hammond podían ofrecer. Porque… ¿cómo estar seguro de que no se sentirían capaces de recurrir a formas de interrogatorio más crueles aún? Decidí, pues, que sería preferible guardar en secreto algunas cosas, sin revelárselas siquiera a mis amigos.
El señor Franco escuchó con particular interés mi descripción del misterio que rodeaba a la hijastra de Ellershaw.
– Este es el lugar perfecto para indagar su paradero -dijo-. Si contrajo un matrimonio clandestino, habrá tenido que hacerlo según las normas de Fleet. [12]
– Muy cierto -dije, aunque sin demostrar entusiasmo. -Ya que estáis aquí, tal vez podríais ahondar en esta línea de investigación.
– Preferiría no hacerlo -respondí-.Ya tengo suficiente trabajo con inquirir en los asuntos de la Compañía. No deseo meterme en cuestiones personales y aumentar las dificultades de la señora Ellershaw o de su hija.
– A menudo, en los negocios, el camino más tortuoso resulta ser el más conveniente. Ese asunto ha salido ya a relucir, y vos me decís que ese tal Forester da la impresión de ocultaros algo…
– Sí, pero alberga sentimientos amorosos por la señora Ellershaw, y parece probable que lo oculte para ayudarla.
– No veo ningún inconveniente en seguir ahondando en el tema, por si estuvierais equivocado. No deseo aprovecharme de mi posición para influir en vos, pero desearía que emplearais todas las ventajas que podáis para presionar a los que tienen en sus manos nuestro destino.
El señor Franco tenía razón. Dedicar unas pocas horas al tema podría no dar ningún resultado y, de ser así, no me costaría olvidar que había seguido esa pista.
– Quizá estéis en lo cierto.
– Incluso puede ser que os ahorre algún tiempo. Esta mañana he conocido a un sacerdote llamado Mortimer Pike, que vive bajo las Normas, en el Old Baily, y que, por lo menos según su propia declaración, es con mucho el rey de los matrimonios de Fleet. Parece orgulloso de ese título, de ser quien ha celebrado más ceremonias de esta clase que cualquier otro. No puedo confirmar la veracidad de su pretensión, pero tiene un negocio sumamente activo en esto y, lo que es más, conoce a los demás sacerdotes que lo hacen.
Le agradecí la información. Y, después de continuar mi visita otra media hora, partí en busca de aquel sirviente de Himeneo.
Siempre ha sido uno de los aspectos más curiosos de la ciudad que haya en ella pequeños sectores en los que no se aplican las leyes normales que gobiernan nuestra vida: casi como si uno pudiera encontrarse de pronto en un vecindario donde un objeto que soltamos en el aire suba hacia arriba en lugar de caer hacia abajo, o en el que los viejos se hagan jóvenes al paso de los años, en lugar de que los jóvenes envejezcan. Las Normas del Fleet, el denso y enmarañado barrio que rodeaba la prisión, era uno de esos sectores, puesto que allí un hombre no podía ser arrestado nunca por deudas, y por eso iban a residir allí los deudores más desesperados de la ciudad, que jamás se aventuraban a salir de esa zona salvo los domingos, que son días en los que nadie puede ser arrestado por deudas. En virtud de una tradición igualmente curiosa, en la zona de las Normas del Fleet podían celebrarse matrimonios de personas menores de edad sin permiso paterno y sin la obligada lectura de las amonestaciones.
Me puse a caminar por las calles de las Normas, a la sombra de la catedral de St. Paul, escuchando las voces de los muchachos empleados por los sacerdotes… sin dinero, sin ministerio, e incluso algunos impostores.
– ¡Bodas, bodas, bodas, bodas! -pregonaba un mozalbete desde debajo del cartel de una tienda.
Otro se agarró a la pernera de mis calzas con las manos sucias:
– ¿Queréis casaros, señor?
Solté una carcajada.
– ¿Con quién? -pregunté-. No tengo ninguna mujer a mano.
– Eso podemos solucionarlo, señor, porque no nos faltan.
¿Acaso era ahora el matrimonio como una buena comida, algo que un hombre podía procurarse cuando sintiera necesidad y que debería agenciarse aun cuando los ofrecimientos le resultaran indiferentes? Le dije al chico que estaba buscando el despacho matrimonial del señor Pike, y se le iluminaron los ojos.
– Trabajo precisamente para él, de veras. Acompañadme.
No podía evitar sentir iguales dosis de diversión y de pesar por semejante forma de comercio, pero tal es la naturaleza del matrimonio en nuestro reino. Se ha dicho, en efecto, que hasta una tercera parte de todos los matrimonios que se celebran son de carácter clandestino lo que, si es así, obliga a preguntarse si las normas que gobiernan esta institución no necesitan ser revisadas cuando hay tanta gente reacia a cumplirlas. Por descontado que no habría ley capaz de legalizar una buena parte de esos matrimonios -como son los matrimonios entre hermanos u otros parientes próximos, aquellos entre personas ya casadas, entre niños o, peor aún, entre adulto y niño-, pero, aun así, la mayoría de esos matrimonios secretos se dan entre jóvenes que no desean someterse al largo proceso que les exige el derecho canónico.
A la luz de esta demanda, difícilmente puede sorprender que la tarea de oficiar estos matrimonios se haya convertido en un medio muy popular de generar ingresos para los sacerdotes endeudados y, asimismo, entre hombres con deudas capaces de fingir pasablemente el papel de un sacerdote.
No sabría decir en qué categoría de estas se incluía Mortimer Pike, pero estaba claro que dirigía un negocio muy rentable en El Abanico de la Reina, una taberna lo bastante próxima a la acequia del Fleet como para estar continuamente invadida por el hedor de aquel albañal.
En cuanto entré en ella observé que aquel no era el lugar más adecuado para tomar entre aquellas paredes la decisión más solemne de la vida del hombre. Era un espacio más bien miserable, una antigua construcción de madera con el techo bajo, cargada de humo, atestada de gente y con todas las superficies pringosas. Un reloj de pared señalaba las nueve menos unos minutos, porque, por ley, un matrimonio debía celebrarse entre las ocho de la mañana y el mediodía, de manera que allí el tiempo estaba siempre detenido entre esas horas.
[12] Se consideraba irregular o clandestino el matrimonio contraído ante un clérigo debidamente ordenado, pero sin que se hubieran dado amonestaciones y licencia. Tales matrimonios contravenían las normas del derecho canónico, pero podían ser válidos y reconocidos como tales por el derecho común inglés. Normalmente se celebraban en parroquias distintas a las del novio o de la novia, y a menudo en las capillas de las prisiones, entre las que se contaba destacadamente la de la prisión de Fleet, aunque no era la única. Según los registros de esa prisión, en el período 1667-1754 se celebraron en Londres más de doscientos mil matrimonios clandestinos, lo que se explica porque la obtención de las licencias eclesiásticas resultaba engorrosa y cara