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– Yo no me iré -gritó uno de ellos, que era, si no ando errado, el que nos había llamado maricones-. ¡Porque soy el siervo del Señor, y él actúa a través de mi mano! -Su voz temblaba como la de un predicador callejero.

– Lo dudo mucho -respondí, porque enseguida me di cuenta de que pertenecían a la Sociedad para la Reforma de las Costumbres o, como mínimo, a alguna de las muchas organizaciones de este tipo que habían rotado en los últimos años. Sus miembros recorrían las calles de noche, en busca de los que pudieran estar implicados en actividades contrarias a las leyes de Dios y del reino, aunque no implicaran delitos violentos, puesto que aquellos hombres profundamente religiosos no estaban en condiciones de enfrentarse a ellos. Por motivos poco justificables, los alguaciles y los magistrados permitían que esos hombres actuaran como sus agentes, de forma que cualquier grupo de ciudadanos decididos e inflamados por sus ideas religiosas podían apresar a un hombre que no había cometido más delito que el de emborracharse o el de buscar la compañía de una prostituta y conseguir que fuera encerrado y obligado a pasar una noche infernal. Ya he dicho que los sodomitas lo pasaban muy mal en la prisión, pero, en realidad, solo el bruto más insensible y correoso podía salir de allí sin haber sufrido una severa paliza y toda clase de humillaciones.

– En esta ciudad tenemos una especie de toque de queda -me explicó el que llevaba la voz cantante.

– Ya he oído hablar de eso -respondí-, pero jamás he visto a nadie al que le importara un bledo, si no es a un fanático como vos. Mi amigo y yo solo estamos paseando por la calle, y no consentiré que nos molestéis.

– He visto que no hacéis nada más que pasear por la calle, pero sé muy bien que pensáis entregaros a los actos más bestiales, a unos crímenes que son una abominación para Dios y para la naturaleza.

– No consentiré eso -dije, y empuñé mi daga.

A los hombres se les cortó la respiración, como si nunca hubiesen imaginado que un hombre normal debiera resistir aquellas reprobables acusaciones.

– No soy un sodomita ni estoy implicado en una actividad criminal -anuncié-, pero sí he sido entrenado en las artes de la lucha. Así que, decidme… ¿quién de vosotros quiere dejarme por mentiroso?

Oí el ruido de sus respiraciones, pero no hubo ninguna otra respuesta.

– Ya lo suponía. Largaos ahora. -Exhibí y agité mi daga ceremoniosamente. La cosa funcionó, pues el grupo de rufianes religiosos se dispersó enseguida, y Elias y yo proseguimos nuestro camino una manzana más, hasta llegar al lugar del que había hablado la señora Pepper.

Elias miraba a nuestro alrededor.

– ¡Oh, maldita sea! -exclamó.

– ¿Qué ocurre?

– Que estoy empezando a ver por qué esos reformistas imaginaron tan falsamente lo que se imaginaron… O mucho me equivoco, o encontraremos a ese señor Teaser en el hogar de la Madre Clap. [13]

– ¿La Madre Clap? -exclamé-. ¿Puede tener ese nombre un burdel auténtico? Me suena todavía más improbable que la existencia de un supuesto amigo llamado Teaser…

– Creo que los dos pueden ser parte del mismo fenómeno. Y te lo digo yo, que sé de buena fuente que el Hogar de la Madre Clap es el burdel de homosexuales más célebre de toda la ciudad.

Yo no tema el menor deseo de entrar en un burdel de esos, y estuve a punto de expresar en voz alta mi reparo. Pero, aunque casi se me escaparon las palabras, pensé que era muy extraño que un hombre como yo, que se había visto obligado a encarar toda suerte de peligros, se mostrara tan remilgado ante actitudes que no implicaban ningún daño real. Podía disgustarme el comportamiento de algunos hombres entre ellos -como me disgustaban, por ejemplo, los cobardes- pero su existencia no amenazaba la mía.

Miré a Elias.

– Llama tú a la puerta -le dije-. Tienes más posibilidades de ganarte su confianza.

Pensé que mi ocurrencia lo irritaría, pero se limitó a reír.

– ¡Por fin he encontrado algo que asusta a Benjamín Weaver -exclamó- y tal vez una forma de recuperar tu buena disposición hacia mí!

Elias llamó y al instante sus esfuerzos obtuvieron respuesta: se abrió la puerta para mostrar a una criatura con atuendo de criada… solo que no era propiamente una criada. Teníamos delante a un hombre, y no precisamente enclenque, vestido de mujer y tocado con una peluca que se adornaba en su parte superior con un delicado sombrerito. Aquello ya era bastante absurdo pero, además, las mejillas del hombre mostraban una barba incipiente y, aunque saludaba y se comportaba con toda seriedad, el efecto era a la vez cómico y grotesco.

– ¿Puedo ayudaros, caballeros? -preguntó la «criada» con voz de falsete pero no atiplada en realidad. Para mí estaba claro que aquel hombre no deseaba convencer a nadie de que era una mujer. Por encima de todo quería mostrarse como un hombre disfrazado de mujer, lo cual hacía de él un ser condenadamente curioso e inquietante.

Elias carraspeó.

– Sí -dijo-. Buscamos a un hombre que se hace llamar Teaser.

– ¿Tenéis algún asunto con él, entonces? -preguntó el hombre, deponiendo parcialmente su falsete. Eso me permitió observar que su acento era barriobajero, una especie de dialecto rural que, si no me engañaba, procedía de la zona de Hockley in the Hole. Eso me sorprendió, porque siempre había pensado que la sodomía era un pecado propio de ricos decadentes y allí tenía, en cambio, a un hombre de clase muy humilde; me pregunté, por ello, si sus inclinaciones homosexuales serían cosa de la naturaleza o una opción que hubiera elegido por necesidad. Pero después cruzó por mi mente un pensamiento más negro: el de que aquel pobre individuo estuviera allí retenido contra su voluntad. Y me prometí a mí mismo que estaría alerta por si descubría indicios de tales horrores.

Di un paso adelante.

– Nuestro negocio es cosa nuestra. Os ruego que le informéis de que tiene visita, y nosotros responderemos a lo que desee.

– Me temo que no puedo hacer eso, señor. Tal vez podríais dejar vuestra tarjeta y el señor Teaser, si existe tal persona, se pondrá en contacto con vos si lo desea.

Me fijé en que el criado no había negado al principio la presencia del llamado Teaser, pero ahora ponía en duda hasta su existencia.

– Él no sabrá quiénes somos, pero el negocio que traemos es de la máxima urgencia. No pretendo molestaros a vos ni a vuestros… vuestros amigos, pero tengo que hablar con él de inmediato. -Le tendí mi tarjeta.

– Esta no es vuestra casa y vos no dais órdenes aquí. Dejaré vuestra tarjeta lo queráis o no, pero salid de aquí porque no tengo nada más que deciros.

De haber sido un sirviente varón, yo hubiera resuelto el asunto empujándolo y abriéndome paso. Pero la verdad es que no me apetecía nada tocar a un individuo como aquel, así que continué dependiendo de las palabras.

– No me marcharé. Podéis dejarnos entrar por propia voluntad o intentar detenernos. La elección es vuestra, señor.

– Llamadme señora, os lo ruego -dijo.

– No me importa cómo queráis llamaros, pero haceos a un lado.

En aquel momento apareció otro personaje en la puerta: esta vez una mujer en cuerpo y también en alma. Era una mujer rolliza, de edad madura, con grandes ojos azules que irradiaban indulgencia y bondad. Vestía con sencillez, aunque con prendas de calidad y tenía todo el aspecto de una respetable y generosa matrona.

– ¡Largo de aquí! No estoy para más palabrería piadosa de hipócritas como vos. Id a decírsela al diablo, porque tenéis más en común con él que con nosotros.

La diatriba me dejó un momento sin saber cómo reaccionar. Afortunadamente, Elias, siempre diplomático, saludó con una inclinación de cabeza y tomó la iniciativa.

– Veréis, señora… Como hemos intentado explicar a vuestro criado, no queremos causar ningún daño, pero tenemos que tratar con el señor Teaser un asunto urgente. Permitidme que os diga que es muy probable que no hayáis tenido aquí jamás dos caballeros menos proclives a enredaros en palabrería piadosa. Mi socio es judío, y yo soy un libertino…, con inclinación hacia las mujeres, entendedme.

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[13] Mother's Clap Home. Por el nombre de Margaret Clap, que regentaba un burdel para homosexuales en Londres en las primeras décadas del siglo XVIII, precisamente en Holborn y en la calle en que lo sitúa aquí el autor. Este tipo de burdeles se llamaban entonces molly houses, pero en adelante se denominarían también como «hogares de la Madre Clap». El término «clap» alude también a la gonorrea; de ahí que al protagonista le parezca «improbable» asociarlo al nombre de un burdel. (N. del T.)