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Malone permaneció callado, pero recordó algo que había oído hacía tiempo: nunca dejes que el otro dicte las normas.

– Que le den por el culo. Yo no voy a ninguna parte.

– Corre usted muchos riesgos con la vida de su hijo.

– Veré a Gary, hablaré con él y entonces me pondré en marcha.

– Mire fuera.

Corrió a la ventana: cuatro pisos más abajo la plaza Højbro seguía desierta, a excepción de dos figuras situadas al otro extremo de la extensión adoquinada.

Ambas siluetas empuñaban armas: lanzagranadas.

– No lo creo -le dijo la voz al oído.

Brotaron llamaradas.

Dos proyectiles atravesaron la noche e hicieron añicos las ventanas de debajo.

Ambos explotaron.

2

Viena, Austria

2:12

El ocupante de la silla azul vio que un coche dejaba a dos pasajeros bajo una puerta cochera iluminada. No era una limusina ni nada abiertamente pretencioso, tan sólo un sedán europeo de color apagado, un vehículo normal y corriente en las transitadas carreteras austríacas: el medio de transporte perfecto para no llamar la atención de terroristas, delincuentes, policía y periodistas curiosos. Llegó un coche más que dejó a sus ocupantes y a continuación se dispuso a esperar entre los oscuros árboles de un aparcamiento. A los pocos minutos aparecieron otros dos. El hombre de la silla azul, satisfecho, dejó sus aposentos del segundo piso y bajó a la primera planta.

La reunión se celebraba en el lugar de costumbre.

Cinco sillones dorados, de respaldo recto, descansaban sobre una alfombra húngara formando un amplio círculo. Todas las sillas eran idénticas salvo una, que lucía un paño azul royal en el mullido respaldo. Junto a cada una de las sillas había una mesita dorada con una lámpara de bronce, un bloc y una campana de cristal. A la izquierda del círculo un fuego ardía en una chimenea de piedra, la luz bailoteaba nerviosamente en los murales del techo.

Un hombre ocupaba cada silla.

Eran nombrados por orden descendente de edad. Dos de ellos aún conservaban el cabello y la salud; tres se estaban quedando calvos y tenían achaques. Todos rondaban los setenta años y vestían trajes sobrios, los oscuros abrigos Chesterfield y sombreros de fieltro gris colgando de perchas de latón en uno de los laterales. Tras cada uno de ellos había un hombre, más joven: el sucesor de la Silla, que asistía para oír y aprender, pero no para hablar. Las reglas eran viejas: cinco Sillas, cuatro Sombras. La Silla Azul mandaba.

– Pido disculpas por la hora, pero no hace mucho llegó una información preocupante. -La voz de la Silla Azul era forzada y queda-. Es posible que nuestra última empresa se halle en peligro.

– ¿Se ha hecho pública? -inquirió la Silla Dos.

– Tal vez.

La Silla Tres suspiró.

– ¿Se puede resolver el problema?

– Creo que sí, pero es preciso actuar con rapidez.

– Advertí que no debíamos entrometernos -recordó con severidad la Silla Dos, meneando la cabeza-. Debimos dejar que las cosas siguieran su curso.

La Silla Tres se mostró conforme, al igual que en la reunión anterior.

– Quizá sea una señal para que nos apartemos. Hay mucho a favor de dejar que las cosas sigan su orden.

La Silla Azul negó con la cabeza.

– Nuestro último voto se opuso a ello. Se tomó una decisión y hemos de atenernos a ella. -Hizo una pausa-. La situación requiere nuestra atención.

– Para lograr el éxito será preciso obrar con tacto y habilidad -opinó la Silla Tres-. Una atención excesiva daría al traste con el objetivo. Si tenemos la intención de seguir adelante sugiero que concedamos plena autoridad a die Klauen der Adler.

Las garras del águila.

Otros dos asintieron.

– Ya lo he hecho -afirmó la Silla Azul-. He convocado esta reunión porque era preciso ratificar esta actuación unilateral por mi parte.

Se presentó la moción, se alzaron manos.

Cuatro a uno: aprobada.

La Silla Azul estaba satisfecha.

3

Copenhague

El edificio de Malone se estremeció como si lo sacudiera un terremoto y se infló con una oleada de calor que ascendió por el hueco de la escalera. Él agarró a Pam y ambos se arrojaron sobre la raída alfombra que cubría el piso de madera. La protegió cuando otra explosión sacudió los cimientos y más llamas se abrieron paso hacia ellos.

Malone miró hacia la puerta: abajo el fuego ardía con furia, y el humo subía formando una nube cada vez más oscura.

Se puso en pie y salió disparado hacia la ventana: los dos hombres ya no estaban. Las llamas lamían la noche. Comprendió lo que había sucedido: habían incendiado los pisos inferiores. No pretendían matarlos.

– ¿Qué está pasando? -gritó Pam.

Él no le hizo caso y abrió la ventana. El humo iba ocupando todo el espacio.

– Vamos -dijo y se dirigió al dormitorio.

Metió la mano bajo la cama y sacó la mochila que siempre tenía lista, incluso estando retirado, como hiciera durante doce años, cuando era agente del Magellan Billet. Dentro estaban su pasaporte, mil euros, documentos de identidad adicionales, ropa y su Beretta con munición. Su influyente amigo Henrik Thorvaldsen acababa de recuperar el arma que le confiscó la policía danesa cuando Malone se mezcló con los templarios unos meses atrás.

Se echó la mochila al hombro y se calzó unas zapatillas de deporte. No había tiempo para atar los cordones: el humo devoraba la habitación. Abrió ambas ventanas, una medida eficaz.

– Quédate aquí -ordenó.

Contuvo la respiración, cruzó el estudio y salió a la escalera. Debajo había cuatro pisos. El primero albergaba su librería; las plantas segunda y tercera estaban destinadas a almacenamiento y la cuarta era su apartamento. El calor le abrasó la cara y le obligó a retroceder. Granadas incendiarias, por fuerza.

Regresó al dormitorio.

– No podemos salir por la escalera, se han asegurado de que fuera así.

Pam estaba acurrucada junto a la ventana, respirando a duras penas y tosiendo. Malone pasó por delante de ella y sacó la cabeza. La habitación hacía esquina. El edificio contiguo, ocupado por un joyero y una tienda de ropa, tenía un piso menos, el tejado plano y festoneado de pretiles de ladrillo que, según le habían dicho, databan del siglo xvii. Miró hacia arriba: por la parte superior de la ventana discurría una gran cornisa que sobresalía y recorría la parte frontal y lateral de su edificio.

Sin duda alguien habría llamado a los bomberos, pero no estaba dispuesto a esperar a que le pusieran una escala.

Pam empezó a toser más, y también a él le costaba respirar. Le giró la cabeza.

– Mira eso -dijo, señalando la cornisa-. Agárrate a ella y avanza hacia el lateral del edificio. Desde ahí se puede saltar al tejado de al lado.

Los ojos de ella se desorbitaron.

– ¿Te has vuelto loco? Esto es un cuarto piso.

– Pam, este edificio podría volar: hay tuberías de gas natural. Esas granadas pretendían provocar un incendio. No lanzaron ninguna a esta planta porque quieren que salgamos.

Ella no pareció enterarse de lo que él estaba diciendo.

– Tenemos que salir antes de que lleguen la policía y los bomberos.

– Pueden ayudarnos.

– ¿Quieres pasarte las próximas ocho horas respondiendo preguntas? Sólo tenemos setenta y dos.

Ella pareció comprender el razonamiento en el acto y miró la cornisa.

– No puedo, Cotton. -Por vez primera su voz no sonó crispada.

– Gary nos necesita. Hemos de irnos. Mírame y haz exactamente lo que yo haga.

Se colocó la mochila y salió por la ventana. Se agarró a la cornisa. La áspera piedra estaba caliente, pero era lo bastante delgada para que sus dedos se aferraran bien. Quedó suspendido en el aire y fue avanzando, mano a mano, hacia la esquina. Siguió unos metros más, dobló la esquina y saltó al tejado contiguo.