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Marten dobló por una calle oscura y luego por otra, reviviendo mentalmente las horas que había compartido con ella en el hospital. Con la excepción del otro momento en el que ella se despertó y le habló, Caroline estuvo todo el tiempo dormida, y él se quedó a su lado velándole el sueño. Durante aquellas largas horas, el personal sanitario que controlaba su estado había entrado y salido, y hubo breves visitas de amigos durante las cuales Marten se limitó a presentarse y a salir de la habitación en silencio.

Hubo también otros dos visitantes, las personas que se implicaron de inmediato cuando Caroline se vino abajo en su casa. La primera fue la visita a primera hora de la mañana de la mujer que le había administrado el «sedante» y le había recetado la estancia en la clínica: su médico personal, la doctora Lorraine Stephenson, una mujer alta y guapa de cincuenta y pico años. Stephenson bromeó brevemente con él, luego consultó el cuadro clínico de Caroline, le auscultó el corazón y los pulmones con el estetoscopio y se marchó.

El segundo visitante fue el capellán del Congreso, Rufus Beck, que acudió más avanzado el día. Beck, un afroamericano corpulento, discreto y de discurso delicado, acudió acompañado de una joven y atractiva mujer de raza blanca y pelo oscuro que llevaba la bolsa de una cámara fotográfica colgada de un hombro y que se mantuvo casi todo el rato en segundo plano. Al igual que Stephenson, el reverendo Beck se presentó a Marten e intercambiaron unas breves palabras. Luego se sumió unos momentos en sus plegarias mientras Caroline dormía, antes de despedirse de Marten y marcharse de nuevo con la joven.

Empezó a lloviznar y Marten se detuvo a subirse el cuello de la cazadora para protegerse. A lo lejos pudo ver la aguja erguida del monumento a Washington. Fue la primera vez que tuvo una sensación concreta de dónde se encontraba. Washington no era sólo el interior de una habitación de la unidad de cuidados intensivos de un hospital, sino una gran metrópolis que resultaba además ser la capital de Estados Unidos de América. No había estado allí hasta ese momento, a pesar de que antes de huir a Inglaterra había pasado toda su vida en California y pudo haberla visitado. Por alguna razón, el simple hecho de estar allí le hacía sentir una profunda sensación de pertenencia, al país de uno, a la tierra natal. Era una emoción que nunca antes había experimentado y le llevó a preguntarse si algún día llegaría el momento en el que podría regresar de la vida de exiliado que vivía en Manchester.

Marten siguió andando. Mientras lo hacía, advirtió que un coche avanzaba lentamente hacia él. El hecho de que las calles estuvieran prácticamente desiertas hacía que el ritmo del vehículo pareciera extraño. Era casi la madrugada de un domingo y llovía, ¿no era más lógico que el conductor de uno de los pocos vehículos que circulaban estuviera ansioso por llegar a su destino? El coche pasó por su lado y él lo miró. El conductor era varón y difícil de describir; mediana edad y pelo oscuro. El auto avanzó y Marten observó cómo seguía calle abajo, sin cambiar de velocidad. Tal vez el tipo estuviera borracho o drogado o -de pronto, la reflexión se volvió personal-, tal vez fuera alguien que acababa de perder a un ser muy querido y no tuviera ni idea de dónde estaba o de qué estaba haciendo, aparte de simplemente avanzar.

3

Los pensamientos de Marten volvieron a Caroline. Había sido la esposa de un respetado miembro del Congreso que en Washington se convirtió en una figura muy popular, además de ser amigo de la infancia del presidente, y a raíz de la repentina y trágica muerte de su marido y su hijo vio cómo la comunidad política la arropó con todos sus recursos. Eso le hacía preguntarse por qué ella podía pensar que le habían «hecho algo»; por qué podía llegar a imaginar que le habían podido inocular deliberadamente la enfermedad que acabaría con su vida.

De manera metódica, Marten trató de analizar el estado mental de Caroline en los últimos dos días. En especial, pensó en el segundo momento en que estuvo despierta, cuando le tomó la mano y lo miró a los ojos.

– Nicholas -le dijo, débilmente-. Yo… -tenía la boca seca y le costaba respirar. Hablar le costaba un esfuerzo enorme-. Yo tenía que… haber estado… en ese avión con… mi marido y mi… hijo. Hubo un… cambio de planes… de última hora… y yo volví a… Washington… un día antes. -Lo miró con fuerza-. Han matado a… mi marido y mi… hijo… y ahora… a mí.

– ¿De quién estás hablando? ¿Quiénes? -la apremió delicadamente, tratando de obtener información más precisa.

– Los… ca… -dijo.

Intentó hablar más pero fue todo lo que pudo pronunciar. Ya sin fuerzas, se tumbó y se quedó dormida. Y durmió justo hasta aquellos últimos instantes de su vida, cuando abrió los ojos y lo miró a los suyos y le dijo que le amaba.

Ahora que lo pensaba, se daba cuenta de que lo poco que le había dicho había llegado en dos partes, una bastante separada de la otra. La primera había llegado fraccionada: que originalmente ella debía ir en el avión accidentado con su marido y su hijo, pero un cambio de última hora la llevó de regreso a Washington un día antes; lo que ocurrió en su casa después de los funerales; y finalmente, lo que ella le dijo cuando lo llamó a Inglaterra, advirtiéndole de que se estaba muriendo de una infección de estafilococos provocada por una cepa de bacterias contra la que no había tratamiento, que estaba segura que le habían inyectado deliberadamente.

«Los ca…» Sobre qué había empezado a decir cuando le pidió que se explicara mejor, y a quién se refería cuando hablaba de su asesinato, Marten no tenía ni idea.

La segunda parte del mensaje de Caroline llegó a través de los balbuceos que pronunció durante el sueño. La mayor parte habían sido palabras cotidianas, como el nombre de su marido, Mike, o su hijo Charlie, o su hermana Katy, o mensajes como «Charlie, por favor, baja la tele» o «el martes tienes clase». Pero también dijo otras cosas. Parecían ir dirigidas a su marido y estaban llenas de alarma o miedo o ambas cosas a la vez: «Mike, ¿qué ocurre», «estás asustado, lo noto», «¿por qué no me dices lo que está pasando?», «son los otros, ¿no?». Y lo último, una exclamación asustada y repentina: «El hombre del pelo blanco no me gusta».

Esa última parte la conocía porque formaba parte de la historia que Caroline le había contado cuando lo llamó a Manchester y le pidió que fuera.

– Empecé a tener fiebre al día siguiente de despertarme en la clínica -le dijo-. Empeoré y me hicieron pruebas. Vino un hombre con el pelo blanco y me dijeron que era un especialista, pero a mí no me gustaba. Todo en él me daba miedo: la manera de mirarme, la manera de tocarme la cara y las piernas con sus dedos largos y asquerosos, y aquel horrible pulgar con su diminuta cruz de bolas. Le pregunté por qué estaba allí y lo que hacía, pero nunca me contestó. Más tarde me descubrieron la infección de algún tipo de estafilococos en el hueso de la pierna derecha e intentaron tratarme con antibióticos, pero no me hicieron efecto. Nada me ha hecho efecto.

Marten siguió andando. La lluvia caía con más fuerza pero él apenas se daba cuenta. Toda su atención estaba centrada en Caroline. Se habían conocido en el instituto; fueron al mismo college convencidos de que más tarde se casarían y tendrían hijos y pasarían juntos el resto de sus vidas. Y entonces, un verano, ella se marchó y conoció a un joven abogado llamado Mike Parsons. Después de aquello, su vida y la de ella cambiaron para siempre. Pero a pesar del dolor que eso le provocó, de la profundidad de la herida, su amor por ella jamás disminuyó. Con el tiempo, Mike y él se hicieron amigos, y Marten contó a Mike lo que sólo Caroline y unos pocos más sabían: quién era realmente y por qué se había visto obligado a abandonar su trabajo como investigador de homicidios en el departamento de policía de Los Ángeles, y a marcharse al norte de Inglaterra a vivir bajo una identidad falsa como arquitecto paisajista.