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– Tengo que saber dónde va todos los días por si acaso hay llamadas de teléfono -añadió la señora Milvey, que era menos pretenciosa que su marido-. ¿El 15 de abril? Voy a mirar en el libro, ¿de acuerdo, Bill?

En ese momento llegó el inspector del IVA, un hombre que a juzgar por su aspecto tendría veintipocos años y que llevaba un maletín. Milvey parecía reacio a ausentarse de la entrevista más importante (y quizá menos alarmante) de las dos, pero tuvo que hacerlo. Llevó al hombre de Hacienda a su despacho y cerró la puerta. La señora Milvey sonrió a Burden.

– Desde Semana Santa hasta finales de abril estuvieron trabajando en Myringham -dijo indicando el libro-. No empezaron a trabajar en Green Pond hasta un mes más tarde.

– ¿Está segura?

– Del todo. No hay duda. Aquí lo pone: Green Pond, 31 de mayo… Ahora me acuerdo de todo. Bill tenía un trabajo previsto para finales de mayo, un drenaje enorme en Sewingbury, y el hombre que había llamado lo canceló en el último momento. Pero, lo que es la suerte, le había dado su nombre al dueño del criadero de truchas de Green Pond y éste le llamó para preguntarle si podía dragar la laguna. Pues bien, daba la casualidad de que gracias a la cancelación Bill estaba libre. Debió de darle una sorpresa al hombre de las truchas cuando le dijo que sí, que empezaría el lunes sin falta.

La puerta del despacho se abrió y Milvey sacó la mano para que le dieran el libro. Su esposa se lo entregó.

– ¿Se lo dijo usted a alguien?

– Supongo que sí. No había nada que esconder. Además, a una siempre le gusta contar cosas a la gente, ¿no? Quiere que le diga si se lo conté a mi vecina la señora Williams, ¿verdad?

– ¿Lo hizo?

– Entonces yo no sabía nada sobre su marido, que conste. Me la encontré cuando bajaba a hacer la compra. Bill estaba sacando la furgoneta. Le comenté que el lunes iba a empezar un trabajo en Green Pond Hall porque iban a abrir un criadero de truchas. Algo así.

– ¿Está completamente segura de que le contó que su marido iba a dragar la laguna el lunes 31 de mayo?

– No pensé que pudiera hacer daño a nadie.

¿Lo había hecho? Wexford no había acertado del todo al suponer que la señora Milvey le había dicho a Joy que la laguna ya había sido dragada o que no sería dragada hasta una fecha más tardía. De todos modos, este dato obligaba a verlo todo de una manera diferente. E incomprensible. Si Joy sabía que la laguna a la que había arrojado el bolso de viaje de su marido iba a ser dragada el lunes siguiente, ¿lo lógico no habría sido que hubiera ido a buscarlo durante el fin de semana? La otra posibilidad era que lo hubiera escondido en otra parte y lo hubiese dejado en Green Pond al enterarse de que la iban a dragar de inmediato. ¿Qué sentido tenía hacer una cosa así? ¿Por qué habría de comportarse de manera tan absurda?

Wexford había tenido dos corazonadas y se había equivocado con la primera. Burden fue a comprobar si la segunda era acertada. A su modo de ver, y a pesar de la revelación de Edwina Klein, no parecía que se estuvieran acercando a la resolución del caso. Y era probable que comenzara su permiso por paternidad la semana siguiente…

James Ovington, el hijo calvo de Edgar Ovington, estaba solo en Materiales de Oficina Pomfret. Su congraciante sonrisa seguía tan amplia como siempre. Burden se fijó en una nueva peculiaridad: la manera nerviosa con que se frotaba las manos. En cualquier caso, a su adusto padre no se le veía por ninguna parte.

– ¿En qué puedo ayudarle? Dígame qué puedo hacer por usted.

– Ustedes utilizan determinado método para etiquetar las máquinas -dijo Burden-. No se trata exactamente de un código, sino de una forma abreviada de escribir. La última vez que estuvimos aquí nos fijamos en una que ponía «E. Ten». Me preguntaba qué significaba eso. No era una Remington 315, por supuesto, ya que si lo hubiera sido nos habríamos lanzado sobre ella. En realidad he venido un poco a ciegas… Bueno, me temo que no estoy explicándome con claridad.

– Lo que está claro es que quiere saber qué significa «E. Ten», y es fácil de contestar.

Sin embargo titubeó, y Burden se preguntó por qué su cara había reflejado un atisbo de desasosiego.

– Eric Tennyson -dijo Ovington-. Eso es lo que significa. Es el dueño de la máquina.

A ver si había suerte esta vez…

– ¿Sabe si esta persona tiene una hija llamada Nicola?

– Pues, a decir verdad, sí lo sé. Afirmativo.

Era la amiga de Veronica Williams, la amiga a cuya casa solía ir Veronica los martes. Sin embargo, la máquina con la etiqueta «E. Ten» no era una Remington 315. A menos que…

– Es una Olivetti -dijo Ovington-. Tienen otra máquina. Ahora no recuerdo qué modelo es. Ella escribe cosas a máquina; es decir, se gana así la vida. -La mirada de inquietud volvió a su rostro-. Será mejor que se lo diga -añadió como si estuviese a punto de revelar algo que llevara tiempo preocupándole-. Son amigos míos. Sé que debería habérselo dicho la otra vez que estuvieron ustedes aquí.

– ¿Qué tiene de malo que sean amigos suyos, señor Ovington?

– Bueno… es que también son amigos de la señora Williams. Me refiero a la señora Williams cuyo marido fue asesinado, el mismo sobre el que están haciendo indagaciones. Es allí donde la conocí, en casa de los Tennyson.

– ¿Está tratando de decirme algo, señor Ovington?

La nueva sonrisa, la forzada tirantez de los músculos, convirtió su cara en una gárgola. Se frotó las manos enérgicamente y luego las enlazó a la espalda para evitar repetir el gesto. La luz de las lámparas que colgaban del techo del almacén daban a su pelada cabeza un brillo amarillo. ¿Por qué se comparaban las cabezas de los calvos con los huevos? La de Ovington se parecía a un guijarro pulido más que a cualquier otra cosa.

– ¿Hay algo que quiere decirme, señor Ovington?

– He trabado amistad con ella. Con la señora Williams, quiero decir. No ha ocurrido nada malo, que conste. La conocí en casa de Eric y salimos en un par de ocasiones a tomar una copa, y dar un paseo. Cuando parecía que su marido por fin había… Bueno, cuando parecía que se había ido definitivamente, tuve la… la esperanza de que el asunto empezara a ir más en serio. -Hablaba de forma entrecortada, con titubeos, incapaz de dominar la situación en que se había metido-. Insisto en que no ha ocurrido nada malo.

Burden restó importancia al hecho de que Wendy Williams pudiera sentirse atraída por hombres calvos, en primer lugar por Rodney, con aquella exagerada frente, pelada como una manzana, y luego por este cabeza de guijarro.

– Pero he pensado -continuó Ovington- que sería una equivocación por mi parte, una deslealtad, ¿sabe?, negar en este momento que mantenemos una relación. Sería algo así como abandonar un barco que se está hundiendo cuando canta el gallo. ¿Comprende lo que quiero decir?

Burden no comprendió nada, pero pensó en cuánto le habría gustado a Wexford aquella inextricable combinación de metáforas. Ahora tenía que hablar con los Tennyson.

Media hora más tarde se encontraba en su casa, que estaba en la parte de Pomfret donde se hallaba Haldon Finch, hablando con la señora Tennyson, quien tras decirle que su hija iba a estar de acampada en Escocia hasta fin de mes, le preguntó si podía servirle de algo.

Su marido había ido a Materiales de Oficina Pomfret a recoger la Olivetti, que ya estaba reparada y revisada, tres días antes. En efecto, utilizaba la pequeña máquina portátil cuando se llevaban la otra para la revisión anual. Se la enseñó: era una Remington 315.

Burden metió un folio en el carro: «Ante ti tres mil Años son como una noche transcurrida…» Sendas muescas en el vértice de la A y en la parte superior de la t y un borrón en la cabeza de la coma…

– No la había visto en mi vida hasta que usted nos reunió aquí.

Joy guardó silencio.