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– De una puerta, o una llave para abrirla.

El hombre cerró los ojos, súbitamente cansado. Sus labios expulsaron una bocanada de aire.

– Su padre desapareció, ¿verdad? Y ahora han matado al profesor. ¿No le dice nada todo esto?

Oficialmente Julián Mir estaba desaparecido, sí. La realidad era demasiado insostenible. ¿Cómo revelar que había subido de forma voluntaria a una nave extraterrestre, siguiendo los pasos de su esposa, una de las cincuenta y dos hijas de las tormentas? Optó por seguir formulando las preguntas en lugar de responder.

– ¿Encontró algo Gonzalo Nieto en las excavaciones del Valle de los Reyes?

– El tenía una teoría.

– ¿Cuál?

– No hablaba de ello. ¡Un científico sólo habla cuando está seguro de lo que dice! ¡Nada de especulaciones! Llevaba días excitado. Pero esa tumba apenas si está empezando a mostrar sus secretos. Hay muy poco excavado aún.

– Tuvo que ver algo.

– No lo dijo -lo justificó abriendo de nuevo las manos.

– ¿Le habló de mí?

– Iba a llamarla. Y la llamó, puesto que está aquí. Yo le pregunté, pero sólo me devolvió una sonrisa. El profesor Nieto siempre sonreía, feliz. Dijo que sólo usted lo entendería.

– ¿Sólo yo?

– Sí.

Iba a perderle. Alargaba lo que podía la conversación, para liarle, hacerle soltar la lengua, provocar su rendición, pero el hombre se agitaba más y más, mirando de forma acusada y temerosa a su alrededor.

Jugó fuerte.

– ¿Qué sabe de los Defensores de los Dioses? Provocó la reacción que esperaba. Incluso mucho más. Su interlocutor quedó paralizado. Su mandíbula inferior se descolgó falta de vida. Sus ojos la taladraron con un destello de miedo.

– ¿Cómo…?

– ¿Dónde están?

– No existen -lo negó con un exceso de énfasis-. ¿De dónde ha sacado…?

– Es su forma de matar, ¿no? Tres dagas. Y siguen protegiendo a los dioses.

– ¡Es una leyenda!

– Si es así, alguien quiere desenterrarla. ¿Es por eso por lo que estoy en peligro?

– Quería advertirla, prevenirla -el hombre se rindió.

Dio un primer paso atrás.

– No se marche, espere.

Le fue imposible retenerlo.

– Salga de este país.

– ¿De qué tiene tanto miedo?

– ¡Vayase!

Pudo haberlo alcanzado, pero ni lo intentó. Le bastó con ver su expresión mientras reculaba lejos de ella. En aquel momento surgió un enjambre de japoneses procedentes de la puerta del museo y la figura del huido quedó devorada por su presencia. El medio centenar de orientales se precipitó hacia el exterior, siguiendo a un guía que hacía ondear una banderita por encima de su cabeza.

Para entonces, el hombre ya había desaparecido.

9

Sintió la tentación de pasarse por la embajada de España en Egipto, pero decidió no hacerlo. Todo lo que pudieran decirle ellos, se lo habrían dicho ya a Carlos Nieto. En cuanto a su detención temporal por parte de Kafir Sharif…, era mejor olvidarla. No tenía nada contra ella, salvo que la víctima la había llamado por teléfono. A ella, a un museo español y… ¿a quién más? Había quedado con el hijo de Gonzalo Nieto para cenar. Para eso faltaban todavía poco menos de dos horas. Llevaba la misma ropa que se había puesto por la mañana, a toda prisa, para acompañar al policía hasta su comisaría. No era una cena especial, sólo el momento de compartir dos soledades y quizá rendir un pequeño tributo de amistad al hombre asesinado, pero aun así no se sintió cómoda. Llevaba todo el día sudando y por la mañana no había podido ducharse.

Lo necesitaba.

Detuvo uno de los taxis blancos y negros en las inmediaciones del museo y dio el nombre de su hotel. Ya no trató de orientar al conductor. Al diablo con eso. El taxista se dedicó a contemplarla en todos los semáforos y en todos los embotellamientos, pero de manera discreta. Y además se dio maña, aunque un par de veces estuvo a punto de matara un peatón indisciplinado o pegársela contra otro coche, porque a la que podía se lanzaba a tumba abierta. Una de las frases que Joa conocía en árabe era «ala malek», «más despacio», y aprovechó para decírsela. Las calles de El Cairo eran un clamor de bocinas impacientes y gritos dirigidos a cualquier parte. Y decían que Barcelona o Madrid estaban imposibles.

– ¿Italia? -le preguntó el conductor en una de las pausas.

– No, Kazajstán -fue rápida ella.

Demostró que no tenía ni idea de qué le hablaba porque no volvió a abrir la boca.

Llegó al Le Meridien Pyramids y subió a sus suites pensando exclusivamente en la ducha, así que cuando aterrizó en la habitación sólo hizo dos cosas antes de meterse bajo el agua: la primera, asegurarse de que el mensaje con el cartucho de Tutankhamon seguía en el bolsillo de su albornoz; la segunda, romperlo y reducirlo a minúsculos papelitos.

El agua la liberó del calor y vivificó su piel y su cuerpo.

Se quedó bajo el chorro líquido cinco o seis minutos, con los ojos cerrados y la mente en blanco. Al salir de la inmensa bañera se secó delante del espejo y observó su imagen, su blanca desnudez. El cabello, rojizo sin llegar a convertirla en una pelirroja nata, le llegaba ya por encima de los hombros.

A David le gustaba así.

Lo imaginó allí, con ella.

Sintió sus manos y se estremeció.

¿Por qué hacía todo aquello sola? ¿Por qué no le quería a su lado cuando, aparte de su abuela, era la única persona que tenía y tanto le necesitaba? ¿Se negaba a sí misma la maravilla del amor?

Le había preguntado al hombre del museo de qué tenía miedo, y era la misma pregunta que podía hacerse a sí misma. ¿Miedo de arrastrar a David a lo desconocido? ¿Miedo de que sus poderes fueran en aumento y se convirtiera en un peligro? ¿Miedo de ser, al fin y al cabo, un monstruo, mitad humana y mitad alienígena?

¿Miedo de que, un día, también ella abandonara la Tierra?

¿Acaso la vida no era aprovechar cada momento de felicidad?

– David… -susurró.

El amor, por inesperado, la había sorprendido tanto…

Se obligó a dejar de pensar en él y reaccionó. Primero se secó el pelo. Después se vistió con la misma ropa informal que siempre solía llevar pero más acorde con una cena. Por último se sentó en la cama, alargó la mano y tomó su neceser de viaje.

El cristal estaba allí.

No tenía que haber salido sin él.

Lo sostuvo en su mano. Siempre le maravillaba su poco peso. Una pluma. Volvía a ser de color rojo. Había cambiado a verde al llegar la nave pero después había recuperado su color. Un óvalo alargado y perfecto. Ya no le quedaban dudas de que era una especie de signo de identidad, un código de barras o un chip. Todas las hijas de las tormentas habían aparecido en la Tierra con uno. Todas se lo habían llevado de vuelta…, salvo su madre.

¿Por qué?

¿Por qué se lo dejó a la abuela? ¿Para que lo recibiera ella?

Se preguntó si las otras dos mujeres que, como su madre, dieron a luz en la Tierra también se lo habrían cedido o dejado a sus propias hijas… Como una herencia.

Ella había colocado una cinta de cuero a un viejo camafeo comprado en un mercadillo en cuyo interior el cristal encajaba perfectamente. Así podía llevarlo colgado del cuello, sin separarse de él, como se lo vio a María Paula Hernández, la pintora de Medellín. Esta vez se lo puso.

Se sentía mejor, más protegida y a salvo, cuando lo llevaba encima, aunque ése era su único adorno. Nunca lucía anillos, ni pendientes, ni pulseras o collares. Sólo su reloj. No era coqueta. De adolescente quiso fundirse, diluirse tantas veces…

Sentirse diferente, ahora, seguía turbándola.

Tenía el tiempo justo para llegar a su cita, así que dejó de sumergirse en sus pensamientos, se levantó y miró por la ventana en dirección a las pirámides. Quería visitarlas, sentir aquella emoción. Pero al día siguiente se dirigiría al Valle de los Reyes, atravesando un buen pedazo de Egipto de norte a sur. Las pirámides esperarían.