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– Disculpe -quiso dejarlo claro-, pero cuando mataron al profesor yo estaba a miles de kilómetros de distancia. Esto no tiene ningún sentido. ¡Ya he respondido a todas sus preguntas! ¡No sé nada! ¡No puedo decirle nada más!

– Usted no contesta a todas -la corrigió el policía.

– ¡Había visto a Gonzalo Nieto tres o cuatro veces en mi vida!

– Pero llama a usted, y usted viene.

– ¡No sé por qué me llamó! ¡No me dijo nada! ¡Sólo que había encontrado algo importante! ¡Mi padre era arqueólogo, como él, y a mí me interesa también la arqueología! ¡No hay más relación!

– Y sólo con decir «encontrado algo importante», usted vuela desde Asia.

– ¡Sí!

– ¿No dice qué es «importante»?

– ¡No!

– ¿Un indicio, una palabra…, algo?

– ¡No! ¡Si escuchó el mensaje que le dejé sabrá que digo la verdad!

Kafir Sharif hundió en ella sus húmedos ojos negros. Curvó la comisura derecha de sus labios hacia arriba y chasqueó la lengua. Tras asentir con la cabeza de forma imperceptible, la apoyó sobre las manos. Estaba sentado en su butaca, tras su mesa. Joa ocupaba una silla al otro lado. Hacía calor. Un triste ventilador no eliminaba la sensación de bochorno.

– ¿Por qué no ayuda? -suspiró el hombre.

– ¡Estoy ayudando! -Ayudando furiosa.

– ¿Cómo quiere que esté? Han asesinado a un viejo amigo de mi padre, estoy resentida del cansancio del viaje, no me he duchado, estoy muerta de hambre, ¡y llevo dos horas en una comisaría egipcia! No puedo contarle más de lo que sé.

– Haga esfuerzo.

– ¡Ya lo hago!

– Gritar es malo.

– ¡Yo no grito!

Kafir Sharif esbozó una sonrisa. Hizo de policía bueno.

– Su padre, profesor Julián Mir, gran arqueólogo.

– Sí.

– Mucha información en Internet.

– Lo sé.

– Desapareció.

Joa se llevó una mano a la cabeza y cerró los ojos. No quería irritarse. No quería sentir la rabia. No podía permitirse el lujo de estallar allí. Controlaba sus poderes, pero no tanto como para que a veces, en ocasiones, todavía se le desbocaran.

– ¿Puedo preguntarle yo algo?

– Adelante -la invitó el inspector.

– Me ha dicho que el profesor Nieto hizo tres llamadas desde su móvil en los días previos a su muerte.

– Sí.

– ¿A quién hizo las otras dos llamadas?

Creía que no le respondería, o que le saldría con que era información confidencial como parte de la investigación. No fue así.

– Museo en España, y otro número también España. Estamos investigando.

Ya sabía a quién más había llamado, pero eso no quería decírselo a ella.

– ¿Puedo ver el cadáver?

– ¿Quiere?

– Sí.

– No puede.

Joa soltó un bufido cargándose de paciencia. -¿A quién han avisado para hacerse cargo del cuerpo?

– Hijo del profesor llegó ayer para papeleo y trámites.

– ¿Carlos Nieto está aquí?

– No en comisaría. En El Cairo.

– ¿En qué hotel?

– Cosmopolitan.

Tenía otra pregunta. Y la hizo. A bocajarro, aprovechando la inercia de los últimos instantes.

– ¿Cómo le mataron?

Kafir Sharif se lo tomó con calma.

A veces, más que mirarla, la penetraba con aquellas lanzas líquidas. Lo peor era el bigote negro, largo y estrecho, tan siniestro como el de un falso malo de una película antigua.

– Tres dagas -dijo despacio-. Una corazón, otra garganta, otra cabeza.

– No lo dirá en serio.

– Sí, digo en serio -se quedó perplejo por la observación.

– Suena a… un ritual -frunció el ceño Joa-. ¿Sabe qué significa?

El silencio fue opresivo.

– ¿Y usted? -dijo a su término el inspector.

– No, por supuesto.

Sus ojos chocaron a mitad de camino de sí mismos.

Joa intentó meterse en su mente, pero estaba confundida y cansada. Y además, no siempre resultaba. Aun así, supo que su anfitrión mentía.

– ¿Le mataron en ese callejón del que me ha hablado?

– No. Le mataron en otra parte. Llevaron cuerpo a callejón.

No podía tratarse de una casualidad. Gonzalo Nieto había muerto por culpa de su llamada, por haber encontrado algo. Algo importante.

¿Y quién había querido impedir que se lo contara a ella?

¿Por qué?

No podía entrar en la mente de Kafir Sharif, pero se sintió como si él sí pudiera hacerlo con la suya.

– Señorita Georgina Mir -de nuevo la erre pronunciada con excesiva vibración-, ¿alguien pone en contacto con usted?

– Llegué anoche, y esta mañana me han arrancado de la cama. ¿Cómo quiere que alguien…?

– Yo pregunto.

– Si habla con la telefonista del hotel, comprobará que no he tenido llamadas.

– He hablado. ¿Tuvo visitas?

Quien le hubiera dejado la nota debajo de la puerta lo había hecho en persona, colándose en el hotel. No se la entregó a un botones. De otra forma el policía lo habría averiguado.

Eso significaba que alguien sabía que ella estaba allí, y que había actuado discretamente para citarla mediante una clave.

¿Una clave para ponerla a prueba?

– Esto es mala publicidad de mi país -consideró el hombre de pronto-. Famoso arqueólogo muerto. Leyendas de tumbas faraónicas vuelven. Momias cobran vida, venganzas…, y americanos hacen película barata.

– Los americanos siempre hacen películas baratas sin necesidad de excusas.

– ¿Conoce leyenda tumba Tutankhamon?

– Todos murieron tras abrirla, sí.

El policía hizo un expresivo gesto con las manos y movió la cabeza, a modo de mal actor de comedia ante lo irremediable.

– ¿Tiene algo más que preguntarme, inspector?

– No -reconoció él.

Joa se puso en pie.

– ¿Puedo irme entonces?

La mirada de Kafir Sharif fue larga, pesarosa, falsamente rendida.

– Sí, puede marchar, señorita Georgina Mir -concedió-. Pero retengo pasaporte, ¿sí? Seguro que usted comprende.

No quiso discutírselo.

Sólo necesitaba salir de allí y respirar el aire de la libertad, aunque fuese en el horno exterior.

6

El hotel Cosmopolitan era mucho más discreto que el Le Meridien Pyramids. Un tres estrellas. Un edificio rectangular, añejo, puro art nouveau centenario, situado en el centro y carente de lujos excesivos aunque confortable. El taxi la dejó en la entrada y, aun siendo consciente de que tal vez la siguieran los hombres de Kafir Sharif, ni siquiera volvió la cabeza para otear el panorama. En la recepción la informaron de que Carlos Nieto se encontraba en su habitación, y que ésta era la número 217. Por si acaso, utilizó uno de los teléfonos de comunicación interior para llamarle. Quizá descansara, tomara un baño o prefiriera estar solo.

– ¿Sí? -escuchó la voz del hijo de Gonzalo Nieto.

– ¿Carlos? Soy Georgina Mir.

– Georgina, claro. ¿Puedes subir?

– Por supuesto.

Colgó y se dio cuenta de que no había respirado durante los tres segundos de duración de la breve conversación.

La policía ya le había hablado de ella, de la llamada a Camboya por parte de su padre. Ninguna sorpresa por ese lado. Mientras subía en el ascensor evocó la figura del hombre al que iba a ver. Si a su padre le había visto escasamente unas pocas veces en aquellos años, a él sólo le recordaba de una ocasión, en un encuentro casual. Hablaron lo justo, cinco minutos, y por supuesto de trivialidades, que es de lo único que se puede hablar en momentos fortuitos siendo acompañantes de sus respectivos mayores. La memoria le retrotrajo la imagen de un tipo mediocre, hijo de una celebridad arqueológica, aspecto discreto, nula relevancia y poco más. Su memoria fotográfica hizo el resto. Lo colocó en un rincón y ahí se quedó. Hasta ahora.