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– ¿Tienes un nombre?

– Mi nombre humano es Joa.

– ¿Por qué has venido, humana Joa?

– Soy hija de una enviada. La depositasteis en la Tierra y regresó hace tiempo, antes que otras enviadas por las que fuisteis hace muy poco. Mi padre, Julián, se unió a vosotros en la nave que descendió sobre la Tierra hace unos meses.

Se preguntó si la entenderían.

Humanos, nave, Tierra, meses…

– ¿Por qué has venido? -repitió la voz.

– Necesito a mis padres. Hablar con ellos.

No hubo respuesta, pero un cosquilleo atravesó su cerebro de lado a lado, esparciéndose por todos sus confines.

– Estás limpia -anunció la voz.

No tenía ni idea de lo que pudiera significar algo así. Tampoco lo preguntó.

De pronto la luz se amortiguó un poco.

Y todo lo que sentía empezó a desvanecerse.

– ¡Por favor…! -gritó.

– Regresa -dijo la voz.

– ¡No!

– ¿Por qué?

– ¡Los necesito!

La presencia se hizo un poco más manifiesta. Un cuerpo dentro de su propia mente. Joa se sintió desnuda, atravesada por corrientes energéticas, porque ahora todo era eso, energía.

Su presencia allí, al otro lado del universo.

– ¿Cómo has llegado?

– Tengo un cristal.

– Tienes un cristal -repitió la voz.

– Ayúdame -quiso llorar de nuevo.

No hubo respuesta.

– ¿Estás ahí?

Se sintió sola en aquella dimensión infinita poblada de blancura. La presencia la había abandonado. La voz dejó de fluir. Pensó que era su fracaso. Sin embargo, por alguna extraña razón, de repente notó un suelo bajo sus pies, un apoyo que le permitió caminar, dar unos pasos sin rumbo.

No muy lejos vio un punto oscuro. Venía hacia ella.

Crecía rápidamente aunque los pasos eran breves. La reconoció mucho antes de que la alcanzara y pudiera abrazarla. Su madre.

56

Le costó articular de nuevo la voz.

– Mamá…

Vestía una túnica roja, desde el cuello hasta los pies, sin mangas. Estaba tal cual la recordaba doce años y medio antes, idéntica; el mismo cabello, la misma sonrisa, la misma vida en sus ojos, los mismos rasgos bondadosos, aquella belleza tan genuina que había sido capaz de arrebatarle el corazón a su padre- La abrazó.

La sintió, físicamente, y sintió sus manos, su tacto, cada beso, cada caricia. No era una simple proyección energética. Era su madre, olía como siempre había olido y su voz era la que tantas noches había echado de menos desde su desaparición el 15 de septiembre de 1999.

– Joa, cariño, cómo has crecido…

– Mamá… -rompió a llorar.

– Sssh…

No renunció a la liberación de aquellas lágrimas. No quiso ser fuerte. No tenía ninguna necesidad de serlo. Habían pasado muchos años, y en aquellos meses finales, después de conocer la verdadera historia de su origen, el camino hasta ella había sido muy largo.

– ¿Dónde estás?

No era una pregunta absurda, al contrario.

– En Egipto, cerca de El Cairo, en un lugar identificado como la cruz del Nilo.

– ¿La encontraste? -hubo un suspiro-. Claro. Eres lista. Fue un punto de conexión mental hace miles de años.

– Te he estado buscando, mamá.

– Aquí me tienes.

– Tenía tantas preguntas…

– Hazlas.

– ¿Volverás conmigo?

La mujer la separó para mirarla a los ojos. Le acarició la mejilla con una mano.

– No puedo, todavía.

– ¿Cuándo?

– Algún día. No depende de mí.

– ¡Mamá, estás igual! ¡En la Tierra el tiempo corre!, ¿sabes? ¡Te necesito allí, conmigo, ahora!

– Joa -la caricia se hizo más intensa, así como la mirada-. Nosotros no somos seres individuales, sino un colectivo. Todos formamos parte de un entramado. Todos funcionamos como una unidad global. Crecí y viví en la Tierra, ajena a esto, lo mismo que las otras hijas de las tormentas. Pero al volver nos hemos integrado de nuevo en lo que ya éramos antes de ser concebidas como parte de lo que fuimos a hacer allí.

– ¿Y qué fuisteis a hacer a la Tierra que sea más importante que tú y yo ahora?

– Intentar salvaros.

– ¿Salvarnos?

– Las hijas de las tormentas éramos vasijas, recipientes que debían llenarse con el tiempo, recoger información para ser estudiada aquí.

– ¿Por qué las tres que tuvisteis hijas os marchasteis antes?

– Al dar a luz perdimos esencia energética. Pasó a vosotras. Además, eso nos debilitó, como seres vivos y como mensajeras libres con capacidad de absorción. En este mundo todo es distinto -abarcó con una mano cuanto las rodeaba-. Yo no quería irme, pero un día nos recogieron. Eso es todo.

– ¿No lo lamentaste?

– ¡Sí! -su rostro se congestionó-. ¡Claro que lo lamenté, y les pedí volver, cumplir mi ciclo como humana! Pero no me dejaron. No antes de que concluyera la misión y el Consejo decidiera.

– ¡La misión concluyó cuando la nave fue a Chichón Itzá!

– La misión sigue, Joa. Y queda lo más difícil.

– ¿Qué?

– No, espera -quiso insistir en el tema-. Ser madre fue lo más grandioso que he sentido jamás. Tenerte, llevarte dentro de mí, alumbrarte… Nosotros no nos reproducimos así. El dolor no existe. Ahora sé que recibí una gran bendición. Eres mi logro personal, mi herencia cósmica. Tú formas parte de mi esencia.

– Yo soy humana, mamá, porque no sé nada de este mundo. Y me pregunto si vale la pena conocerlo cuando sois una civilización capaz de separar a una hija de su madre. Dices que no sois seres individuales, sino un ente colectivo. Hablas en plural, como si fueras muchas personas. ¿Qué colectividad soporta la tristeza de uno de sus miembros? En la Tierra cada ser humano es un mundo en sí mismo. No puedes haberlo olvidado.

– No lo he olvidado, pero tu pasión carece de lógica. La vida es temporal, es un tránsito, tanto en la Tierra, como aquí.

– ¡Con más razón hay que aprovechar el poco tiempo de que disponemos para ser felices!

– No te enfades…

– ¡No estoy enfadada, lo que estoy es…! -no encontró la palabra exacta para definir su estado de ánimo, así que cerró los puños al límite de su furia.

– Joa, el destino no siempre lo elegimos nosotros.

– ¡Sois una civilización cruel!

– ¡No! ¡Hemos evolucionado hacia un estado superior!

– ¿Evolucionado? -abrió sus enormes ojos-. ¿Por eso el amor os sorprende? ¿Por eso dar a luz te pareció algo tan grande? ¡Evolucionar y olvidar lo bueno es aislarse! ¡Has dicho que pediste volver!

– ¡Quiero volver!

– ¡Hazlo!

– Volveré, te lo prometo.

– Dime -el tropel de preguntas se agolpaba en su mente-, ¿por qué no me quisisteis a mí en la nave?

– Porque íbamos a recoger a las enviadas, sólo a ellas. Vosotras debíais quedaros.

– ¿Para qué?

– Ahora sois nuestros ojos allí.

– Así que un día desapareceremos, como tú -pensó en David sin pretenderlo y agregó-: Pasando de si eso hace daño a alguien.

– No es tan sencillo.

– ¡Entonces cuéntamelo!

– Es lo que intento, pero debes calmarte.

La había abrazado, besado, estrujado contra sí. Ahora en cambio quería gritar, estallar y envolverla a ella en ese paroxismo.

– ¿Por qué papá sí entró en la nave?

Su madre bajó los ojos.

– Su amor fue la llave -suspiró-. Tienes razón cuando dices que se trata de un sentimiento muy poderoso, el más influyente y decisivo. Nadie pudo impedirlo. Fue como si nos desbordara y nos derrotara. Yo misma me vi obligada a escoger. Iba en la nave, Joa.

– Lo sé.

– Tuve que dejarte en la Tierra. Pero tu padre me necesitaba.

– ¿Y tú a él?

– También -admitió.

– ¿Estáis juntos?

– Sí.

– ¿Y qué dice la colectividad?