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Hizo la última pregunta que le quedaba.

– ¿Y papá?

No le respondió ella. La voz surgió de su espalda.

– Estoy aquí, Joa.

58

Volvió la cabeza y se encontró con él. La misma sonrisa, el mismo semblante, la misma ropa que aquel día de diciembre, en Chichén Itzá.

– ¡Papá!

Repitió el abrazo dado a su madre, y tuvo las mismas sensaciones. Incluso el olor, dulce, como si saliera de una ducha. Todo estaba allí, real, tangible.

Julián Mir le besó la cabeza.

– Perdóname -le susurró.

– Lo comprendí. Sabes que lo comprendí -dijo ella.

– No tenía que haberte dejado sola.

– Todo está bien ahora -suspiró Joa temblando-. Estáis juntos, sois felices, y yo tengo algo que hacer.

– ¿Cómo está David? Alzó la cabeza para mirarle. Sonreía.

– Bien -se rindió a la evidencia de su propio amor.

– Celebro tanto que tengas a alguien… -la cubrió con una mirada de cariño y alivio.

– ¿Y tú, cómo estás, papá? -se resistió a abandonarle.

– He llegado donde ningún ser humano ha llegado jamás. Tengo los secretos del universo a mi alcance, mundos extraordinarios, respuestas a preguntas que parecían imposibles de ser respondidas… Joa, he aprendido más que en mil vidas.

– Te darán el Nobel cuando vuelvas -quiso parecer jovial y despreocupada.

– Lo prodigioso es que tú estés aquí.

– Un amigo tuyo encontró la puerta.

– ¿Quién?

– Gonzalo Nieto.

– ¡Bendito sea! ¿Cómo está? Me gustaría preguntarte tantas cosas… ¡Incluso de fútbol! -se rió de su ocurrencia.

No quiso decirle que el precio de su hallazgo había sido la muerte. Ni hablarle de que ella seguía bajo tierra, con David y Amina, sin tener la menor idea de cómo saldrían de la cruz del Nilo cuando regresara.

– Papá, mamá me ha contado… ¿Crees que podré hacerlo?

– Si estás aquí, si has hecho este enorme viaje tú sola, claro que podrás encontrar esos cristales y llegar a Stonehenge antes de que sea inevitable. Eres fuerte.

– No, no lo soy.

– ¡Lo eres! Fuerte y tozuda. Y tienes los genes de una civilización superior. No lo olvides.

– No quiero mis poderes, papá. Nunca los he querido.

– ¿De qué tienes miedo?

– De ser un monstruo.

– Sólo se es un monstruo cuando uno olvida la razón de vivir y antepone el egoísmo a todo lo demás, cuando se aniquilan en el alma términos como la honradez, el respeto, la esperanza… Utiliza sabiamente tus poderes. No hacerlo, renunciar a lo que eres, seria una cobardía.

– ¿Y si no existe un límite?

– Existe.

– ¿Y si es una carga que no quiero?

– Las cargas no las escogemos nosotros. Nos vienen impuestas. La clave es convertirlas en voluntad para dominarlas y utilizarlas de la mejor forma posible.

– Hija, has de irte -los interrumpió su madre.

– Tiene razón -manifestó él.

– Un poco más…

– Ahora, hija. Ahora.

Los vio juntos. Juntos como tantas veces había soñado.

– No me dejéis toda la vida sin…

– Te lo prometemos.

Quiso abrazarlos por última vez.

Pero su imagen perdía fuerza.

Consistencia.

Joa sintió que una poderosa fuerza tiraba de ella, hacia atrás, apartándola de la luz.

Continuó mirando a sus padres, empequeñecidos en la distancia.

Hasta que desaparecieron, y la luz con ellos.

Cerró los ojos y supo que no volvería a abrirlos hasta llegar a su destino.

59

Sentía amargura. Pero también compromiso. Ahora la enviada era ella. Las nuevas hijas de las tormentas eran Amina, Indira y ella. La Tierra dependía de la extraña fuerza derivada de la unión de cinco cristales, de los que sólo tenían tres.

Y el tiempo apremiaba. Escuchó un grito.

No le prestó atención. Su propia alma era un grito. Escuchó un estruendo.

Tampoco le prestó atención. Su propia mente era un caos.

– ¡Joa!

Alguien la llamaba. Alguien con la voz de David.

– ¡Joa, vuelve, por Dios!

Intentó abrir los ojos pero no pudo. Como en los malos sueños. Su cuerpo estaba en la cruz pero su espíritu todavía no.

– No os he preguntado vuestro nombre… -suspiró. Seguirían siendo «ellos».

– ¡Joa, no hay tiempo!

El estruendo era mayor. Y ahora, además de los gritos y ese ruido, notó un zarandeo.

Otra vez David:

– ¡Joa!

¿Y Amina? ¿Dónde estaba su hermana?

– ¡No puedo moverte, es como si pesaras una tonelada!

– ¿David?

Ahora sí, abrió los ojos.

Su mente fue una con su cuerpo.

– ¡Joa! -exhaló él.

Le bastó un segundo para darse cuenta de la realidad, comprender el alcance del peligro. David la sujetaba por los brazos y su rostro reflejaba todo el miedo que sentía. Joa miró el techo de la cueva.

Las rocas caían a su alrededor. Enormes bloques que llovían desde las alturas, abriendo un enorme boquete sobre sus cabezas.

– ¿Qué ha… pasado?

– ¡La vibración! ¡La cueva no lo ha resistido! ¡Ha sido como una sacudida! ¡Hemos de salir de aquí! Salir de allí. ¿Cómo?

Se levantó. Volvía a ser ella. El círculo metálico seguía vibrando enloquecido, y todavía emitía luz, aunque se apagaba de forma muy rápida. Amina continuaba sentada, en trance.

– ¡Amina!

– ¡Tampoco puedo moverla a ella! -David lo intentó sin éxito-. ¡Si no nos vamos, moriremos los tres!

– ¡No podemos irnos sin Amina!

– ¡Joa, cuidado!

Una roca se estrelló a unos metros de ella. Todo el suelo de la cueva vibró de manera dramática, como si la piedra se hubiera hundido en su corazón.

Amina todavía no había regresado.

Joa se puso a su lado, le habló al oído.

– Amina, ahora, ahora, ¡ya! ¡No puedes quedarte flotando en la eternidad!

El desnivel del suelo empezó a cambiar, grado a grado. Quizá estuviesen encima de otra gran cueva, tal vez la plataforma metálica tuviese un sistema tecnológico que lo sustentara por debajo. Era imposible saberlo.

Y tampoco importaba ya demasiado.

David esperaba, con los ojos desorbitados.

– Amina… -le susurró Joa.

Un jadeo.

Una respiración profunda.

Una mirada.

– ¿Qué…?

– Hemos de irnos ya -le besó la frente.

La plataforma se inclinó casi diez grados. Dos de los cristales resbalaron por ella tras salirse de sus huecos. Iban a perderlos.

– ¡David!

Se echó encima del círculo. Con la mano izquierda atrapó el de Joa. Los dedos de la derecha rozaron el de los dogones, que se acercó peligrosamente al límite. También David resbaló hacia él, porque más allá se abría ya una sima.

Amina reaccionó entonces. Primero detuvo el cristal. Luego a David. Después hizo que el cristal llegara a la mano derecha de él.

– Vamonos -se puso en pie para coger el suyo.

Se apartaron del centro. Las rocas eran cada vez mayores y caían con mayor profusión. El resplandor del día iluminaba ahora todo aquel espacio. Por entre un griterío ensordecedor, de pronto, los murciélagos ocultos en la otra cámara empezaron a volar en todas direcciones. Se hizo una nueva oscuridad. Joa, Amina y David buscaban el amparo de los laterales, pero era como si la cueva, toda la inmensidad de la cruz del Nilo, hubiera dejado de tener una dimensión. El terremoto envolvía el interior y el exterior.

Y ellos estaban a muchos metros bajo tierra.

Perdidos.

– ¡Hacia allí! -David tiró de ellas.

Lo intentaron, pero ya no había un lugar seguro. Los miles de murciélagos tardaron mucho en desaparecer, llevándose sus chillidos y su vuelo enloquecido. A su espalda el lamento de la tierra herida se convirtió en un alarido prolongado cuando todo se hundió hacia el abismo. Vieron boquiabiertos cómo la plataforma, la puerta con la que habían llegado hasta Orion, se convertía en una masa incandescente, rojiza, que se colapso a sí misma. Antes de ser devorada por las profundidades ya no existía.