– Buenas tardes, Mildred.
Una anciana dama vestida de forma recargada asintió regiamente.
Lady Warsingham asintió de vuelta.
– Lady Osbaldestone. ¿Creo que recuerda a mi sobrina la señorita Carling?
La anciana dama, aún hermosa a su modo pero con aterradores ojos negros de lince, inspeccionó a Leonora, quien hizo una reverencia. La vieja bruja resopló.
– Claro que la recuerdo, señorita, pero no tiene sentido que aún siga soltera. -Su mirada desafiante se movió hacia Tristan-. ¿Quién es éste?
Lady Warsingham realizó las presentaciones; Tristan hizo una reverencia.
Lady Osbaldestone se encorvó.
– Bien, una esperaría que usted lograra cambiar la opinión de la señorita Carling. El baile está por allí.
Con su bastón señaló hacia una arcada más allá de la cual las parejas bailaban. Tristan aprovechó el implícito despido.
– ¿Si ustedes nos excusan?
Sin esperar más permiso, se llevó a Leonora.
Haciendo una pausa bajo la arcada, preguntó,
– Lady Osbaldestone, ¿quién es?
– El bona fide * de la aristocracia. No le prestes atención. -Leonora inspeccionó a los bailarines-.Y te lo advierto, esta noche sólo vamos a bailar.
Él no replicó; tomando su mano, la condujo por la pista haciéndola girar en un vals. Un vals que utilizaba para lograr el máximo efecto, lamentablemente, considerando las limitaciones de una pista de baile medio vacía, no era el efecto que le hubiese gustado.
El siguiente baile fue un cotillion *, un ejercicio por el cual él sentía poco gusto; le proporcionaba muy pocas oportunidades de turbar los sentidos de su compañera. Era demasiado temprano aún para guiarla hacia el diminuto salón con vista a los jardines. Cuando ella admitió estar sedienta, se dirigió a la izquierda del salón para traer dos copas de champán.
De la mesa de los refrescos regresó al salón de baile; había estado ausente durante sólo un momento, y cuando volvió descubrió a Leonora conversando con un hombre alto, de cabellos negros que reconoció como Diablo Cynster.
Sus maldiciones internas eran virulentas, pero cuando se acercó, ni Leonora ni Cynster, que no se alegraron con la interrupción, pudieron ver algo más allá de lo mundano en su expresión.
– Buenas tardes.
Dándole a Leonora su copa, saludó con la cabeza a Cynster, quien devolvió el saludo, agudizando su clara mirada.
Un aspecto se hizo evidente al instante, eran muy parecidos, no solamente en la altura, en la anchura de sus hombros, en su elegancia, sino también en su carácter, sus naturalezas, sus temperamentos.
Pasado el momento en que ambos asimilaron aquel hecho, Cynster le ofreció la mano.
– St. Ives. Mi tía mencionó que estuvo en Waterloo.
Tristan asintió con la cabeza, le estrechó la mano.
– Trentham, aunque no lo era por entonces.
Él mentalmente pensó en el mejor modo de contestar las preguntas inevitables; había oído bastante de la participación de los Cynster en las recientes campañas para adivinar que St. Ives conocería lo suficiente para detectar su usual rodeo acerca de la verdad.
St. Ives lo estaba mirando atentamente, evaluándolo.
– ¿En qué regimiento estaba usted?
– Los Guardias.
Tristan encontró la clara mirada verde, deliberadamente omitió ir más lejos en la explicación.
St. Ives entrecerró la mirada; la mantuvo así y murmuró.
– Estaba en la caballería pesada, según recuerdo. Junto con algunos de sus primos, relevaron a la tropa de Cullen en el flanco derecho.
St. Ives se quedó callado, parpadeó, luego sardónico, sonrió genuinamente curvando sus labios. Su penetrante mirada retornó a Tristan; inclinó la cabeza.
– Como usted diga.
Sólo alguien autorizado con un alto rango militar podría conocer la pequeña incursión; Tristan casi podía ver las conexiones que se tejían detrás de los ojos verdes de St. Ives.
Notó la rápida y calculadora antes de que, con un movimiento casi imperceptible que sólo ambos vieron y entendieron, se echase atrás.
Leonora había estado mirando de uno al otro, sintiendo una comunicación que no podía seguir, irritada por ello. Abrió los labios.
St. Ives giró hacia ella con una sonrisa devastadora, de pura fuerza predadora.
– Tenía la intención de conquistarla, pero creo que la dejaré a merced de Trentham. No es correcto cruzarse en el camino de un compañero oficial, y parece que no hay duda que merece tener el campo despejado.
El genio de Leonora emergió; sus ojos se entrecerraron.
– No soy un enemigo para ser capturado y conquistado.
– Eso es cuestión de opiniones.
El comentario seco de Tristan atrajo la mirada de Leonora en su dirección.
La risa de St. Ives aumentó, impenitente; esbozó una reverencia y se retiró, saludando a Tristan desde atrás de Leonora.
Tristan presenció esto con alivio; con suerte, St Ives advertiría a sus primos, y a cualquier otro de su clase.
Leonora lanzó una mirada con el ceño fruncido a la espalda de St. Ives mientras se batía en retirada.
– ¿Qué quiso decir con que "mereces el campo despejado"?
– Presumiblemente porque yo te vi primero.
Ella volvió a girarse hacia él, profundizando el ceño.
– Yo no soy ningún tipo -gesticuló, con copa y todo- de presa.
– Como dije, eso es cuestión de opiniones.
– Tonterías. -Ella hizo una pausa, observándolo, luego continuó-, sinceramente espero que no pienses en tales términos, ya que te advierto que no tengo ninguna intención de ser capturada, conquistada, ni mucho menos atrapada.
Su voz crecía afirmándose con cada palabra; su última frase hizo que los caballeros cercanos se giraran para mirarla.
– Éste, -Tristan cogió su mano colocándola en su brazo-. no es lugar para hablar de mis intenciones.
– ¿Tus intenciones? -Ella bajó la voz-. En lo que a mí respecta, no tienes ninguna intención en relación conmigo. Ninguna que tenga alguna posibilidad de realizarse.
– Lamento tener que contradecirte, desde luego. Sin embargo… -Él siguió hablando, defendiéndose ante ella con evasivas y dirigiéndola hacia la puerta lateral. Pero cuando alargó la mano para abrirla, ella lo entendió todo. Y clavó los talones.
– No. -Entrecerró los ojos aún más-. Esta noche sólo bailaremos. No hay ninguna razón para que estemos en privado.
Él levantó una ceja
– ¿Batiéndote en retirada?
Sus labios se afinaron; sus ojos eran meras líneas.
– Nada de eso, pero no me atraparás con un señuelo tan obvio.
Él exhaló un suspiro exagerado. A decir verdad, era demasiado temprano, la habitaciones no estaban lo suficientemente atestados como para arriesgarse a escabullirse.
– Muy bien. -La hizo girar de regreso al salón-. Suena como el comienzo de un vals.
Quitándole la copa de los dedos, le dio ambas copas a un lacayo que pasaba, luego la arrastró a la pista de baile.
Leonora se relajó bailando, liberó sus sentidos; al menos aquí, en presencia de otros, estaba a salvo. En privado no confiaba en él, ni en ella. La experiencia le había enseñado que estando entre sus brazos, no podía confiar en su intelecto para dirigirla. Los argumentos racionales y lógicos nunca ganaban cuando tenían que competir contra aquella cálida demanda de necesitado anhelo.
Deseo. Ella sabía lo bastante ahora como para identificarlo, la pasión que los impulsaba, que alimentaba la atracción entre los dos. Lo reconoció como tal, pero sabía que mejor que admitirlo era comprenderlo.
Sin embargo, cuando danzaba en los brazos de Trentham, relajada, pero con sus sentidos estimulantemente vivos, era un aspecto diferente de la interacción el que la afectaba.