– Vamos-. Tristan le dio un empujoncito.
Ella le dio a Deverell su mano y éste la ayudó a descender; detrás de él, la portilla del jardín se abrió, con Charles St. Austell llamándolos por señas.
Su lacayo más alto, Clyde, estaba de pie detrás de Charles, con lo que Leonora suponía que era una camilla improvisada en sus manos.
Charles vio su mirada.
– Vamos a llevarle dentro. Sería demasiado lento y doloroso de otra manera.
Ella lo miró.
– ¿Lento?
Con la cabeza, indicó la casa de al lado.
– Estamos tratando de minimizar la oportunidad de que Mountford vea algo.
Habían asumido que Mountford o más probablemente su cómplice observaría las idas y venidas en el Número 14.
– Pensaba que lo llevaríamos al Número 12. -Leonora miró hacia su club.
– Sería demasiado difícil para todos ocultarnos para ir a oír su historia. -Amablemente, Charles la apartó a un lado mientras Tristan y Deverell ayudaban a pasar a Jonathon a través de la puerta-. Ya llegamos.
Entre los cuatro, colocaron a Jonathon en la camilla, construida con sábanas dobladas y dos largos palos de escoba. Deverell los precedió, indicando el camino. Clyde y Charles lo siguieron, llevando la camilla. Con la bolsa de Jonathon en una mano, Tristan cerraba la marcha, Leonora iba delante de él.
– ¿Qué hay del coche de alquiler? -susurró Leonora.
– No te preocupes. Le he pagado para que espere ahí otros diez minutos antes de arrancar, sólo por si acaso el ruido que hiciera al pasar por detrás de la casa vecina les alertase.
Había pensado en todo, incluso en cortar un nuevo y estrecho arco en el seto que separaba el jardín de la cocina, del césped más abierto. En lugar de recorrer el camino central y atravesar la arcada central y luego tener que cruzar un amplio espacio de césped, subieron por un estrecho camino lateral siguiendo la pared que limitaba con el Número 12, luego atravesaron la brecha recién hecha en el seto, salieron muy cerca de la pared del jardín, en su mayor parte ocultos por sus sombras.
Sólo tuvieron que cubrir una corta distancia hasta que el saliente de la pared de la cocina les escondió del Número 16. Luego fueron libres de subir los escalones de la terraza y entrar a través de las puertas de la sala.
Cuando Tristan cerró la puertaventana detrás de ella, ella atrajo su atención.
– Muy limpio.
– Todo es parte del servicio. -Miró detrás de ella, que se giró para ver cómo Jonathon era ayudado a bajar de la camilla y colocado encima de una tumbona, ya preparada.
Pringle revoloteaba. Tristan atrajo su atención.
– Le dejaremos con su paciente. Estaremos en la biblioteca, reúnase con nosotros cuando acabe.
Pringle asintió, y se volvió hacia Jonathon.
Todos salieron en fila. Clyde tomó la camilla y se dirigió a las cocinas; el resto fueron en grupo a la biblioteca.
La ansiedad de Leonora por ver que lo que Jonathon tenía en su maleta no era nada comparada con las de Humphrey y Jeremy. Si Tristan y los demás no hubieran estado allí, dudaba que hubiera podido impedirles ir a traer el bolso y “sólo comprobar” lo que contenía.
La vieja y cómoda biblioteca raramente había parecido tan llena, y más raramente aún, tan viva. No era sólo por Tristan, Charles, y Deverell, todos paseando, esperando, severos y absortos; su energía reprimida parecía contagiar a Jeremy e incluso a Humphrey. Esto, pensó Leonora, sentada fingiendo paciencia en el sofá y con Henrietta, tumbada desgarbadamente a sus pies, observándolos a todos, debe ser lo que se habría sentido en la atmósfera de una tienda de campaña llena de caballeros poco antes de la llamada a la batalla.
Finalmente, la puerta se abrió y Pringle entró. Tristan le sirvió brandy en un vaso; Pringle lo tomó con aprobación, dio un sorbo y luego suspiró apreciativamente.
– Está bastante bien, ciertamente bastante bien para hablar. Sin duda, está deseoso de hacerlo, y sugeriría que le escuchasen cuanto antes.
– ¿Sus lesiones? -preguntó Tristan.
– Diría que los que le atacaron estaban fríamente dispuestos a matarle.
– ¿Profesionales? -preguntó Deverell.
Pringle vaciló.
– Si tuviera que adivinar, diría que eran profesionales, más acostumbrados a cuchillos o pistolas, pero en este caso estaban tratando de hacer parecer el ataque como el trabajo de gamberros locales. Sin embargo, no tuvieron en cuenta los huesos bastante fuertes del señor… Martinbury; está muy magullado y maltratado, pero las hermanas lo han cuidado bien, y con el tiempo estará como nuevo. Estén seguros de que, si algún alma caritativa no lo hubiera llevado al convento, no habría tenido muchas oportunidades.
Tristan asintió.
– Gracias otra vez.
– No tiene importancia. -Pringle devolvió su vaso vacío-. Cada vez que veo a Gasthorpe, al menos sé que será algo más interesante que unos forúnculos o carbunco *.
Con inclinaciones de cabeza alrededor, los dejó.
Todos ellos intercambiaron miradas; la excitación subió un grado.
Leonora se levantó. Los vasos se vaciaron rápidamente y se abandonaron. Sacudió sus faldas, luego fue hacia la puerta, y los llevó a todos de vuelta a la sala.
CAPÍTULO 19
– Sigue siendo todo un misterio para mí, no le encuentro ni pies ni cabeza a esto, si puedes arrojar una luz sobre el asunto te estaría agradecido. -Jonathon colocó la cabeza contra la parte posterior de la silla.
– Empieza desde el principio -aconsejó Tristan. Todos se reunieron alrededor, en las sillas, apoyados en la chimenea, muy interesados. -¿Cuándo fue la primera vez que oíste hablar sobre Cedric Carling?
Jonathon fijó la mirada, abstrayéndose.
– De A.J. en su lecho de muerte. -Tristan y cada uno de ellos, pestañearon.
– ¿En su lecho de muerte?
Jonathon miraba alrededor de ello.
– Pensé que ustedes lo sabían. A.J. Carruthers era mi tía.
– ¿Ella era la experta en hierbas medicinales? ¿A.J. Carruthers? -La incredulidad de Humphrey vibró en su tono.
Jonathon con el rostro ceñudo, asintió.
– Sí, era ella. Y por eso le gustaba vivir oculta, lejos, en el norte de Yorkshire. Tenía su cabaña, producía sus hierbas y hacía sus experimentos y nadie la molestaba, colaboraba y se carteaba con una gran cantidad de otros herbolarios muy respetados, pero todos la conocían solamente como A.J. Carruthers.
Humphrey frunció el ceño.
– Ya veo.
– Una cosa -declaró Leonora-, Cedric Carling, nuestro primo, ¿sabía que era una mujer?
– Honestamente, no lo sé -replicó Jonathon-. Pero conociendo a A.J. lo dudo.
– Había oído el nombre de Carling por A.J. Carruthers desde hace algunos años, pero solamente como otro herbolario. Lo primero que supe sobre este asunto fue justo algunos días antes de que muriera. Su salud había estado fallando, su muerte no fue una sorpresa. Pero la historia que me contó entonces, bueno, empezó a divagar, y no sabía si darle crédito.
Jonathon respiró.
– Me dijo que ella y Cedric se habían asociado sobre un ungüento en particular, ambos estaban convencidos que sería extraordinariamente útil, era asombrosamente única para fabricar cosas útiles. Habían estado trabajando en este ungüento durante más de dos años, muy tenazmente, y desde el primer momento habían hecho un acuerdo solemne y obligatorio de compartir cualquier beneficio del descubrimiento. Habían constituido un documento legal, me dijo que lo encontraría entre sus papeles, y así lo hice más tarde. Sin embargo, lo que tenía más urgencia en decirme, es que habían tenido éxito en su búsqueda. Su ungüento, lo que sea que fuera, era eficaz. Habían alcanzado ese punto hacía unos dos meses poco más o menos, y desde entonces no había oído nada más acerca de Carling. Había esperado, entonces les escribió a otros herbolarios que conocía en la capital, preguntando por Carling, y le dijeron que había muerto.