Выбрать главу

Cuando llegamos a Florencia, una de mis primeras tareas fue transportar los pesados bloques desde los depósitos de hielo de los Jardines de Bóboli hasta las cocinas de palacio. La primera vez que lo hice, la curiosidad de jugar con esos bloques de hielo –verlos escurrirse entre mis manos como una anguila, sentarme a horcajadas sobre ellos y montarlos como si fueran una carreta por las pendientes cubiertas de hierba o lanzarlos desde lejos contra las paredes de la cocina y ver cómo se convertían en docenas de esquirlas, brillantes como gemas– fue tal que, en un estado de infantil entusiasmo, desatendí mis otros quehaceres.

Cuando Ahmad me encontró en el patio, rodeado de docenas de bloques brillantes de hielo hechos añicos, no pareció enfadado por mi negligencia, al menos de entrada.

–Ven conmigo –me dijo.

Me llevó al depósito de hielo, me dijo que entrara y me encerró con llave.

A diferencia del calor de Florencia, allí dentro hacía un frío glacial, la temperatura necesaria para convertir el agua en hielo. Sólo llevaba unas calzas y una camisa muy fina y el delantal que usaban todos los aprendices. Al cabo de unos minutos empecé a tiritar. El frío parecía una llama o un cuchillo recorriendo mi piel. Media hora más tarde tenía unos temblores tan fuertes que me mordí la lengua y la hice sangrar.

Poco después sentí que remitía el temblor. Al final me he acostumbrado, pensé. Sentí que me invadía un gran cansancio. Me di cuenta de que me estaba quedando dormido. Aún notaba la mordida del frío, pero mi cuerpo ya no era capaz de combatirlo. Mis defensas se venían abajo; el frío me calaba hasta los huesos. No me sentía agotado, sino entumecido por dentro, como si mis miembros se estuvieran poniendo rígidos uno tras otro, convirtiéndome en una estatua, tan fría y carente de vida como el David de Florencia. Traté de gritar, pero, por alguna razón, mi grito también se congeló dentro de mí y descubrí que ni siquiera podía abrir la boca.

Lo siguiente que recuerdo fue que me arrastraban hasta las cocinas. Cuando me desperté, miré fijamente los ojos oscuros de mi señor antes de que el persa me dejara caer bruscamente al suelo.

–Esto no se repetirá –dijo y, dándose la vuelta, se fue.

Nunca volví a jugar con el hielo. Sin embargo, algo había cambiado. No es que ya no me fiara de mi señor. El frío que había sentido nunca abandonó del todo mi cuerpo: siempre había una o dos astillas de hielo clavadas en lo más profundo de mis huesos y puede que también en mi corazón.

Pocos días después de haber sido encerrado en el depósito de hielo, el dedo medio de la mano derecha empezó a ponerse negro. Ahmad le echó un vistazo sin hacer ningún comentario. Luego llamó a dos de sus hermanos para que me inmovilizaran el brazo sobre un bloque de hielo mientras él me amputaba el dedo con un cuchillo de carnicero. La sangre caliente se derramó sobre el hielo. Cuando se congeló, se convirtió en cristales de color rosa.

–Esto no afectará a tu trabajo –dijo, cuando dejé de gritar.

Todas las noches, cansado como un perro y medio congelado, me metía sigilosamente en la cocina de palacio para dormir junto a una de las enormes chimeneas donde se asaba la carne alla brace, sobre las brasas del fuego. El personal de la cocina se había acostumbrado a mí, y ya no me perseguían con escobas y cuchillos. Empecé a observar a los cocineros mientras trabajaban: los miraba mientras trituraban la fruta para intensificar su sabor; mientras extraían el perfume de las violetas y de las flores de naranja para aromatizar cremas y licores o mientras exprimían el zumo de las uvas y del membrillo para acompañar la fruta con el sabor más delicado. Sin embargo, cuando quise sugerirle a Ahmad que nosotros también podríamos emplear esas técnicas, mi señor se mostró desdeñoso.

–Somos ingenieros, no cocineros –le gustaba decir–. Cocinar es cosa de mujeres. Nosotros conocemos los secretos del hielo.

Efectivamente, eran secretos muy antiguos, un montón de conocimientos que habían pasado de padre a hijo en algunas familias persas que preparaban sorbetes en la corte del sha Abbas, en Isfahán. Parte de esos conocimientos habían sido recogidos en unos cuadernos manchados y con unas tapas de piel cuyas páginas estaban llenas de esquemas y de una enmarañada caligrafía árabe. Sin embargo, la mayoría estaban en la cabeza de Ahmad, en forma de reglas y máximas que seguía a ciegas, como un ignorante sacerdote rural que recita en latín una liturgia que en realidad no comprende.

–Por cinco medidas de hielo picado, añadir tres de salitre –recitaba.

–¿Por qué? –le decía yo.

–¿Por qué qué?

–¿Por qué hay que picar el hielo? ¿Y para qué sirve el salitre?

–¿Qué más da? Ahora agita la mezcla veintisiete veces en el sentido de las agujas del reloj.

–Puede que el humor del salitre sea caliente y el del hielo frío, y así, cuando se mezclan, quizás…

–Puede que te dé con la vara si no mezclas el hielo.

Llevaba dos años trabajando para el persa cuando me atreví a preguntarle qué sabor tenían los helados que preparábamos.

–¿Sabor? ¿Y a ti qué te importa el sabor, muchacho? –replicó Ahmad, desdeñoso.

Sabía que debía medir mi respuesta si quería evitar que volviera a darme una paliza.

–Señor, he visto que los cocineros prueban los platos mientras los preparan. Creo que podría entender mejor cómo preparar estos helados si supiera qué sabor deben tener.

Estábamos preparando un helado con esas pequeñas naranjas dulces que algunos llaman naranjas de la China y otros mandarinas. El sirope se espesaba más adelante con pulpa de naranja, antes de verterlo sobre una montañita de hielo picado.

–Muy bien –dijo Ahmad, señalando la olla con un gesto–. Pruébalo, si eso es lo que quieres.

Antes de que pudiera cambiar de opinión, cogí una cuchara, tomé un poco de la mezcla y me la llevé a los labios.

Los cristales se rompieron y crujieron bajo mis dientes. Noté cómo se disolvían en la lengua –una sensación de frío penetrante mientras se fundían– y luego me tragué el sirope, frío, espeso y azucarado. El sabor se multiplicó en la boca como si, de pronto, una naranja hubiera madurado en ella. Lancé un grito ahogado de placer y entonces, un momento después, un dolor terrible me golpeó la cabeza mientras el frío se agarraba a mi garganta. Sofocado, empecé a toser.

Ahmad se mordió el labio, divertido.

–Ahora puede que entiendas por qué no es un plato para niños. Ni para el populacho, ya que no tiene ningún poder nutritivo. No estamos aquí para alimentar, muchacho, sino para divertir. Somos como los juglares, los actores o los pintores, artífices de exquisitas fruslerías para los ricos y los poderosos, es decir, para los reyes, los nobles, los cardenales y sus cortesanas. Sólo ellos pueden gastarse tanto dinero en algo que se deshace en la boca más rápido de lo que tarda en perderse un canto en el aire de la noche.

Sin embargo, una vez superada la sorpresa inicial, descubrí que aquel era un sabor que no podría olvidar. No era el sabor dulce y concentrado de las naranjas; lo que me sedujo fue el hielo, frío y granuloso. A partir de aquel momento, a escondidas de Ahmad, probé todas nuestras creaciones. Y nunca volví a toser cuando sentí el frío agarrándose a mi garganta.

Una noche noté en la cocina un olor acre y desconocido, como si hubieran cocido hígado en salsa de vino. Sin embargo, aquel aroma era de una intensidad que no se parecía al de ninguna víscera. Procedía de una olla que estaba en el fuego; su contenido, espeso y marrón, borboteaba como la lava caliente mientras el cocinero lo removía con una cuchara de madera.

–¡Xocalatl! –exclamó.