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–Audiger… ¿Adónde nos dirigimos?

El francés parecía desconcertado.

–¿A París?

–Pasaremos por los Alpes –le recordé–. Y aunque nunca he estado allí, incluso yo sé que los Alpes están…

–¡Llenos de hielo! ¡Hay montañas de hielo! ¡Hay hielo y nieve por todas partes! ¡Sí! –Audiger lanzó su sombrero al aire y lo recogió–. Pero primero tenemos que llevar los guisantes hasta los Alpes –dijo, menos animado.

–¿Cuánto tardará la diligencia en llegar allí?

–Dos días, puede que tres.

–Mi baúl aún debería estar frío; saqué los cubos de peltre y todo lo demás del depósito de hielo de Bóboli. Si guardamos los guisantes allí…

–¡Sí! ¡Sí! –Audiger volvió a lanzar el sombrero al aire– ¡Claro! Demirco, con mis ideas y tu experiencia, ¡seremos los mejores pasteleros del rey de todos los tiempos!

Dos días más tarde, en una posada de alta montaña situada en el paso que conducía a Francia, Audiger me observaba mientras preparaba los guisantes.

–La nieve prensada es más fría que el hielo, y dura más tiempo –le expliqué–. ¿Por qué? Lo ignoro. Pero un día intentaré averiguarlo.

Audiger miraba la sabotière como si esperase asistir a un milagro. Muy bien, me dije: voy a enseñarte un poco de magia.

–Ahora añado salitre a la nieve. Eso hace que esté mucho más fría. Una vez más, ignoro por qué.

–Continúa –dijo Audiger, casi sin aliento.

–Y ahora meto los guisantes en el recipiente, así.

Introduje los guisantes y tapé el contenido.

–¿Y ahora qué?

–Ahora los dejamos ahí. Es como cocer una tarta en el horno… Si lo abres demasiado a menudo para comprobar cómo está, se escapará el calor y la tarta no se cocerá. Sólo que, en este caso, es el frío lo que debe conservarse.

Audiger sacó un reloj de bolsillo.

–¿Cuánto tiempo?

–El tiempo que transcurre entre maitines y la misa, según las campanas de Santa María.

–¿Cómo?

–Pongamos media hora.

Audiger se pasó los siguientes treinta minutos paseando arriba y abajo. Cuando por fin abrimos la sabotière, examinó su interior y lanzó una exhalación. Los guisantes se habían hecho una bola, una masa de color verde plateado recubierta de hielo. Audiger la cogió.

–¡Es increíble! –exclamó, en voz baja.

–Con cuidado –le advertí–. Podrías calentarlos con las manos. Su sabor perderá frescor si tenemos que congelarlos otra vez.

–¡Están pegados!

Los guisantes cubrían los dedos de Audiger, agarrándose a su piel como las rebabas de unos mitones. Trató de arrancárselos, pero no lo consiguió.

–A ver, déjame a mí. –Arranqué los guisantes uno a uno. Me di cuenta de que no se adherían tanto a mis dedos como a los de Audiger–. Tenemos que guardarlos. Y deberíamos llevarnos con nosotros en la diligencia un baúl lleno de nieve prensada para poder conservarlos en hielo.

Carlo

Para preparar una ratafía de nueces verdes: coger nueces no muy maduras y cortarlas en cuartos sin quitarles la cáscara; a continuación, dejarlas en infusión durante un mes en un galón de aguardiente con un limón y unas hojas de lima dulce. En Francia, este cordial es conocido con el nombre de liqueur de noix, y se congela fácilmente, aunque no se solidifica por completo.

El libro de los sorbetes

En París tuvimos que movernos con celeridad para conseguir una audiencia con el rey antes de que se descongelaran los guisantes. Afortunadamente monsieur Bontemps, el ayuda de cámara del monarca, era tan corruptible como Audiger había previsto, y al cabo de unos días estábamos en presencia de Luis XIV, su hermano y algunos otros miembros de la nobleza. Audiger estaba tan intimidado que apenas era capaz de hablar. Por suerte, nuestro presente no requería mucha presentación, y el tartamudeo de Audiger fue olvidado en seguida cuando los aristócratas se agolparon en torno a la caja de guisantes para probarlos.

El rey le ordenó a su ayuda de cámara que llevara las sobras a su chambelán para que las repartiera: una parte para la reina, otra para la reina madre, otra para el cardenal y otra para él.

–Y en cuanto a estos intrépidos caballeros, Bontemps –dijo, señalándonos con un gesto–, os ruego que los recompenséis por sus desvelos.

Miré a Audiger. Aquél era el momento en que, de acuerdo con nuestro plan, debería haber pronunciado el discurso que había preparado. Sin embargo, mi compañero, contrariamente a su costumbre, parecía haberse quedado sin habla y miraba al rey con los ojos como platos y una expresión en el rostro que era de pura adoración.

–Si me dais vuestro permiso, Majestad –dije, haciendo una reverencia–, no queremos ninguna recompensa, salvo el privilegio de poder preparar helados y otros postres fríos para vuestro real placer.

Luis levantó las cejas.

–¿Helados?

Audiger recuperó la voz.

–Mi ayudante, sire, estaba en la corte de los Médici, y es un maestro preparándolos.

El rey me escrutó con la mirada.

–¿Cómo os llamáis, signor?

–Demirco, sire.

–¿Cuántos años tenéis?

–Dieciocho –mentí.

–Hum… Buena edad… La misma que tenía yo cuando ocupé el trono de Francia. Estoy impaciente por probar vuestras creaciones. Desde hace tiempo, el cardenal Mazarino tiene a su servicio a un limonadier italiano, y he podido admirar su trabajo en varias ocasiones. Se llama Morelli… ¿Lo conocéis?

Sacudí la cabeza.

–No, sire.

–Es un hombre muy creativo. Pero tal vez vos –continuó el rey, escrutándome más de cerca– podáis demostrar que sois su igual. Eso espero. Sería un gran placer superar al cardenal en la mesa.

Intuí una parte de la personalidad del rey. La rivalidad: eso era lo que le movía. Todo lo que hacía, poseía o gozaba de su mecenazgo debía ser lo mejor, y cualquier hombre de estado o cortesano que le ofreciera algo –aunque fuera algo tan insustancial como un trocito de hielo aromatizado– estimulaba en Luis el insaciable deseo de superarlo.

Hice otra reverencia.

–Lo intentaré, Majestad.

Audiger, que estaba a mi lado, añadió:

–Una tarea, sire, que ciertamente resultaría más fácil si pudiéramos establecer un gremio –un gremio de fabricantes de sorbetes– con una patente real, un consejo y el derecho a formar aprendices…

–Sí, sí. Preparad un helado y hacedlo llegar esta noche a mi mesa. Si me parece aceptable, el honor es vuestro.

El rey se fue, seguido por su corte.

Audiger se quedó mirando la puerta, pero ya se habían ido todos. Luego, tirándome de la manga, dijo:

–¡Esta noche! –exclamó–. ¡Tenemos que prepararle un helado para esta noche!

–No hay ningún problema –dije, lleno de confianza–. Ve al mercado y tráeme unas cuantas nueces verdes; busca una tienda de cordiales y compra un poco de liqueur de noix. Será el licorero quien habrá hecho el trabajo más duro.

Ahora que, por fin, ya estaba en Francia, no tenía ninguna intención de ceñirme de nuevo a los cuatro sabores de Ahmad.

Fue el principio de una época memorable. En Florencia era menos que un sirviente, pero aquí, en París, era casi un cortesano. Audiger me vistió como si fuera un profesor de danza o un pintor de retratos: un jubón que lucía veinticuatro botones que no usaba nunca; unos calzones blancos y tan estrechos que resaltaban mis pantorrillas; un sombrero de tres picos y una peluca –la primera que tenía en mi vida– larga y generosamente empolvada con yeso. Sin embargo, la peluca me producía unos picores insoportables. Después de haberla llevado una semana, me di cuenta de que debería haberme afeitado la cabeza, como había hecho Audiger, o librarme de la peluca. Decidí librarme de ella. Sin embargo, el resto de mi vestimenta me quedaba bastante bien. Cuando me vi de cuerpo entero en uno de los espejos que cubrían las paredes de los nuevos salones del rey, no pude evitar sentirme impresionado.