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Esperé dos minutos, examinando la medalla que había recibido: un disco de bronce mate que llevaba en un lado el relieve de una cabeza con una corona de laurel, como la de un emperador romano, y en el otro una muchacha ataviada con una túnica que abrazaba una urna sobre un adornado pedestal. Alrededor de la cabeza imperial había una inscripción que decía: Josef Xiaze Poniatowski. Alrededor de la muchacha con la túnica estaban las palabras que ya había oído aquella tarde: Zyl dla oyczyzny, umarl dla slawy ¿Poniatowski? ¿Qué es lo que sabía de él? Un mariscal napoleónico emparentado con el último rey de Polonia, un gran jefe miliar y un fracasado político al que Napoleón le negó la ansiada corona polaca. Bonaparte le engañó, no se restauró Polonia como nación, y hasta en el apresuradamente creado Ducado de Varsovia, a Poniatowski solamente se le dio el ministerio de la guerra. Murió espléndidamente en una de las campañas napoleónicas, olvidado por el emperador, cuyo trono estaba empezando ya a tambalearse. No fue Bonaparte, sino sus propios compatriotas polacos los que habían acuñado esta medalla, inscribiéndola con las palabras «Vivió para su patria, murió por su honor». Esta medalla debía tener un gran atractivo para ciertos emigrantes polacos contemporáneos, pero no para mi. Era inexacta, falsa ¿Por qué honor? ¿De quién? También los traidores han muerto por su honor, incluso Eróstrato. Sonreí interiormente ante el sentimiento con el que se me había entregado la medalla. ¿Cuándo y cómo podía llegar a serme de utilidad?

Me la metí en el bolsillo y, sin echar una mirada a los cadáveres, salí de la habitación. La puerta de la calle estaba entreabierta, chirriando sobre sus goznes. Me encontré en una calle vacía, con el repiqueteo del agua sobre el asfalto y la amarillenta luz de las farolas brillando entre las gotas de lluvia. De nuevo corrí al otro lado de la calle, hasta el alero bajo el que se encontraba Leszczycki. Aún estaba allí, contemplando los chorros de agua que danzaban frente a una luz. Y de nuevo me pareció que la cortina de lluvia se duplicaba, como si yo fuera un hombre que lo ve todo doble tras sentirse sobrecogido por un vértigo.

Miré mi reloj: las diez menos cinco, ¡Qué extraordinario! Pero si al menos había pasado media hora con Ziga. Me llevé el reloj al oído. Seguía funcionando.

– Aún llueve -dijo Leszczycki sin mirarme-. Y no hay taxis.

– Allí hay uno. Vamos -dije, y me adelanté para parar al taxi mientras surgía de la oscuridad.

– Yo no voy -dijo, rehusando-. No me gustan los coches amarillos.

No traté de persuadirle. Subí al coche y le di la dirección al conductor. Éste es un mundo libre, que se quede ahí si quiere hasta calarse. Entonces lamenté no haber tomado su dirección, después de todo, era un hombre divertido. Pero pronto me olvidé de él. Dentro del coche se estaba caliente, la velocidad a la que viajábamos me amodorraba, y mis pensamientos comenzaron a hacerse confusos. Traté de recordar lo que había pasado antes de mi encuentro con Ziga y no pude. Alguien había disparado, alguien había atacado a alguien. Quizá Leszczycki me lo había estado contando y lo había olvidado. Me parecía que en realidad me había estado explicando algo. ¿Qué había sido? Algo le había pasado a mi memoria, tenía una especie de vacío, una niebla en mi mente. Sólo podía recordar el último cuarto de hora. Dos hombres habían sido asesinados por Ziga desde detrás de la cortina. Había sucedido ante mis ojos. Y yo, sin preocuparme en lo más mínimo, había pasado por encima de los cadáveres y había salido. Lo extraño era que el tiempo se estaba deteniendo desde el momento en que nos habíamos protegido bajo el alero, desde las diez menos cinco. Miré mi reloj. Ahora eran las diez. ¿Era posible que solamente hubieran pasado cinco minutos?

Me volví hacia el conductor.

– ¿Qué hora tiene usted?

En mi distracción, se lo pregunté en polaco. Pero en vez del naturaclass="underline" «¿Qué? ¿Qué ha dicho?», oí la familiar expresión polaca:

– ¡Sangre de un perro! ¡Un compatriota! -La cansada y sudorosa cara se abrió en una amable sonrisa que mostró encías sonrosadas y dientes rotos. Sin embargo, aquel hombre duro vestido con ropa deportiva no era demasiado viejo: de treinta y siete a cuarenta años, ni uno más.

Estábamos llegando ya a mi hotel cuando repentinamente frenó y se acercó suavemente a la acera.

– Charlemos un poco, no me he encontrado con un compatriota desde hace una eternidad. Debía ser usted un niño cuando salió de Polonia.

– ¿Por qué? -pregunté-. Vine legalmente este invierno.

Se congeló de inmediato, la sonrisa desapareció de su rostro, y su réplica fue vaga:

– Naturalmente, también es posible.

– Y usted, ¿por qué no vuelve a casa? -pregunté a mi vez.

– ¿Quién me necesita allí?

– Siempre se necesitan conductores en todas partes.

Agitó sus grandes manos, tan anchas como palas, y sonrió de nuevo.

– También fui conductor en el ejército -dijo.

– ¿En qué ejército?

– ¿Qué ejército? -lo repitió como un reto-. En el nuestro. Desde Rusia a Teherán, de aquí para allá, llevados de la sartén al fuego. En Monte Casino me arrastré veinticuatro horas sobre el trasero… -Comenzó a cantar atonalmente-: Amapolas rojas en Monte Casino… Y aquí estoy de nuevo tras un volante, trabajando hasta matarme.

– Pues llene un impreso y vuelva a casa -le dije.

Escupió por la ventanilla, sin contestar. Me fijé en que no me había preguntado nada acerca de la Polonia actual.

– ¿Quién me necesita allí? -repitió-. Aquí hallaré una cosa u otra, y tendrá su precio. Un poquito aquí y un poquito allá. Lo único que tiene que hacer uno es encontrarlo. Hay algunos de nosotros que están ocultando algo.

– ¿Algo así como cartas? -pregunté sin pensar.

Se puso totalmente tenso, como un gato antes de saltar.

– ¿Qué es lo que sabe usted de las cartas?

– Un grupo las está ocultando y otro grupo las está buscando. Es divertido -dije. Y añadí-: Ya hemos tenido nuestra charla, ya basta. Vamos a la esquina.

– ¿Tiene un cigarrillo? -preguntó roncamente.

Encendimos.

– No puede despedirse usted así de un compatriota -me dijo con reproche-. Sé de un lugar no muy lejos. Vamos.

Recordé cómo Leszczycki se había reído de mi cautela, y asentí con temeridad. Grandes edificios oscuros no iluminados por anuncios se adelantaron a recibimos; los barrios extremos de una ciudad, incluso como ésta, suelen ser bastante oscuros. Cerré los ojos, sin intentar siquiera reconocer las calles. ¿Qué importaba dónde estaba aquel lugar? Finalmente el coche se detuvo frente a un bar con un cartel apagado. ¿Por qué estaba apagado?

– No lo sé. Un fusible fundido o algo así -respondió indiferente mi guía a mi pregunta-. Hay bastante luz dentro -añadió. Y desde luego, había bastante luz dentro.

A través de la empañada y sucia cristalera se veía una alta barra con sus botellas, dorados y superficie metálica. En el cristal del rincón había un letrero escrito a mano: Manan Zuber, café, té, pastelillos caseros.

El bar estaba cerrado. Mi chofer golpeó durante largo rato la puerta de cristal antes de que viniese alguien. Después de ver quién era, el cerrojo y la puerta se abrieron.

En la pequeña zona de la parte delantera del bar había unas cuantas mesas vacías en las que probablemente no se había sentado nadie desde hacía al menos una semana. Sus manteles de plástico negro estaban gases de polvo. El único ocupante de la barra estaba de pie, con casi todo su cuerpo recostado sobre la misma, bebiendo un vaso de algún líquido ambarino y charlando con la camarera. Al principio no me fijé en ella, era la típica camarera de cafetería, con el pelo muy cuidado y los ojos pintados. Aquí las deben producir en serie en alguna fábrica. Pero, un momento más tarde, sus ojos llamaron su atención: eran unos ojos poco comunes, inteligentes y divertidos, que ahora brillaban, ahora se empañaban, y hasta su color parecía cambiar a voluntad de su propietaria. Su compañero movía ocasionalmente la boca de una forma que hacia que se estremeciese la cicatriz de su mejilla izquierda. Empecé a lamentar el haber venido.