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Café, té, pastelillos caseros.

Naturalmente, podía pasar de largo, nadie me obligaba a entrar. Pero algo pareció cambiar un poco, no algo que estuviera fuera de mí, ni la lluvia, ni las nubes del cielo, ni la semioculta silueta de la ciudad bajo el agua. Era algo dentro de mi mismo, en algún centro nervioso de mi cerebro. En alguna parte de esas células invisibles, las sustancias químicas que contenían habían registrado en algún momento, en un código extremadamente complejo, unos rasgos de carácter tales como la cautela, el desagrado ante el peligro, deseos de evadir el riesgo y lo desconocido.

Pero ahora, repentinamente, el código cambió de forma, la química varió, y el registro tomó un nuevo sentido.

No obstante, miré a mi alrededor antes de entrar, y en una esquina vi el Plymouth que, por aquel entonces, conocía hasta en sus menores detalles. No había conductor alguno, y la llave colgaba descuidadamente del contacto ¿Quién estaba allí dentro? ¿Janek o Woycekh? Simplemente me eché a reír ante la idea del próximo encuentro y empujé la puerta.

El bar estaba cerrando o ya había cerrado, porque me encontré ante el silencio y el cliqueteo de un ábaco: el encargado del lugar había abierto el cajón del dinero, y estaba sumando las entradas a la manera de su abuelo. Era notable que en todos los cafés polacos con los que me encontraba en mi odisea hallase las mesas y las sillas amontonadas las unas encima de las otras.

Pero el encargado me recibió como taclass="underline"

– ¿Whisky con soda? -preguntó.

Le expliqué que prefería tomar un poco de café o té y algunos pastelillos caseros.

– No hay nada de eso -dijo-. Sólo puedo darle whisky: tanto como quiera.

Le respondí que no tenía inconveniente en pagar por un whisky, que podía tomarse él mismo, pero que yo prefería beber una limonada. Cuando hube apurado un vaso lleno recogí las monedas sueltas que tenía en el bolsillo y las deposité sobre el tablero de plástico de la barra. La medalla de bronce con el perfil imperial resonó entre las monedas. La aparición de la medalla en mi bolsillo fue menos sorprendente que la forma en que el camarero la miró. Lo reconocí de inmediato: el pelo rizado, la sombra gris en sus mejillas. Era uno de los visitantes nocturnos asesinados por Ziga. Y de nuevo me sorprendió menos su resurrección que la mezcla de asombro y miedo que expresó su pálido rostro. Rápidamente, recogí la medalla y la guardé.

– Vivió para su patria -dije.

– Murió por su honor -me respondió como un eco; y luego añadió, con obediencia militar-: ¿Cuáles son sus órdenes, señor?

– ¿Es ése el coche de Janek? -pregunté, mirando hacia la puerta.

– Es el de Woycekh -respondió.

– ¿A quién trajeron?

– A la chica.

– ¿Elzbeta? -dije, dubitativo.

– Así es. Ha ido a decírselo a Copecki. Nuestro teléfono está estropeado.

– ¿Regresará pronto?

– Si… El teléfono público está sólo a media manzana de distancia.

– ¿Dónde está la chica?

Señaló con un dedo a una puerta en el rincón.

– Quizá le pueda ayudar -me dijo.

– No es necesario.

Entré en una habitación que evidentemente servía a la vez como oficina y almacén. Entre cajas de latas de conserva y cervezas, el enorme refrigerador y estantes de botellas y sifones, yacía Elzbeta, envuelta en un trozo de alfombra. Otra coincidencia: antes creí que era Ziga el que estaban llevando al coche, y ahora resultaba que era Elzbeta quien yacía ante mí, atrapada de la misma manera. No había ni una gota de sangre en su rostro casi cerúleo, y ningún rastro de color en sus labios u ojos. Se parece más a una muchacha de algún colegio de monjas que a la imperiosa belleza que, hacía ya no sabía cuántas horas o minutos, me había salvado la vida.

Me incliné sobre ella, y sus párpados cerrados ni siquiera se agitaron; estaba sin sentido. En mi mente no cabían dudas ni incertidumbre; sólo una cosa me preocupaba: ¿tendría tiempo antes de que regresase Woycekh? La crisálida de alfombra se movió un poco cuando la cogí entre mis brazos. Desde luego, señor Leszczycki, tenía usted razón. Mis músculos me sirvieron para algo.

Al empujar la puerta con el pie casi derribé al suelo al camarero; evidentemente había estado observando por el ojo de la cerradura o la rendija de la puerta.

– Tenga más cuidado la próxima vez, amigo, si hace esto, corre el riesgo de quedarse sin ojos -reí, mientras pasaba junto a él con la chica en brazos.

No lo convencí. Simplemente se quedó pensativo un minuto. Era obvio que la situación misma y mi tono de voz lo dejaban dudando.

– ¿Puedo ayudarle, señor? -preguntó.

– Quédese donde está -dije secamente-. Llevaré a la chica al coche, y esperaré allí a que venga Woycekh. Y no quiero peros.

Agitó afirmativamente la cabeza, abrió la puerta de la calle, y tuve la impresión de que se situaba tras la inscripción en los cristales, quizá pensando que yo no captaría su maniobra desde la calle. Ni siquiera me molesté en volverme. Dejé a la aún inconsciente Elzbeta en el asiento delantero del coche. Aquel último modelo de Plymouth, aunque maltratado y chillonamente repintado, era confortable y muy amplio por dentro. La chica resultó ser tan pequeña y delgada que podía permanecer acostada en el asiento con sólo doblarle un poco las rodillas. Entonces di la vuelta al coche con mucha calma, y estaba abriendo la portezuela del lado del conductor cuando repentinamente alguien me sujetó con fuerza del hombro. Me di la vuelta. Woycekh: el mismo sombrero calado hasta los ojos, la misma boca torcida.

– ¿Al caballero le gusta este coche? -Hizo una mueca-. Entonces espero que pierda un minuto en firmarme un cheque.

– Mira dentro, imbécil -dije.

Se inclinó para mirar al interior del coche, y luego se alzó. En aquel segundo recordé los tres últimos rounds del campeonato de Varsovia hacía algunos años. Mi oponente había sido Prohar, un estudiante de cuarto que se entrenaba con Walacek y que, como éste, era ágil y tenía puntería, pero cuyos puñetazos eran débiles. Yo no poseía ninguna velocidad o puntería especial, y la única cosa en que confiaba era en mi golpe de izquierda subiendo, un clásico golpe de knock out. Prohar estaba ganándome claramente a los puntos, y yo seguía tratando de colocarle mi golpe, esperando que bajase la guardia. No lo hizo; perdí, y abandoné el boxeo, como el campeón ruso Shatkov después de su derrota en Roma. En mi patria aún se hablaba casi triunfalmente de cómo se había convertido en uno de los principales profesores de una universidad, había conseguido su doctorado, y eso pese a que aún seguía colgando sus guantes en su despacho. Yo también colgué los míos en mi habitación, como recuerdo, aunque pronto olvidé todo lo relacionado con ellos excepto una cosa: mi golpe maestro, que no logré colocar cuando más lo necesitaba. Lo recordé ahora como un reflejo condicionado, y cuando Woycekh se alzó, quedando totalmente abierto como un novato en su primer combate, le golpeé con la izquierda desde muy abajo, apuntando a su expuesta mandíbula. Puse toda la fuerza de mis músculos y todo el peso de mi cuerpo en aquel golpe, todo lo que tenía. Completamente sin sentido, el cuerpo de Woycekh giró sobre si mismo y se derrumbó en medio de la calle «Mandíbula de cristal», hubiera dicho de él nuestro entrenador.