Alcuino le arrebató la espada a Izam y la apoyó contra el cuello de Korne.
– ¡Jurad ante Dios! -le exigió tendiéndole la Biblia-. ¡Jurad ante Dios que renunciáis al diablo!
El sudor acudió a la frente de Korne cuando pronunció el juramento. Luego se levantó y abandonó la estancia mordiéndose los labios.
Tras quedarse a solas, Flavio reconvino a Alcuino. Él era el enviado papal y, por tanto, el único autorizado para juzgar una intervención divina.
– Me molesta tener que decíroslo, pero tal vez os hayáis precipitado. En ocasiones, hechos asombrosos tienen su origen en las circunstancias más fútiles. Zenón afirma que la muerta estaba irreconocible.
– Mirad, Flavio: Zenón no reconocería ni a la madre que le parió -repuso Alcuino señalando el sexto vaso de vino que había vaciado.
– Pero ¡maldición! Al menos podríais haber esperado a que Theresa despertara y nos contase lo sucedido. Os aseguro que si el milagro fuera tal, yo sería el primero en celebrarlo.
– Ya oísteis cómo Wilfred afirmaba que el tal Korne era un mal tipo; alguien dispuesto a acabar con Theresa. La muchacha se encontraba en peligro, de modo que si un milagro me ayudaba a salvarla, ¿por qué no darle la bienvenida?
– ¿Qué decís? ¿Lo habéis concebido vos? ¿No tuvisteis esa visión?
– Pues no. No la tuve.
– ¡Por Dios santísimo! ¿Y no se os ha ocurrido otra cosa que inventaros un milagro?
– Mirad, Flavio, después de lo ocurrido durante el incendio, tan milagro es que esa joven esté viva, como el que hubiera resucitado. Además, Dios nos ayuda de formas muy diferentes. A vos con vuestras reliquias, y a mí con mis visiones -sentenció.
En ese instante una doméstica desaliñada entró asustada en la sala.
– La muchacha se está despertando -anunció.
Se apresuraron hacia el lugar donde Theresa descansaba. Alcuino observó el rostro de la joven perlado por el sudor. Retiró las mantas que la cubrían y pidió que le acercaran una vela. Luego empapó un paño con agua tibia y limpió con cuidado la cara de la muchacha. Seguidamente, tal como solía hacer con los alumnos que en invierno se quedaban dormidos a la intemperie, le aplicó unas friegas en ambos brazos insistiendo sobre las coyunturas. Poco a poco el color retornó a las mejillas, los párpados se agitaron y tras unos momentos de incertidumbre comenzaron a abrirse hasta dejar entrever unos ojos enrojecidos. Luego sus iris se iluminaron de un bello color almíbar. Alcuino sonrió y saludó a la muchacha antes de marcarle en la frente la señal de la cruz. Después la ayudó a incorporarse introduciendo un almohadón bajo su cabeza.
– Theresa… -susurró Alcuino.
La joven asintió en un hálito. Frente a ella advirtió la figura huesuda de un hombre tranquilo.
– Bienvenida a casa -dijo el fraile.
Aunque Alcuino intentó explicárselo, Theresa no le entendió. Le dolía la cabeza como si se la hubiera pateado un caballo, y aquella historia de un milagro era tan confusa que parecía sacada del sueño de un demente. Se incorporó y pidió un poco de agua. Luego, cuando escuchó de nuevo el relato, miró a Alcuino como si fuera un extraño. En ese instante entró Wilfred. Alcuino susurró a Theresa que le siguiera el juego.
– Theresa, ¿me reconoces? -preguntó el conde, complacido de hallarla despierta.
La muchacha miró los perros y asintió con la cabeza.
– Dios se alegra por tu regreso, y nosotros con El, por supuesto. Han sido días de tristeza, pero ya no debes preocuparte. Pronto todo volverá a ser como antes.
La joven sonrió tímidamente. Wilfred le devolvió una sonrisa forzada.
– Me gustaría que hicieras memoria. ¿Recuerdas realmente lo que ocurrió en el incendio?
Theresa miró a Alcuino como pidiendo su aprobación. El fraile disimuló, así que ella concedió con un ligero tartamudeo.
– Entonces supongo que querrás contárnoslo -acercó su rostro al de la muchacha-. ¿Contemplaste al Redentor? ¿Percibiste Su apariencia? No te aflijas por responder. Ha sido Él quien te ha devuelto con nosotros.
Theresa se extrañó por la pregunta. Alcuino se adelantó.
– Quizá deba descansar. Ahora está confusa. Se dio un golpe en la cabeza y apenas recuerda nada -declaró.
– Bien, bien… Es normal. Pero en cuanto se recupere, llamadme. Recordad que fui yo quien enterró su cuerpo abrasado.
Wilfred se despidió con tibieza antes de retirarse de la sala. Mientras lo hacía, Alcuino admiró el artefacto rodante que le transportaba. El hombre manejaba la silla de perros como un boyero consumado, sorteando con facilidad los trancos y baldosas sueltas que le salían al paso. Observó que el artefacto, en su parte inferior, alojaba una bacinilla para auxiliarle en el momento de sus evacuaciones. Por la destreza con que manejaba los sabuesos, dedujo que llevaría en aquella situación bastantes años.
Alcuino se volvió hacia Theresa. La joven le miraba con cara extrañada.
– Verás. -Se sentó a su lado-. Los designios del Señor trazan extraños vericuetos: caminos tortuosos que en ocasiones confunden a los necios, pero no a quien ha dedicado su vida a persistir en Su doctrina. Es obvio que aún no te llegó la hora. Tal vez porque todavía no te has hecho merecedora del Reino de los Cielos, si bien eso no significa que no puedas conseguirlo.
Theresa se encontraba cada vez más confusa. No entendía qué ocurría, ni por qué insistían en que ella hubiera resucitado.
– ¿Y mis padres? -preguntó.
– Tu madrastra espera en la antesala. Pronto la verás.
Theresa se incorporó lentamente. La cabeza le martilleó.
Reconoció la estancia de Wilfred. En alguna ocasión había acudido a aquella sala para encontrarse con su padre, pero nunca le había parecido tan fría y desolada. Alcuino la ayudó.
Una vez sentada, se tocó la cabeza. Notó un bulto doloroso. Alcuino le explicó que se había golpeado con una roca durante una escaramuza con los bandidos. Al recordarlo, Theresa se interesó por Izam y Hóos, y él le informó que se encontraban ocupados en las tareas de desembarco.
– Quiero ver a mis padres -insistió.
Alcuino le demandó paciencia. Le dijo que Rutgarda parecía trastornada, y a Gorgias aún no le habían localizado. Theresa se inquietó, pero él la tranquilizó diciéndole que hablaría con Wilfred para saber qué había ocurrido. Con respecto al milagro, le confesó que se había visto obligado a inventarlo.
– Korne no habría aceptado otra explicación. Sé que cometí reniego, pero en aquel momento no discurrí nada más apropiado.
– Pero ¿por qué un milagro?
– Porque, en palabras de Wilfred, habían encontrado tu cuerpo abrasado.
– ¿Mi cuerpo?
– Uno que confundieron con el tuyo, y que por lo visto aún conservaba los restos de un vestido azul que Gorgias reconoció como el que tú lucías aquel día.
– ¡Dios mío! Aquella muchacha desarrapada. -Recordó no haber podido hacer nada por salvarla-. Intenté protegerla con mí vestido húmedo… -explicó, y añadió los detalles de lo acaecido durante el incendio.
– Algo así imaginé. Como hubiera hecho cualquiera con dos dedos de frente, pero no las eminencias que habitan en este poblado. Por eso juzgué ventajoso que esas mismas «eminencias» contemplaran la mano de Dios en tu regreso. Y también pensé en Korne, el percamenarius, quien ansia vengar la muerte de su hijo. De momento ha jurado respetarte, pero no creo que eso le detenga.
Le comunicó que avisaría a su madrastra para que entrara a verla.
– Una última cosa. -Miró con severidad a Theresa-. Si quieres vivir, no hables con nadie del milagro.