– Gracias -le dijo Alcuino a Izam.
Theresa no comprendió. Izam acababa de derrotar a su campeón y Alcuino se lo premiaba. Aún entendió menos cuando el fraile se giró hacia ella y la protegió con su sotana. En ese instante, Drogo ordenó a los soldados que abandonaran el patio de armas.
– Al final todo se aclara -afirmó Alcuino con serenidad.
La lluvia amainaba. El fraile se encaminó hacia Flavio, quien curiosamente retrocedió hacia el pretil medio desmoronado.
– He de reconocer que me costó trabajo -le dijo-. Vos, Flavio Diácono, enviado papal y nuncio de Roma. ¿Quién podría imaginaros el causante de tanta desgracia?
Theresa hizo ademán de intervenir, pero Izam hizo que aguardara.
– El ataque sufrido por Gorgias -prosiguió Alcuino-, la muerte de la pobre ama de cría, el secuestro de las niñas, el asesinato del joven centinela… Decidme, Flavio, ¿hasta dónde habríais llegado?
– Desvariáis -sonrió incómodo-. El Juicio de Dios ha resultado nítido. La derrota de vuestro defensor os compromete.
– ¿Derrota? Fuisteis vos quien eligió a Hóos Larsson.
– Para defenderos -arguyó Flavio.
– Yo opino que para salvaros. Si Hóos vencía, como pretendíais, la muchacha acabaría quemada. Si Hóos moría, os librabais de vuestro esbirro, el único que podía delataros. Hóos siempre actuó bajo vuestro mando. ¿Y qué decir de Genserico, vuestro otrora aliado? Pagasteis bien a ambos con sueldos de oro acuñados en Bizancio. -Sacó una bolsa que le mostró-. Una moneda cuya circulación, como todo el mundo sabe, está prohibida en el territorio franco. ¿De dónde la habéis sacado?
– Ese dinero se lo entregué a Hóos para que luchara -le espetó el nuncio-. Vos mismo autorizasteis el pago.
– ¡Flavio, Flavio!… por el amor de Dios. Estas monedas las encontré antes de que Izam me retara. En concreto, el mismo día que Theresa os descubrió conspirando en el túnel con Hóos Larsson.
Flavio enmudeció. De repente se situó tras el carromato de Wilfred y amenazó con empujarlo al vacío.
– Por mí podéis arrojarle -dijo Alcuino sin inmutarse-. Al fin y al cabo, sería lo adecuado.
Los ojos del conde, de por sí aterrados, se abrieron más al escucharlo. El fraile prosiguió.
– Porque fue Wilfred quien acabó con Genserico -afirmó-. Cuando descubrió que su coadjutor le traicionaba, que había sido Genserico el responsable de la desaparición de Gorgias para adueñarse del pergamino, no dudó en asesinarlo. E igual hizo luego con Korne -añadió señalando el agarradero de la silla.
Wilfred comprendió. Cuando comprobó que Flavio Diácono sujetaba el agarradero, accionó un resorte y sonó un chasquido metálico. El nuncio romano sintió un pellizco en la palma, pero no le prestó atención.
– ¿Olvidáis con quien habláis? Soy emisario del Papado -recalcó de nuevo Flavio.
– Y partidario de Irene de Bizancio, la emperatriz traidora; la que cegó a su propio hijo; la que odia al propio Papado. La mujer que os ha corrompido, a la que servís, y a quien pensabais entregar el documento para evitar la coronación de Carlomagno. Y ahora dejad a Wilfred de lado, y confesad dónde guardáis el documento que habéis robado del scriptorium.
Flavio se tambaleó. El veneno inoculado ya estaba actuando. Introdujo su mano en el hábito y extrajo un pergamino doblado.
– ¿Es esto lo que buscáis? ¿Un documento que es falso? Decidme, Alcuino, ¿quién es más…? -Sacudió la cabeza como si algo retumbara en su interior-. ¿Quién es más culpable? ¿El que, como yo, lucha por que prevalezca la verdad, o quien, como vos, emplea la codiciosa mentira para la consecución de sus propósitos?
– La única verdad es la de Dios. Él es quien desea que perviva el Papado.
– ¿El bizantino o el romano? -Flavio parpadeó nerviosamente, como si intentara ver claro.
Alcuino hizo ademán de acercarse, pero Flavio le advirtió.
– Un paso y rompo el pergamino.
El fraile se detuvo, a sabiendas de que para lograr el documento sólo tenía que esperar a que el veneno hiciera efecto. Sin embargo, Wilfred no aguardó. Cuando vio que el nuncio papal se tambaleaba, liberó a los perros, y éstos, como fieles ejecutores de sus deseos, se arrojaron a la garganta del romano. Flavio interpuso su brazo entre las fauces del primer animal mientras el segundo se aferraba a su hábito. En el forcejeo soltó el pergamino y una de las bestias se ensañó con él hasta destrozarlo. Flavio intentó recuperarlo, pero el otro animal se abalanzó contra su cara haciéndole perder pie. El hombre vaciló al borde del precipicio. Durante un segundo miró incrédulo a Alcuino. Luego su espalda se inclinó hacia el barranco, y perro y hombre cayeron al abismo.
Cuando Alcuino se acercó a los restos del pretil, divisó en el fondo del barranco el cadáver de Flavio Diácono junto al cuerpo de Hóos Larsson.
Tras recoger los restos del pergamino, Alcuino comprendió que jamás los reconstruiría. Se santiguó lentamente y se volvió hacia Drogo. A Theresa le pareció ver en el rostro del fraile el brillo de una lágrima.
Capítulo 31
Las exequias de Gorgias se celebraron en la iglesia mayor con la presencia de Drogo, el resto de la comitiva papal y un coro de niños. A Theresa, las antífonas que entonaron le parecieron la antesala de los cielos. Su madrastra Rutgarda sollozó desconsolada, acompañada de su hermana Lotaria, el marido de ésta y los chiquillos de ambos. Más atrás aguardaba Izam, pendiente con un taburete que Theresa no precisó. La muchacha escuchó la homilía, entera, orgullosa de su padre. Rutgarda, en cambio, lloró hasta vaciarse. Cuando concluyó el oficio, trasladaron el ataúd en procesión hasta el camposanto. Por deseo expreso de Alcuino, los restos de Gorgias fueron enterrados junto a los difuntos más ilustres de la región, aquellos que por su santidad o valentía habían defendido Würzburg y sus valores cristianos.
Aquel sábado de marzo fue el más triste de su vida.
El domingo por la mañana, Theresa acudió a la llamada de Alcuino. A ella no le apetecía verle, pero Izam insistió en que fuera. Cuando se presentó, el joven también aguardaba en el scriptorium. Ella saludó a ambos con amabilidad y tomó el asiento que le tenían reservado. Alcuino le ofreció unos bollos calientes que Theresa rehusó. Luego hubo un instante de silencio, roto cuando Alcuino carraspeó.
– ¿Seguro que no? -insistió. Apartó los dulces y extendió sobre la mesa los restos del pergamino-. Tanto trabajo para nada -se lamentó.
Theresa sólo pensó en su padre fallecido.
– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó Izam.
Theresa respondió que bien con un hilo de voz. Se notó que mentía porque sus ojos estaban humedecidos. Alcuino se mordió el labio, inspiró hondo y cogió la mano de la muchacha, pero ella la apartó. Entonces Izam la tomó entre las suyas. Alcuino recogió los restos de pergamino y los dejó a un lado como si fueran desperdicios.
– En fin. No sé cómo empezar -dijo el fraile-. En primer lugar, ruego a Dios que me absuelva de mis aciertos y equivocaciones. De los primeros, me honro en haberle servido; de las segundas, me arrepiento pese a consumarlas en Su nombre. Él lo sabe, y a Él me encomiendo. -Hizo una pausa y miró a ambos-. Ahora es fácil enjuiciar. Puede que errara invocando la mentira, pero me consuela pensar que tan sólo me guié por lo que en mi interior consideré justo y cristiano. Acodere ex una cintilla incendia passim. En ocasiones, a partir de una simple chispa se produce un gran incendio. De cuanto ha acaecido aquí, he de reconocerme como último responsable, y aunque sólo fuera por sus amargas consecuencias, por ello debo ofrecerte mis disculpas. Dicho esto, es necesario que conozcas los sucesos que condujeron a tu padre a una tumba en el camposanto.