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– Nunca la vi -mintió la muchacha.

– Sería vital. Si apareciera, aún podríamos presentarla en el Concilio -insistió.

– Os repito que nada sé. -Reflexionó antes de añadir-: Y aunque supiera de su paradero, jamás os la entregaría. En mi pensamiento no cabe la mentira, ni la muerte, ni la ambición, ni la codicia, por más que la esgrimáis en nombre del cristianismo. Quedaos pues con vuestro Dios, que yo me quedo con el mío.

Theresa se despidió cortésmente sin pensar en el pergamino. No le importaba. Ya lo había destruido.

Mientras caminaba hacia el embarcadero recordó los extraños signos que su padre había dibujado en la fresquera y se preguntó por qué habría grabado aquellas vigas repetidas.

Encontró a Izam en la orilla, ayudando a sus hombres a calafatear el navío. En cuanto él la vio, soltó el cubo de brea y con las manos ennegrecidas corrió a ayudarla con los bártulos. Ella rio cuando los dedos de él le riñeron el rostro hasta dejárselo como el de una carbonera. Se limpió con un paño y lo besó, extendiéndole la brea por su cabello oscuro y limpio.

Abril

Capítulo 32

La singladura transcurrió sin incidentes, con los graznidos de los ánades acompañando a los navíos y los bancos de flores festoneando la ribera como dispuestos por un comité de bienvenida. Desembarcaron en Frankfurt, donde se separaron de Drogo para unirse a una caravana que partía pronto hacia Fulda. Allí encontraron a Helga la Negra con la barriga más oronda que Theresa jamás hubiese visto. Al reconocerlos, la mujer dejó caer el fardo de heno que portaba y corrió hacia su amiga bamboleándose como un cántaro. La estrechó con tanta fuerza que Theresa pensó que le reventaría la tripa. Cuando Helga supo que se establecerían en Fulda, dio tantos saltos que a punto estuvo de parir allí mismo.

De camino a las tierras de Theresa, Helga le preguntó a escondidas si se casaría con Izam. La muchacha rio nerviosa. Él no se lo había pedido, pero ella confiaba en que algún día se decidiría. Le habló de sus planes para roturar más tierras y construir una casa segura y amplia, como las que edificaban en Bizancio, con varias estancias y un cuarto aparte con letrina. Izam era un hombre resuelto y disponía de ciertos ahorros, así que imaginó que sin duda lo conseguirían.

Cuando Olaf vio aparecer a Theresa e Izam, corrió hacia ellos como un mozuelo. A Izam le sorprendió el manejo que el esclavo hacía de su pierna de madera y enseguida se interesó por el funcionamiento de la articulación. Mientras ellos se enfrascaban hablando de artilugios, caballos y terrenos, Theresa y Helga se dirigieron a la cabaña que Olaf y los suyos habían transformado en un hogar. Los niños habían ganado peso y Lucilla disponía de comida sobre la mesa.

Aquella noche durmieron mal, apretados unos contra otros pese a que Olaf pernoctó fuera. Al día siguiente exploraron los sembrados, que ya comenzaban a germinar, así como las tierras aún incultas. Por la tarde bajaron a Fulda para comprar madera y herramientas, y en los días siguientes iniciaron la construcción del que sería el hogar de la familia.

Al cuarto día, Izam aprovechó que Olaf y Lucilla habían bajado al pueblo para hablar a solas con Theresa. Dejó la leña que acarreaba y se acercó a ella por la espalda para abrazarla con ternura. Ella dejó que su sudor la humedeciera antes de volverse para besar sus labios gruesos y dulces. Izam le acarició las manos, ahora cubiertas de ampollas.

– Antes eran delicadas -se lamentó.

– Antes no te tenía a ti -repuso ella, y le besó.

Izam miró alrededor mientras se apartaba el resudor de las cejas. La casa avanzaba despacio, y no sería tan grande como habría deseado Theresa. Además, las tierras vírgenes requerían más esfuerzo del calculado; quizá demasiado para los pobres rendimientos que esperaba obtener de ellas. Sin embargo, admiró el pundonor con que Theresa abordaba cualquier faena.

Pasearon junto al arroyo. Izam pateó algún guijarro. Cuando Theresa le preguntó qué estaba pensando, él le espetó que no quería aquello para ella.

– ¿A qué te refieres?

– A este tipo de vida. No es lo que mereces -respondió él.

Theresa no comprendió. Le dijo que se conformaba con sentir que él la quería.

– ¿Y tus libros? Te he visto cada noche releer en tu tablilla.

Ella intentó ocultar las lágrimas que afloraron a sus ojos.

– Podríamos ir a Nantes -propuso Izam-. Allí poseo tierras fértiles heredadas de un pariente. El clima es suave, y en verano las playas se llenan de gaviotas. Conozco a su obispo, un hombre bueno y sencillo. Seguro que te presta libros y podrás escribir algún texto.

El rostro de Theresa se iluminó. Le preguntó qué sucedería con Olaf y su familia, pero para su asombro, Izam ya lo había resuelto. Viajarían con ellos y les servirían en su nuevo hogar.

Durante los días siguientes ultimaron los preparativos. Vendieron las tierras, enviaron una parte de lo obtenido a Rutgarda y cedieron varios arpendes a Helga la Negra. El primer domingo de mayo emprendieron el viaje junto a unos comerciantes que cubrían el trayecto hasta París. De camino hacia Nantes, cogida a su prometido, Theresa observó que el cielo se volvía cada vez más limpio y recordando a su padre, celebró con un beso las asechanzas del destino.

Epílogo

Aunque a Eric el Sucio le hubieran arrancado un diente en su última pelea, aún escupía más lejos que el resto de los chiquillos. Por eso, y porque disponía de los puños más rápidos de Würzburg, continuaba capitaneando a los muchachos del arrabal, a quienes había guiado hasta su nuevo escondrijo.

Al llegar a los barracones se asombraron de lo derruidos que habían quedado tras el paso del invierno. Luego entraron en los túneles y reunieron cuantos instrumentos pensaron que podrían servirles para sus juegos. Eric decidió que se establecerían en el barracón mejor conservado y nombró al pequeño Thomas vigilante de la mina. Lo hizo subir a las vigas que atravesaban el techado y le amenazó con dejarle arriba si no dejaba de llorar. Al cabo de un rato, Eric el Sucio observó que Thomas, en lugar de sollozar, gateaba por la viga.

– Aquí hay algo escondido -anunció el pequeño.

Se incorporó sobre el travesaño y alzó un envoltorio de cuero cuidadosamente atado. Al verlo, Eric le ordenó que se lo diera. Luego todos se apiñaron alrededor de él, que les ordenó guardar silencio.

– ¿Qué es? -preguntó uno de los muchachos.

Eric le soltó un sopapo por adelantarse a sus dedos. Desató el cordón con el mismo cuidado de quien desenvuelve un tesoro, pero al descubrir que sólo escondía varios pergaminos, torció el gesto y los arrojó a un rincón. Los chiquillos se rieron de la decepción de Eric, pero éste la emprendió a patadas con los que tenía más cerca hasta que se arrepintieron de haber reído. Después se quedó mirando los documentos, se acercó a ellos y los recogió con cuidado.

– ¿Por qué creéis que soy vuestro jefe? -presumió-. Iré a la fortaleza y los cambiaré por dulces de membrillo.

De regreso a la ciudad, Eric intentó que uno de los guardias le franqueara el paso, pero el hombre le apartó de un empellón y lo envió a jugar con los otros niños. Ya pensaba en romper los documentos cuando se topó con un fraile alto que dijo llamarse Alcuino. Eric se le acercó desconfiado, pero enseguida se armó de valor. Para eso era el jefe. Se lamió las manos, y tras peinarse con ellas le ofreció los pergaminos. Cuando el fraile examinó los pliegos, cayó de rodillas y, cubriéndole de besos, le bendijo. Luego corrió hacia el scriptorium para agradecer a Dios que le hubiera devuelto la Donación de Constantino.