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– ¿Qué me ha traído mi príncipe? -preguntó la mujer mientras corría hacia los brazos de Althar-. ¿Una joya, o algún perfume de Oriente?

– Aquí tienes tu joya -bromeó, y apretó la entrepierna contra el vientre de la mujer haciéndola reír alocadamente.

– ¿Y estos dos? -preguntó ella.

– Verás -murmuró Althar alzando una ceja-: a él lo confundí con un venado, y ella se enamoró de mi melena.

– Bueno -rio-. En ese caso, pasad y hablemos dentro, que aquí fuera comienza a hacer un frío del demonio.

El cargamento lo dejaron fuera. Luego trasladaron a Hóos al interior de la osera y lo acomodaron sobre un manto de pieles.

Theresa observó que en el techo habían practicado un hueco para extraer los humos, y conformado a su alrededor la zona de la cocina. El crepitar del fuego mantenía caliente la estancia. Leonora les ofreció pastel de manzanas que ellos aceptaron complacidos. Apenas había muebles, pero aun así Theresa se sintió como en un palacio. Mientras cenaban, Althar le explicó que disponían de otra cueva que empleaban como almacén y una cabaña adonde se trasladaban cuando el clima mejoraba. Cuando terminaron, Theresa ayudó a Leonora a recoger la mesa. Después volvió con Hóos para arroparle.

– Tú dormirás aquí -señaló la mujer a Theresa. Apartó una cabra y dio un manotazo a las gallinas-. Y no te preocupes por el joven: de haberlo querido, Dios ya se lo habría llevado.

Theresa asintió. Al acostarse, volvió a preguntarse si Hóos la habría seguido para recuperar su daga.

Aquella noche apenas durmió, preguntándose por la trascendencia que tendría aquel pergamino. Antes de acostarse lo había extraído de la talega para leerlo en un suspiro. Le pareció un documento legal que detallaba el legado dejado por Constantino, el emperador romano fundador de Constantinopla. Supuso que sería algo muy importante, o su padre no lo habría escondido. Luego en su mente bulló el incendio de Würzburg: las llamas en el taller de Korne, la sonrisa infame del percamenarius y el fuego devorando a aquella pobre muchacha. Soñó con dos horribles sajones, mitad hombres mitad monstruo, que la retenían y la violentaban. Luego fueron los lobos los que tras devorar el caballo de Hóos, intentaron despedazarla. En su delirio creyó ver al propio Hóos frente a ella, acercándose despacio a su cuello, empuñando la daga que le había robado. Varias veces no supo si dormía o imaginaba. En esos instantes, cuando acertaba a abrir los ojos, evocaba la figura protectora de su padre, y aunque eso la tranquilizaba, al poco, de entre las tinieblas de la entrada surgía un nuevo demonio que volvía a atormentarla.

En aquella osera alejada de cualquier sonido distinto al ulular de una lechuza o el crepitar de una llama, se le hacía difícil pensar. Mientras aguardaba el nuevo día, se dijo que tanto infortunio debía responder a alguna clase de designio, a algún aviso, a una señal que Dios le enviaba. Repasó cuál podría haber sido su pecado, diciéndose al final que tal vez todo procediese de sus mentiras.

Recordó haber mentido a Korne haciéndole creer que el conde revisaría la prueba de acceso; haber engañado a Hóos diciéndole que trabajaba como oficial de percamenarii, en lugar de aceptar que sólo era una simple aprendiza; y de igual forma había procedido con Althar al asegurarle que escapaba de una boda impuesta, cuando tan sólo huía de sus propios actos.

Se preguntó si el percamenarius llevaría razón. Si resultaría cierto que la mujer era el caldo donde hervía la inmundicia de la mentira. Si en verdad sería un ser corrompido desde su nacimiento, a merced de la compasión del Todopoderoso. Cientos de veces había refutado a quienes proclamaban que las hijas de Eva eran un compendio de todos los vicios: débiles, impulsivas, mutables según sus flujos, tentadas por la lascivia… Sin embargo, en aquel instante, comenzaba a dudar de sus propias convicciones.

Se cuestionó si sus mentiras no procederían de la mano del diablo. ¿Acaso no era él quien con sus engaños había seducido a la primera hembra? Y en tal caso, ¿no habría sido esa misma mano la que guió el odio de Korne hasta transformarlo en una hoguera?

Pero ¿a quién pretendía engañar? Por mucho que le doliese, no podía negar en lo que se había convertido. ¿Y qué haría cuando Hóos despertara? ¿Decirle que se había confundido de puñal? ¿Que en la oscuridad no acertó a coger el burdo scramasax que él le había ofrecido?

A cada mentira le seguiría otra, y a esa última le sucedería otra aún mayor.

Lloró desconsoladamente, pero cuando se quedó sin lágrimas se prometió que nunca más volvería a decir una mentira. Lo prometió por su padre. Aunque él no pudiera verlo, esta vez no le fallaría.

Capítulo 8

Con las primeras luces filtrándose por el techo, Theresa decidió que era hora de levantarse. Le extrañó comprobar que Althar y Leonora continuaran acostados, aunque pronto comprendió que en aquel lugar las cosas funcionaban a un ritmo diferente. Recogió la capa que la había abrigado y se acercó en silencio al lecho donde Hóos descansaba. Su respiración se percibía profunda, y eso la tranquilizó. Hacía frío, así que se volvió hacia las ascuas y las atizó con cuidado. El ruido despertó a Althar, que se desperezó al tiempo que soltaba una ventosidad escandalosa. Aún con los ojos medio cerrados, achuchó cariñosamente a Leonora.

– Mmm… ¿Ya estás en pie? -le gruñó a Theresa mientras terminaba de rascarse la entrepierna-. Si necesitas agua, sendero arriba encontrarás el riachuelo.

Ella se lo agradeció. Tras abrigarse, sorteó al jamelgo que como el resto de los animales había pernoctado dentro de la osera, y salió al exterior empujando la portezuela que aseguraba la entrada. Satán ladró y la siguió meneando la cola. Una vez fuera, comprobó que la temperatura había descendido tal como profetizara Leonora. Se arrebujó con la capa y observó los alrededores de la osera.

Frente a la entrada permanecía el carro vacío, por lo que supuso que Althar lo habría descargado. Más allá descubrió un corral de espino con rastros de haber sido vaciado recientemente.

Por todas partes se veían restos de leña entremezclada con maderos partidos, cuñas usadas, troncos de diversos tamaños, montones de virutas y distintas mazas, en una suerte de extraño estercolero. No halló huerto o algo que se le pareciera.

Cuando fue a lavarse advirtió que su sexo le sangraba. Le molestó que Satán se acercase a olisquearla y lo ahuyentó con un grito. El flujo era abundante, de modo que se aseó bien antes de colocar el paño doblado que normalmente llevaba encima, en previsión de la hemorragia mensual. Luego se santiguó y volvió a la osera. Para entonces, Althar ya había sacado a los animales y Leonora atendía a Hóos.

– ¿Cómo se encuentra? -se interesó.

– Respira mejor, y parece tranquilo. Estoy calentando agua para lavarle. Venga, ayúdame.

Theresa obedeció. Retiró el perol de las ascuas y acercó el jabón de grasa cocida. Se ruborizó cuando advirtió que Leonora comenzaba a desnudarle.

– No te quedes ahí pasmada y tira del pantalón -le ordenó.

Theresa estiró de las perneras hasta dejar a la vista un calzón de lana ajustado. Desvió la mirada al comprobar que Leonora también se lo bajaba.

– A ver, trae el jabón, y espabila, que se nos enfría.

La muchacha se sonrojó. Aparte de a sus primos pequeños, nunca antes había visto a un hombre tan desnudo. Le pasó el jabón a Leonora, que fregó al enfermo como quien limpia un pollo. Cuando le pidió que lo sujetara, Theresa no pudo evitar mirar hacia la ingle de Hóos. Sorprendida, se detuvo en el vello suave que rodeaba su miembro y le avergonzó comprobar que nunca lo hubiera imaginado de aquel tamaño. Pensó que Leonora la reprendería si la sorprendía mirando, pero al enjuagar los paños, volvió a fijarse con menos disimulo.