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Aunque aún se encontraran distantes, a Theresa le impresionó el imponente aspecto de la abadía. Sobre un amplio promontorio, decenas de abigarrados edificios se atestaban unos contra otros, disputándose hasta el último palmo en que un madero pudiera clavarse o una valla ser construida. En su centro, concéntricas a las exteriores, se erguían las murallas que custodiaban el monasterio, una lúgubre construcción del mismo tono oscuro que el de la montaña sobre la que se asentaba. Más abajo, en las faldas, decenas de casuchas, chabolas, almacenes y graneros, se apretujaban contra talleres y corrales en tal desorden que nadie apostaría por distinguir los segundos de los primeros.

Conforme avanzaban, el sendero fue perdiendo su angostura hasta trocarse en un camino amplio y transitado por el que campesinos y animales discurrían desordenadamente. Las aisladas granjas, con sus tejados de zarzo y barro, salpicaban los campos definiendo con sus vallas de espino el poder de sus propietarios. Finalmente alcanzaron la ribera del río Fulda, frontera entre el tortuoso camino y la entrada sur de la ciudad.

Una interminable fila de campesinos aguardaban turno para atravesar el puente. Althar se cubrió el rostro con una capucha y arreó al caballo hasta situarlo al final de la hilera.

Cruzaron el viaducto después de pagar al vigilante un tarro de miel como tasa de pontazgo. Althar se lamentó porque podría habérselo ahorrado vadeando el río un par de millas más abajo, pero con el carro, los osos y Hóos malherido, había preferido evitarlo. Theresa no dijo nada. Se hallaba ensimismada con el trasiego de gente, el constante griterío, y el olor a guisos y humanidad aderezado con el que despedían las ovejas, gallinas y mulos, que parecían deambular con más libertad que sus mismos propietarios. Por un momento olvidó sus preocupaciones para distraerse con los mercaderes de telas, los vendedores de viandas, las tabernas improvisadas sobre toneles de cerveza y los grupos de pihuelos correteando entre los puestos de manzanas que festoneaban la gran puerta de entrada. Le parecía todo tan diferente, que por un instante creyó haber regresado a su antigua Constantinopla.

Althar enfiló el carro hacia un acceso lateral para evitar el bullicio de la travesía de los artesanos, dejó atrás el mercado y ascendió por un callejón despejado hasta desembocar en una plaza donde confluía una miríada de callejuelas. Allí aguardaron hasta que una comitiva procedente de la abadía terminó de desfilar y dejó espacio a los carros que esperaban para continuar hacia la colina.

Durante la espera, Althar le confió a Theresa que en la ciudad conocía a una persona que les hospedaría.

– Pero no se lo cuentes a Leonora -rio.

A Theresa le sorprendió el comentario. Althar detuvo el carro y le encargó que vigilase mientras se informaba. Luego se dirigió hacia un grupo de hombres que bromeaban en torno a una jarra de vino. Tras saludarles como si les conociera de toda la vida, regresó cariacontecido. Al parecer, la persona a la que buscaba se había mudado a la zona del arrabal. En ese instante, el boyero del carro que les precedía restalló el látigo y todos reemprendieron la marcha.

A poco para la abadía, giró por un callejón estrecho que atravesó rozando y continuó por un sendero que conducía a la parte oriental de la villa. Poco a poco, las casas se tornaron más viejas y oscuras, y los aromas de comidas y especias dieron paso a un persistente hedor a vino agrio. A la altura de una vivienda destartalada, Althar detuvo al caballo. Theresa observó que la casa tenía la puerta pintarrajeada de vivos colores. No estaba en ruinas, pero necesitaba un repaso. El viejo se apeó y entró sin llamar. Poco después regresó luciendo una flamante sonrisa.

– Baja. Nos harán de comer -dijo.

Descargaron los osos con el equipaje, y acomodaron a Hóos en la cantina.

Capítulo 1 1

Helga la Negra resultó ser una prostituta de lo más entretenida. Nada más reconocer a Althar, le sacó descaradamente la lengua, se recogió la falda mostrándole las rodillas y tras llamarle «tesoro», le plantó un sonoro beso en la mejilla. Luego le preguntó por aquella novia tan remilgada que traía, y continuó bromeando hasta el instante en que advirtió que les acompañaba un herido. Entonces olvidó las tonterías y pasó a ocuparse de Hóos como si en ello le fuera la vida.

Según le contó a Theresa, había trabajado como cantinera hasta que descubrió que chupársela a un vecino resultaba más lucrativo que al borracho de su marido, de modo que nada más enviudar vendió su casa y abrió una taberna con la que ganarse la vida. La llamaban la Negra porque su pelo era del color del tizón y sus uñas del mismo tono. Mientras hablaba, no paraba de reír, exhibiendo en su sonrisa unos llamativos huecos en el centro de sus encías. Theresa advirtió que el gracioso carmín que adornaba sus mejillas disimulaba algo las mellas y que, a pesar de las arrugas, aún podía considerársela una mujer atractiva. Mientras cambiaba los vendajes de Hóos, Helga preguntó a Althar por su esposa, y Theresa comprendió por qué el viejo le había pedido que le guardara el secreto.

Theresa jamás habría imaginado que una buscona pudiera albergar tan buen corazón. Nunca antes había tratado con una, ya que en Würzburg no las conocía, y de hecho le extrañó que en Fulda las hubiese tan cerca de una abadía. Cuando la mujer terminó con los cuidados le preguntó a Althar sobre la naturaleza de las heridas. Él le trasladó sus impresiones y ella pareció meditar una respuesta.

– Aquí el único físico es un monje que vive en el monasterio -contestó-, pero sólo atiende a los benedictinos. Los demás hemos de jodernos con el barbero dentista.

– Éste no es un herido cualquiera -repuso Althar molesto-. Precisa de alguien que sepa.

– Pues ya me contarás, cariño… Yo no puedo presentarme acompañada de un hombre a la puerta de la abadía. Y tú, aún menos: en cuanto te reconociesen te soltarían los perros.

Althar se atusó la barba. Helga la Negra llevaba razón. En el monasterio aún abundaban quienes opinaban que la muerte del hijo del abad había sido culpa suya. La única opción pasaba por avisar al barbero.

– Se llama Maurer -dijo Helga-. Por la mañana sale a atender a los enfermos, pero a mediodía ya está en la taberna del mercado, gastando hasta el último óbolo.

Althar pareció entender. Le pidió a Theresa que amontonase sus cosas bajo el camastro de Hóos y le acompañara. Helga cuidaría al enfermo.

– Nos vamos al mercado -anunció con una sonrisa-. Olvidaba que tenemos unos osos que vender.

Al llegar a la plaza, hubieron de instalarse en un extremo apartado porque los mejores espacios ya estaban negociados. La gente abarrotaba los puestos de comida, de cerámica, herramientas, aperos, semillas, tejidos o cestería, intercambiando unos con otros las más dispares mercancías. Era día de mercado y todo el mundo aprovechaba para mirar o charlar, a pesar de que cada semana se vendiese siempre lo mismo. Althar estacionó el carro contra una pared para evitar que los pilluelos le robaran por la espalda, levantó el oso y lo situó de pie sobre el propio carro, y justo a su lado dispuso la otra cabeza apoyándola sobre un soporte que improvisó con unos palos.

Le preguntó a Theresa si sabía bailar. Ella respondió que no, pero al viejo no pareció importarle. Le ordenó que subiera al carro y meneara el culo como le viniese en gana. Luego sacó un cuerno de caza y lo hizo sonar. Al principio acudieron unos mozalbetes desaliñados que se dedicaron a imitar los contoneos de Theresa, pero pronto se acercaron otros curiosos y enseguida formaron un corro alrededor de la carreta.