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– Salix Alba. Aquí está -indicó Theresa.

El monje la miró con extrañeza. Luego se dirigió al tarro que señalaba la muchacha y comprobó que así era.

– ¿Sabes leer? -preguntó incrédulo.

– Y también escribir -respondió ella sin pudor.

El fraile enarcó una ceja, pero no comentó nada al respecto.

– Tiene flema en el pulmón -explicó-, para lo que no existe un único tratamiento. Disponemos de tal cantidad de tinturas, ensalmos y pociones, que dar con el adecuado nos llevará algún tiempo. Fíjate en este remedio. -Sacó una brizna de corteza del tarro-. Cierto es que el sauce infundido en leche disminuye la fiebre, pero igualmente lo consigue la harina de cebada disuelta en agua tibia, o el azafrán con miel. Cada remedio se comporta de distinta forma conforme a las distintas mezclas de sus proporciones, y cada paciente se revela distinto, como distintas son las naturalezas de los órganos que lo componen. Pulmones débiles o malheridos a veces sanan como por ensalmo, mientras que otros, en apariencia vigorosos y saludables, se inflaman sin motivo con la llegada de la primavera. Por cierto… ¿a qué se dedica este joven?

– Posee tierras en Aquis-Granum -aclaró, y aprovechó para contarle que ella se hospedaba con Helga la Negra hasta que encontrase algún trabajo.

– Interesante -comentó él. Dejó el tarro de sauce y cruzó la sala hasta una hornera que encendió con un candil-. Dios nos envía las enfermedades, pero igualmente nos ofrece los remedios para mejorarnos. Y del mismo modo que para alcanzar el paraíso estudiamos Sus palabras, debemos estudiar las de Empédocles, Galeno, Hipócrates o incluso Plinio, para encontrar la curación, ya sea bajo el polvo de un mineral de alumbre, ya sea entre las glándulas del prepucio del castor. Sujeta esta tintura -ordenó.

La muchacha aferró el recipiente en que el fraile había vertido un hervor oscuro. Le preocupaba que hablase tanto porque temía que de repente apareciese el enviado eclesial mencionado por Maurer, y les expulsase del monasterio antes de que el boticario aplicara el tratamiento.

– Y si hay varios remedios, ¿por qué no utilizarlos todos? -preguntó.

– Alibi tu medicamentum obligas. Déjame eso. -El fraile añadió un polvo claro y batió el suero que se enturbió hasta convertirse en blanquecino-. «Medicina» proviene de «medida», es decir, de la moderación, que es la premisa que debe guiar todos nuestros actos. Griegos fueron los padres de este arte iniciado por Apolo y continuado por su hijo Esculapio. Más tarde fue Hipócrates quien retomó su saber y lo elevó con sus conocimientos cautos y sabios. A él debemos su forma de entender la curación, basada en el razonamiento, la experimentación y la observación.

Theresa se impacientaba.

– Pero ¿cómo lo curaréis?

– La pregunta no es tanto «cómo», sino «cuándo». En cuanto a la respuesta, no depende de mí, sino de él. Así pues, deberá permanecer aquí hasta que eso suceda… si es que llega a suceder.

– La verdad, no creo que sea buena idea. El barbero nos comentó que la semana pasada llegó a la abadía un monje extranjero enviado por Carlomagno, y si es tan severo como dicen, me asusta que pudiera reprocharos algo.

– ¿Pues qué habría de decirme?

– No sé. Según parece, la abadía sólo se ocupa de sus propios enfermos, y si ese hombre se entera de que auxiliáis a un desconocido…

– ¿Cómo se llama?

– No sé. Sólo recuerdo que era un fraile extranjero.

– Me refiero al herido.

– Perdón -respondió azorada-. Larsson. Hóos Larsson.

– Pues bien, señor Larsson, un placer conocerle. Y una vez hechas las presentaciones, asunto solucionado.

Theresa esbozó una sonrisa, pero insistió.

– Si por cualquier causa ese hombre expulsa a Hóos antes de su curación, no podría perdonármelo.

– ¿Y qué te hace pensar así? Por lo que sé, ese «recién llegado» no es ningún demonio. Tan sólo pretende imponer orden en la abadía.

– Pero el barbero dijo…

– Por Dios, olvida al barbero. Además, para tu tranquilidad te aseguro que ese enviado de Carlomagno no se enterará de que Hóos se hospeda en la botica.

– Intentad comprenderme. Estoy muy preocupada. ¿Me aseguráis que, si Hóos se queda aquí, se recuperará?

– Ǽgroto dum anima est, spes est. Mientras hay vida, hay esperanza.

Theresa imaginó que tanta amabilidad no sería gratuita, de modo que sacó la bolsa con monedas que le había entregado Althar y se la ofreció. El fraile le prestó la misma atención que al pastel de carne.

– Guárdalo. Ya me lo compensarás de otro modo. O hagamos una cosa: vuelve mañana después de tercia y pregunta por el cirellero. Dile que fray Alcuino te está esperando. Tal vez pueda encontrarte un trabajo.

Cuando se lo contó a la Negra, ésta no dio crédito. -Seguro que ese boticario busca algo malo -afirmó. -¿A qué te refieres?

– Espabila, muchacha. Algo malo contigo.

– A mí me pareció honesto. En vez de comerse el pastel, se lo entregó a los novicios.

– A saber si no estaba ya empachado.

– ¡Si es flaco como un palillo! Oye -rio nerviosa-. ¿De qué clase de trabajo crees que se tratará?

– Pues si el boticario se comporta como Dios manda, quizá te emplee de doméstica, que los frailes mucho rezar y luego ensucian como puercos. O a lo mejor tienes suerte y necesita una cocinera, que tampoco te vendría mal para coger unas libras de peso. Pero si quieres que te sea sincera, hay decenas de muchachas dispuestas a limpiar letrinas, así que no entiendo su interés en contratar a una joven tan fina. En fin. Ándate con tiento y cuida bien de tu trasero.

Pasaron la mañana cocinando y ordenando la taberna. En la estancia principal había varios toneles que hacían las veces de mesas, algunos taburetes, una banca corrida y una tela colgante que separaba la zona de los clientes de la de la cocina. Junto al hogar, un anafre de hierro, dos trébedes, diversas pailas, un enjambre de sartenes, una caldereta, paletas de madera, cántaros y orzas desportillados, y un sinfín de jarras y platos amontonados a la espera de que llegase el agua del pozo para limpiarlos. Helga le explicó que había trasladado la bodega al altillo porque cuando guardaba el vino en la cocina, a la que se descuidaba, se lo sisaban. Detrás se ubicaba el almacén, mitad corral mitad gallinero, en que cada noche ejercía su oficio.

A mediodía comieron de las raciones que habían preparado para servir en la taberna, y volvieron a comentar el episodio del monasterio. Cuando terminaron, Helga propuso ir a la plaza mayor para ver al Marrano, un reo a quien acusaban de un terrible delito. Dijo que se arreglarían el cabello y se entretendrían contemplando cómo los muchachos le arrojaban berzas y nabos, y de paso comprarían algún afeite para perfumarse el cuerpo. Theresa acabó aceptando y salieron canturreando hacia la plaza del mercado.

Capítulo 1 2

Aunque los golpes propinados por los guardias habían convertido el cuerpo del Marrano en un pegote de carne magullada, aún se le apreciaba el rostro arrugado y lampiño del que provenía su apodo. El hombre permanecía acurrucado de rodillas, atado a un madero y vigilado por dos hombres armados con espadas. Theresa supuso que era un retrasado porque sus ojillos temblaban asustados, como si intentase comprender lo que le estaba ocurriendo. Decenas de personas lo rodeaban, amenazándolo y maldiciéndolo. Un muchacho azuzó a un perro para que le mordiera, pero el animal se revolvió y salió huyendo. Helga compró dos cervezas a un vendedor ambulante y buscó un lugar desde donde contemplar el espectáculo, pero varias mujeres la señalaron con el dedo, así que finalmente decidió retirarse a un sitio más discreto.