Выбрать главу

Se sentó en el pupitre y comenzó a escribir. Alcuino la observó mientras se arropaba con un abrigo de lana.

– Si en mi ausencia necesitaras visitar a Hóos, pregunta por mi acólito y enséñale este anillo. -Le entregó un arete de bronce de aspecto deslucido-. Él te escoltará. Yo regresaré en un par de horas para comprobar tus adelantos. ¿Te gusta la sopa?

– Sí, claro.

– Diré que te preparen un plato en la cocina. -Y se marchó, dejándola a solas con el texto.

Le había explicado que su horario se ajustaría a las cadencias de los sagrados oficios, los cuales tenían lugar cada tres horas. La actividad en el monasterio comenzaba al amanecer, tras el oficio deprima. Entonces se desayunaba, y después cada monje se dedicaba a sus tareas. Sobre las nueve venía el oficio de tercia, coincidiendo con la misa capitular, momento en que ella empezaría su tarea. Tres horas más tarde, a las doce, tenía lugar el oficio de sexta, justo después de la comida de mediodía. A las tres de la tarde se celebraba el de nona, y luego a las seis, el de vísperas. Se cenaba y a las nueve se volvía a la iglesia para completas. Le dijo que terminaría la jornada según las hojas que avanzara cada día.

Mojó la pluma, se santiguó y comenzó a escribir dejándose el alma en cada letra. Las dibujó imitando su trazo, la inclinación, el movimiento, su tamaño… Y mientras de la página afloraban símbolos perfectos, mientras las palabras se enlazaban hasta formar párrafos armoniosos plenos de sentido, a su mente acudió la imagen de su padre animándola a lograr sus objetivos. Se entristeció al pensar en él y añoró estar a su lado. Luego continuó escribiendo con todo su empeño.

Capítulo 1 3

– Haec studia adolescenciam alunt, senectutem oblectant, secundas res ornant, adversis solatium et perfugium praebent, delectant domi, non impediunt foris, pernoctan tnobiscum, peregrinantur, rusticantur.

– ¡No, no y no! -repitió Alcuino malhumorado, dirigiéndose al joven que le había asignado el obispo como auxiliar-. ¡Ya han pasado tres días y sigues sin aprender! ¿Cuántas veces he de decirte que si no mantienes la pluma perpendicular al pergamino, arruinarás el escrito?

El novicio bajó la cara mientras farfullaba una disculpa. Era la segunda ocasión en que se equivocaba aquella tarde.

– Además, mira esto. No es haec, sino hæc. Y tampoco se escribe praebent. ¡Prabent, muchacho! ¡Prabent! ¿Cómo pretendes que alguien entienda esta especie de… jerigonza? Está bien -determinó-. Lo dejaremos aquí por hoy. De todas formas, ya es casi la hora de cenar y ambos estamos cansados. Continuaremos con más tranquilidad el lunes.

El muchacho se levantó con la cabeza gacha. A él tampoco le agradaba aquel trabajo, pero el obispo le había ordenado que auxiliase a Alcuino en lo que le pidiera. Espolvoreó un poco de yeso sobre el borrón que acababa de echar, pero lo único que consiguió fue estropearlo aún más. Cuando se dio por vencido, comenzó a recoger sus utensilios limpiándolos descuidadamente antes de depositarlos en un cofre de madera. Sopló los restos de yeso y con la ayuda de una diminuta brocha barrió los montículos formados alrededor del borrón. Por último, afiló el cálamo de la pluma, lo enjuagó un poco y lo dejó sobre el atril que soportaba el códice original. Luego corrió tras Alcuino, quien ya desaparecía por el pasillo que conducía al antiguo peristylium del cabildo catedralicio.

– ¡Maestro, maestro! -le llamó el joven acólito-. Ahora que lo recuerdo, el lunes es el día de la ejecución.

– ¿La ejecución? ¡Por Dios Santísimo!, lo había olvidado -dijo rascándose la tonsura-. Bueno. Aun sin saber de qué se acusa al criminal, nuestra obligación es asistirle en un trance tan comprometido. Por cierto, ¿acudirá el obispo?

– Con todo el cabildo catedralicio -respondió el auxiliar.

– Pues bien, muchacho. Hasta el martes, entonces, a la hora del desayuno.

– ¿Hoy no viene a la cena?

– No, no. Por la noche, el alimento, además de atiborrarme el estómago, me embota los sentidos. Y aún tengo que terminar este De Oratione -dijo elevando el rollo que portaba bajo el brazo-. Que Dios sea contigo.

– Igualmente, padre. Buenas noches.

– A propósito… -añadió Alcuino-. ¿No crees que deberías guardar el códice en su estantería?

– ¡Oh! ¡Claro! ¡Desde luego! -dijo el novicio, volando sobre sus pasos-. Buenas noches, padre. Enseguida lo guardo.

El fraile se encaminó hacia la hospedería del complejo catedralicio con gesto contrariado. Llevaba enfrascado con aquel códice varios días y apenas había logrado transcribir cuatro páginas completas. A tal paso nunca lograría una copia en condiciones. Decidió que en cuanto viese al obispo le anunciaría su intención de contratar a Theresa, porque el novicio que le había asignado, obviamente, no era la persona adecuada.

Mientras atravesaba el peristylium se detuvo un momento para mirar alrededor.

Por lo que pudo comprobar, el cabildo de Fulda se había sumado a las últimas reformas emprendidas por Carlomagno, quien en su Institutio Canonicorum, con el fin de promover la vida comunitaria entre los clérigos de los cabildos, regulaba la agrupación de edificios clericales en torno a la catedral y el palacio del obispo.

Le resultaba curiosa aquella disposición de construcciones de diferentes estilos y funciones, arrebujados en torno a la pequeña catedral, y aún le sorprendía más el hecho de que el obispo de Fulda hubiese escogido una antigua domus romana para establecer la sede episcopal. El palacio consistía en un edificio de dos alturas construido en piedra. El piso superior disponía de once pequeñas habitaciones calefactadas, orientadas a una galería común con vistas al atrio. En el piso inferior se ubicaba la bodega, dos pórticos, otras tantas habitaciones con suelo de madera, un establo, las cocinas, una panadería, la despensa, el almacén de grano y una pequeña enfermería. Quizás él no fuera el más adecuado para juzgar aquella elección, pero le daba la impresión de que aquel palacio sobrepasaba en mucho la necesaria humildad que debía caracterizar a un prelado de la Iglesia. No obstante, comprendió que no debía ejercer mayor crítica sobre quien tan calurosamente le había acogido. Al fin y al cabo, el obispo de Fulda se había sentido muy halagado por su presencia, y más aún al saber que se mostraba interesado por los delicados tesoros de su biblioteca.

Ya era noche cerrada cuando llegó a su celda. Habría podido pernoctar en la residencia de los optimates en la misma abadía, pero prefería una celda pequeña y con intimidad a una estancia amplia pero compartida. Dio gracias al cielo, se descalzó, y se dispuso a aprovechar aquel rato de recogimiento para meditar sobre los acontecimientos de la jornada.

Aquél había sido un día especialmente duro, pero no tanto como los que estaba acostumbrado a soportar en su lejana Northumbria. Ni en Fulda ni en Aquis-Granum había de levantarse para maitines, y tras el oficio de prima siempre le esperaba un desayuno reconfortante a base de tortas con miel, queso curado y sidra de manzana. Sin embargo, su tarea diaria en nada se parecía a la que antaño había desempeñado con plena dedicación en la escuela episcopal de York. Allí impartía clases de retórica y gramática, dirigía la biblioteca, ordenaba el scriptorium, recopilaba códices, acometía traducciones, organizaba los préstamos de los libros que trasegaban desde los lejanos monasterios de Hybernia, supervisaba el ingreso de los novicios, organizaba debates, y se encargaba de juzgar los progresos de los alumnos.