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Supuso que los perros les habrían alertado.

Volvió sobre sus pasos y se enterró entre la paja. Uno de los hombres entró en el establo y comenzó a golpear los lomos de los animales, que relincharon despavoridos. Theresa vio los cascos de un caballo desfilar frente a su cara y a punto estuvo de gritar, pero logró contenerse. El hombre embridó un ejemplar, montó sobre él y emprendió el galope hacia la maleza. Luego observó cómo los otros tres descargaban un carro y transportaban su contenido hasta el molino. A Theresa le extrañó que se empleasen a una hora tan intempestiva sin siquiera la ayuda de teas, y se le ocurrió que tal vez aquellos sacos tuviesen alguna relación con el grano que Alcuino andaba buscando.

Sin pensar en las consecuencias, aprovechó la ausencia de los hombres para inspeccionar el cargamento. Aún les quedaba un par. de fardos por descargar, así que extrajo el cuchillo y practicó un corte en la esquina del que tenía más cerca, hundió la mano lo justo para obtener un puñado de cereal, y volvió corriendo al establo.

Los hombres regresaron pronto. El primero en llegar descubrió el saco roto y culpó al segundo del destrozo. Éste lo acusó a su vez y comenzaron a discutir, hasta que el que parecía ser el jefe los separó a puñetazos. El primero se marchó, pero regresó poco después con una tea encendida que el jefe empuñó iluminando su cabello pelirrojo. Cargaron los sacos restantes y abandonaron el lugar sin preocuparse más del establo.

En cuanto se supo a solas, Theresa corrió sendero abajo imaginando el aliento del pelirrojo a su espalda. Lo recordó apuñalando al gordo de la taberna y pensó que en cualquier momento aparecería tras un árbol para segarle el cuello. Ni cuando alcanzó la muralla se consideró a salvo.

Llegó a casa de Helga con el corazón en la garganta. Entró al edificio por la parte trasera, comprobó que la Negra seguía en la taberna y, con sigilo, se dirigió al pajar donde permanecía Hóos medio dormido. Al verla el joven se alegró, pero torció el gesto tras conocer que no había conseguido el jamelgo.

– Lo intenté, te lo juro -se lamentó ella.

Hóos maldijo entre dientes, pero aun así le dijo que no se preocupara. A la mañana siguiente ya encontraría él la manera de escapar.

Theresa lo besó en los labios y él le correspondió.

– ¡Aguarda un momento! -se interrumpió ella. Se incorporó con un respingo y bajó a la taberna.

Al cabo de un rato regresó tarareando una tonta cancioncilla. Se acercó a él con disimulo y volvió a besarle. Luego lució una hermosa sonrisa.

– Ya tienes caballo -anunció.

Le dijo que, pese a que él no lo aprobara, le había preguntado a Helga por el pago que en su día le satisfizo como adelanto por el hospedaje. Necesitaba el dinero, y si le reintegraba una parte, se lo devolvería con creces antes de febrero.

– Al principio se negó, pero le recordé que disponía de trabajo fijo, y le prometí que además de recobrar lo prestado, percibiría una quinta parte en concepto de intereses. No obstante, quiso saber para qué demonios quería el dinero.

Hóos la miró con ansiedad, pero ella lo tranquilizó. Le había contado que precisaba un potranco para acompañar al fraile en sus recorridos campestres, y Helga no sólo la había creído, sino que incluso le había recomendado un tratante que le dejaría uno barato. En total le había devuelto cincuenta denarios, la mitad de lo entregado a cuenta. Con ese dinero podría adquirir una montura vieja y comida suficiente para aguantar el camino.

– ¿Y no te preguntó por qué no ibas andando?

– Le dije que me dolían los tobillos. Escucha, Hóos. Antes de que te vayas, me gustaría pedirte algo.

– Por supuesto. Si está en mi mano…

– Dentro de unos días… cuando llegues a Würzburg…

– ¿Sí…?

– ¿Sabes? Cuando me encontraste en la cabaña… te mentí. No estaba allí de paseo.

– Bueno. No te preocupes. Si no quisiste contármelo, no tienes por qué hacerlo ahora.

– Estaba asustada, pero ahora… ahora quiero decírtelo. En Würzburg hubo un incendio.

– ¿Un incendio? ¿Dónde?

– Yo no tuve la culpa, te lo aseguro. Fue ese maldito Korne, que me empujó. Las ascuas prendieron, se quemó todo y… -Las lágrimas la interrumpieron. Hóos la abrazó-. Prométeme que buscarás a mi padre y le dirás que estoy bien. Promételo.

– Sí, claro. Te lo prometo.

– Que les quiero. A él y a Rutgarda. Promételo.

Hóos acarició su rostro y ella se calmó. De repente Theresa recordó el pergamino que había encontrado oculto en la talega de su padre. Por un momento pensó en encomendarle a Hóos que se lo entregara, pero al instante se contuvo. Quizá fuera un documento privado y por eso lo había escondido.

– Llévame contigo -le pidió.

Él le sonrió con dulzura.

– Encontraré a tu padre y le diré que no se aflija, pero no puedes acompañarme. Acuérdate de los bandidos. -Pero…

Él selló su boca con un beso.

Cuando sopló la última vela, Hóos le pidió que se acercara. Ella aceptó sin saber bien por qué. El joven la abrazó con gentileza para protegerla del frío, pero aunque pronto entraron en calor, ya no quisieron separarse.

Hóos fue el hombre atento que ella siempre anheló. Sus brazos la estrecharon mientras sus besos la cobijaban. Recorrió su cuerpo dibujando senderos inexplorados, acariciándola despacio mientras la envolvía con su aliento, y ella se dejó embriagar, apreciando cómo en su interior anidaba un apetito vergonzoso.

Nunca antes se había sentido así. No acertaba a interpretar aquel cúmulo de sensaciones, aquel combate entre el pudor y la ansiedad, entre el temor y el deseo.

– Aún no -le suplicó.

Hóos siguió besándola sin escucharla, recorriéndola con sus labios, acariciando su pubis, su vientre, sus pezones erectos. Ella codició la firmeza de sus brazos mientras él arrullaba la tersura de sus senos. Tembló cuando él separó sus piernas. Luego, al sentirle entrar, su cuerpo se arqueó por el dolor. Sin embargo, el deseo le hizo apretarse contra él como si quisiera poseerlo para siempre. Después se abandonó a sus movimientos y al fuego que la consumía.

Él se movió sobre ella sin dejar de besarla. La embistió despacio, entreteniéndose entre sus ingles, para luego ir más rápido, y finalmente con tal ansia que el delirio sacudió el vientre de ella haciéndole creer que el diablo la poseía. Cuando Hóos se vació, ella deseó que se quedara.

– Te quiero -le susurró él, y la apretó entre sus brazos.

Ella cerró los ojos y anheló que se lo repitiera mil veces.

Por la mañana, cuando Hóos se despidió, ella sólo oyó que la amaba.

Capítulo 1 5

Los domingos no acudía al scriptorium, de modo que Theresa aprovechó la mañana para ordenar el pajar y fregar los cacharros acumulados en la cocina. Aun así, se dijo que después de almorzar iría a la abadía para simular interés por el paradero de Hóos y de ese modo evitar sospechas. Mientras limpiaba la taberna recordó cada beso de la noche anterior. El aroma de Hóos la impregnaba como si la hubieran frotado con un paño empapado en esencia.

Hóos Larsson…

Antes de partir, él le había prometido que a su regreso viajarían juntos a Aquis-Granum para instalarse en sus tierras.

Imaginó cómo sería su vida en la hacienda de Hóos, atendiendo la casa durante el día, y apretándose contra su cuerpo cada noche. Por un instante olvidó los problemas de Helga y Alcuino para embelesarse con su imagen. No pensó en otra cosa durante toda la mañana.