En las cocinas les presentó a Favila, una mujer tan gorda que parecía que en vez de un vestido llevase puestos treinta. Alcuino les explicó que regentaba los fogones, y que todo lo que tenía de gruesa, lo tenía de bondadosa. La mujer sonrió haciéndose la avergonzada, pero cuando supo de las intenciones de Alcuino, cambió el gesto por una tajante negativa.
– Aquí en Fulda todos conocen a la Negra -argumentó-. Puta una vez, puta siempre, de modo que fuera de mi cocina.
Helga se giró, pero Theresa la detuvo.
– Nadie te ha pedido que te acuestes con ella -le espetó la muchacha.
Alcuino sacó un par de monedas y las dejó encima de la mesa. Luego miró a la cocinera a los ojos.
– ¿Has olvidado la palabra perdón? ¿Acaso Jesucristo no asistió a los leprosos; no perdonó a sus verdugos; no acogió a María Magdalena?
– Yo no soy santa como Jesús -refunfuñó. Sin embargo, se guardó las dos monedas.
– Mientras el obispo continúe indispuesto, que esta mujer permanezca a tu cargo. ¡Ah! Está embarazada -le aclaró-, de modo que no la fatigues más de la cuenta. Si alguien te reprocha algo, hazles saber que ha sido decisión mía.
– Y encima remilgada. Yo he parido ocho hijos, y el último casi lo suelto aquí encima -dijo golpeando la mesa donde Alcuino había depositado las monedas-. Anda, quítate toda esa pintura de encima y ponte a pelar cebollas. ¿Y la moza? ¿También se queda en la cocina?
– Ella trabaja conmigo -le aclaró Alcuino.
– Pero puedo ayudar si es necesario -apuntó Theresa.
Alcuino se despidió dejando a las mujeres enzarzadas con la cena. Disponía de un par de días antes de que Lotario se recuperara, y quería aprovechar hasta el último instante para avanzar en sus pesquisas.
Enero
Capítulo 17
Favila resultó ser de la clase de mujeres que arreglaban sus problemas rezongando y deglutiendo. Protestaba por la limpieza de los fogones, por la diligencia en las tareas o por cualquier cuestión por ridícula que pareciera, y aderezaba cada regañina con la ingestión de un bollo, un pincho o una hogaza de pan untada en escabeche, lo que terminaba por devolverle la alegría a la cocina. Le encantaban los niños, y pronto comenzó a hablar del futuro bebé de la Negra con tal entusiasmo, que a Theresa le pareció que la preñada fuera la cocinera.
– Aunque por más que lo piense, nunca entenderé cómo algo del tamaño de un lechón puede salir por un conducto del grosor de una ciruela -le dijo Favila a Helga, y al contemplar su reacción le ofreció un pastelillo para que el color le volviese a la cara.
Por su parte, Helga demostró sus habilidades culinarias preparando un delicioso estofado de apios y zanahorias con las sobras de la comida de mediodía. Favila disfrutó del guiso, y antes de que terminara, las dos mujeres ya celebraban el resultado como si se conocieran de toda la vida.
Aquella noche, mientras Theresa se acomodaba entre la paja, se felicitó por haber ayudado a Helga. Luego se acordó de Hóos, y entonces un agradable escalofrío le sacudió la espalda, el cuello y las piernas. Imaginó el vigor de su cuerpo fuerte y duro, el sabor de sus labios cálidos. Se sintió culpable al desear tenerle dentro, y anheló que el tiempo corriese para no volver a pecar con su ausencia. Lo echó tanto de menos que pensó que si no regresaba, iría a buscarle a donde estuviera. Entonces se dio cuenta de que no había pensado en otra cosa desde el día de su partida.
Aunque Helga la Negra no acostumbrara madrugar, tampoco solía irse temprano a la cama, así que en cuanto se despertó, se enjuagó bien la cara y cambió el llamativo vestido de la noche anterior por una sarga oscura que no le marcase la figura. Después salió del almacén donde le habían permitido dormir y fue a las cocinas que aún permanecían desiertas, se echó un trozo de queso a la boca y comenzó a limpiar mientras canturreaba y meneaba la tripa. Al llegar, Favila se encontró a una Helga tan pulcra, con el pelo recogido y sin el habitual perfume dulzón de las prostitutas, que pensó que se hallaba ante otra mujer. Lo único que conservaba era la cicatriz que le cruzaba la mejilla.
Theresa apareció en el momento de servir el desayuno. Aún tenía paja sobre el cabello, pero se la quitó antes de que Favila y Helga pudieran burlarse de ella.
– Si vas a ayudar, aprende de Helga, que ya estaba cocinando antes de que amaneciera -le reprochó Favila.
A Theresa le agradó que la cocinera comenzara a descubrir las virtudes de su amiga.
Antes de acudir a los aposentos de Lotario, Alcuino demandó perdón a Dios por su actuación con el obispo. Se arrepentía de haberlo emponzoñado, pero no había hallado otro modo de evitar la ejecución de un Marrano que, a su juicio, sólo era culpable de su poca inteligencia. Sin embargo, ahora, para aliviar a Lotario, debía contrarrestar el efecto del tóxico con jarabe de agrimonia. Agitó con fuerza el frasco para que la tintura se mezclara con el diluyente y se encaminó hacia las dependencias del obispo, a quien encontró tumbado en su cama adoselada. El hombre respiraba quejoso, con unas bolsas bajo los ojos del tamaño de dos habichuelas. Cuando Lotario le pidió su parecer, Alcuino fingió desconocer la causa del desvanecimiento. Sin embargo, le ofreció el remedio y el enfermo lo aceptó sin reservas.
Al poco de beberlo sintió cierta mejoría.
– Supongo que os habrá alegrado el contratiempo -insinuó mientras se incorporaba en la cama-. Pero os aseguro que el Marrano morirá igualmente.
– Lo que esté en la mano de Dios -concedió Alcuino sin otorgarle la razón-. Decidme, ¿cómo os encontráis?
– Ahora bastante mejor. Es una suerte que entendáis de medicina, y más ahora que carecemos de médico. ¿Seguro que no sabéis a qué pudo obedecer mi indisposición?
– Tal vez a algo que comisteis.
– Hablaré con la cocinera. Es la única que toca mis alimentos -respondió molesto.
– O tal vez algo que bebisteis -intentó exonerar a Favila.
En ese instante entró la cocinera bamboleándose, acompañada por un mozo cargado con una bandeja repleta de viandas. Lotario miró a la mujer con cierto respeto, que cambió de inmediato al contemplar lo variado del menú. Antes de comenzar solicitó el beneplácito de Alcuino, pero a pesar de su objeción, se empleó a fondo con la cazuela de pichones mientras Favila aguardaba el veredicto. Alcuino aprovechó que Lotario se entretenía con los huesecillos para informarle sobre la situación de Helga la Negra.
– ¿Una prostituta? ¿Aquí, en el cabildo? ¿Cómo os atrevéis? -Tosió sobre sí mismo.
– Se encontraba desesperada. Un hombre la atacó…
– Pues que la empleen en otro sitio. ¡Por Dios!, aquí tenemos que dar ejemplo. -Y se metió otro pichón en la boca.
– Esa mujer puede cambiar -terció la cocinera-. No todas las rameras son iguales.
Al oírla, Lotario se atragantó. Se sacó un hueso de la boca y escupió el resto encima de la bandeja.
– ¡Claro que no son iguales! Tenemos a las prostibulae, que ejercen donde pueden; a las ambulatarae, que trabajan en la calle; a las lupae, que se ofrecen en los bosques; y hasta a las bustuariae, que fornican en los cementerios. Todas diferentes, pero a todas el dinero les entra por el mismo sitio -dijo agarrándose la entrepierna.