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– No pretendía inculparos -alcanzó a decir.

– Pues según Lotario, parece que sí. -Alcuino caminaba sin devolverle la mirada.

Llegaron a la celda, con Theresa culpándose por su conducta y a la vez preguntándose el porqué de sus remordimientos, si al fin y al cabo el fraile la había utilizado para sus propósitos. Recordó que la había encerrado en una sala, y que de haber sido por él, aún no se sabría que el trigo era el causante de todos los fallecimientos. Además estaba aquella folia en la que de su puño y letra acusaba a Kohl, cosa que él nunca le había argumentado. Mientras luchaba por aclarar sus ideas, Alcuino entró en su celda. Antes de que el guarda lo encerrara, le dijo a Theresa en griego:

– Vuelve al scriptorium y revisa los polípticos.

Le tendió las manos, que la muchacha acogió entre las suyas, pero no supo qué decir. Cuando Alcuino las retiró, el guardián cerró la puerta y miró a Theresa con arrogancia. Entonces ella se dio la vuelta y corrió hacia las cocinas, apretando contra su pecho la llave que Alcuino acababa de pasarle sin que el guardia lo advirtiera.

Capítulo 19

Cuando llegó a los fogones, Theresa encontró a Favila peleando con un pollo.

– ¿Tú también te has enterado? La verdad, no sé a qué esperan para ajusticiar a ese asesino -le dijo a Theresa sin dejar de arrancar plumas.

Ésta afirmó contemporizando, pero le molestó que Favila diera por sentado que el Marrano había matado a la hija del molinero.

– ¿Has visto a Helga? -le preguntó con desgana. La mujer negó con la cabeza mientras despedazaba el ave-. Lo suponía -suspiró. Cogió un mendrugo y se despidió de la cocinera.

Hubo de esperar a que la congregación se reuniera en el refectorio para acceder al scriptorium sin que la vieran. Aunque había entrado en aquella sala docenas de veces, el miedo le atenazó la garganta. Introdujo la llave en la cerradura y la giró hasta que el cerrojo saltó de su alojamiento. Luego entró rápidamente y cerró a continuación. Le reconfortó el calor de la chimenea que aún ardía, alegrándose de que el obispo hubiese instalado aquel artefacto en una sala tan fría.

Sobre la mesa encontró desplegados varios documentos en los que parecían haber trabajado recientemente. Pasó un dedo por la tinta y comprobó que seguía húmeda. Unos diez minutos, calculó. Echó una ojeada pero no encontró nada importante, sólo varias epistolae firmadas por Lotario en las que exhortaba a otros obispos a seguir los preceptos de la regla de san Benito.

Dejó los documentos y se dirigió a las estanterías, donde localizó el políptico que tantas veces había repasado. Sin embargo comprobó que se hallaba encadenado a la repisa, de modo que lo extrajo como pudo y abrió las guardas para examinar su contenido. Apenas si podía pasar las hojas por la cercanía de los volúmenes contiguos, pero aun así localizó las reseñas de las transacciones de trigo satisfechas tres años atrás con el vecino poblado de Magdeburg.

Allí seguía el texto. Las mismas letras, las frases de siempre… Las leyó una y otra vez sin hallar nada nuevo, tan sólo los párrafos que alguien había suplantado para hacerlos pasar por los verdaderos. Ni siquiera podía examinar el texto oculto que había descubierto tras frotar el anverso con ceniza.

Mientras miraba repetidamente las páginas, se preguntó qué hacía en el scriptorium intentando ayudar a Alcuino. Ni siquiera sabía si el fraile era culpable o inocente. Si la descubrían, pensarían que estaba de acuerdo con él, que era cómplice de asesinato, y probablemente también acabaría en la hoguera. Decidió marcharse y olvidar cuanto antes el asunto.

Se disponía a cerrar el libro cuando inesperadamente lo vio como un fogonazo: «ira nomine Pater.» Repasó las letras con la mayor atención. Las leyó despacio, una y otra vez.

«In nomine Pater.» ¿Por qué le llamaban la atención? No era más que la fórmula vulgar del encabezamiento de una carta.

De repente lo comprendió. ¡Dios santo! ¡Era eso! Dio un grito de alegría y corrió hacia los documentos extendidos sobre la mesa. A toda prisa buscó las epístolas firmadas por Lotario, las desplegó temblando y entonces lo comprobó.

«In nomine Pater.»

La misma inclinación… el mismo trazo… ¡la misma letra!

Las enmiendas trazadas sobre el políptico en que se reflejaban las ventas de trigo habían partido de la mano de Lotario. Se santiguó al averiguarlo, al tiempo que un escalofrío la hacía retroceder.

Y si Lotario era el autor de las correcciones… tal vez fuera también el autor de los asesinatos.

Se dijo entonces que debía llevar ante el rey la prueba que lo demostraba.

Ordenó rápidamente los documentos de la mesa y regresó al políptico de la estantería, pero por más empeño que puso, no logró liberarlo.

Estudiaba cómo soltarlo cuando oyó el chirrido de la puerta. Aterrada, se agachó entre los libros con el tiempo justo para divisar la gruesa figura de Lotario entrando en el scriptorium. Theresa dejó el políptico y gateó hasta el fondo de la biblioteca. Allí se ocultó tras un sillón. Lotario pasó frente a la mesa y miró los documentos. Luego se dirigió hacia el políptico y lo liberó de la cadena. Después se acercó a la chimenea, donde vaciló un instante. Miró a ambos lados como si temiera que le vieran, hojeó el códice y finalmente lo arrojó al fuego. Ardió en un suspiro como una bala de paja.

Theresa salió de la estancia momentos después de que Lotario la abandonara. Necesitaba ver a Alcuino para contarle lo sucedido, pero cuando llegó a su celda averiguó que ya lo habían conducido a la iglesia. De camino al templo pasó por las cocinas, donde para su sorpresa se encontró con Helga la Negra.

Cuando salió de su estupor, Helga le solicitó silencio y la condujo a un almacén donde hablar con garantías.

– Pensé que habías muerto -le recriminó Theresa. Luego la abrazó con fuerza.

– De verdad lo siento. No deseaba preocuparte, pero Alcuino me obligó.

– ¿Te obligó? ¿A qué? ¿Y tus piernas? ¿Cómo están? -Recordó haberlas visto amoratadas por la enfermedad.

– Era mentira -se avergonzó Helga-. Alcuino me obligó a untármelas con una tintura para que pareciesen enfermas. Me dijo que si no lo hacía, me arrebataría al niño en cuanto naciera.

– Pero ¿por qué?

– No lo sé. Él quería que me vieras así y después que desapareciera. Ese hombre es el diablo. Te lo avisé.

Theresa se dejó caer abatida. ¿Por qué Alcuino habría exigido algo tan anómalo a Helga? Sin duda pretendía que ella la creyera enferma, pero ¿para qué? Alcuino no era la clase de persona que hiciera las cosas al azar, de modo que trató de imaginar una razón más o menos sensata. Recordó que, tras pensar que Helga había enfermado, su indignación la llevó a confesarse ante Lotario. ¿Habría sido ésa la intención de Alcuino? Y de ser así, ¿por qué habría querido el fraile que Lotario conociese sus planes?

Se levantó aún confundida, pero decidida a averiguar la verdad. Besó a Helga, y le pidió que se cuidara. Luego salió en dirección hacia la iglesia, donde suponía habrían conducido a Alcuino. A la entrada, un centinela le confirmó que se hallaban reunidos pero que no podía acceder a la iglesia. Theresa intentó convencerle, pero el guardia se mostró inflexible. En ese instante sintió una mano en su hombro. Al girarse se dio de bruces con Lotario, quien al parecer llegaba al cónclave en ese momento. Le atemorizó pensar que la hubiera descubierto, pero, por fortuna, el obispo esbozó una amable sonrisa.